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cambió la velocidad, Victorino pisó el acelerador, era la maniobra indicada para evitar el encontronazo a la izquierda, para evitar el despeñamiento a la derecha, Victorino la ejecutó limpiamente, entonces brotó de la lluvia, entonces apareció en sentido contrario aquel autobús color violeta atestado de pasajeros y gallinas, desbordante de niños y canciones, Victorino enfurecido por su puerco destino dio un manotón violento al volante, el Maserati torció su embestida hacia el precipicio, Victorino no, Malvina, miperrita linda, carajo, Mami, pensó Victorino, los aterrados pasajeros del autobús color violeta sólo vieron un relincho de plata que cruzaba el tejido de la lluvia, los niños del autobús enmudecieron para escuchar un estruendo de yunques y trombones que daba tumbos entre los peñascos hasta detenerse en un clamoroso rígido iracundo acorde final.

Pero la sinfonía no había terminado, Malvina. En virtud de un milagro de Orfeo, hijo de Apolo, o en su defecto de Santa Cecilia, esposa de San Valeriano, la Filarmónica de Berlín continuó tocando en la entraña del abismo, en medio de un amasijo de heléchos aplastados, hierros retorcidos, humareda y despojos, sí, Malvina, despojos. También sonaba el estrépito del aguacero pero tan vocinglero que costaba trabajo precisar si era rumor del agua o algazara de brujas empecinadas en celebrar un inadmisible aquelarre matutino en torno al cadáver de aquel adolescente. El aguacero estridente y burlón (la lluvia montada en palos de escoba) decía con extravagancia goyesca de clarinete requinto:

Tú pensabas escapar de este hermoso país, pobre muchacho muerto, usaremos tu semen como ungüento para empinar nuestras tetas flácidas, usaremos tu sangre como bálsamo para alisar nuestras nalgas arrugadas, tu semen mezclado con belladona y mandragora, tu sangre perfumada con opio y cicuta, pobre muchacho muerto que soñabas con desertar de este maravilloso país.

Fue preciso que acudiera el viento en alegato de los restos de Victorino, un viento tan encarnizado que no se sabía si era el viento o si hermandad de frailes encapuchados que entonaban la más nefaria versión del Dies Irae que imaginarse pueda:

Dies irae, dies illa solvet saeclum in favilla, Lucifer con su morcilla se frota la rabadilla,

eran los frailes del viento juramentados para malograr el aquelarre de las nubes.

Las abominables hechiceras se hallaban en manifiesta desventaja a esa hora temprana, sin murciélagos ni tinieblas, bajo esa luz del día refractaria al vuelo de las escobas, y a las misas negras y a las tarantelas sicalípticas. Para complemento, desde una ermita solitaria repicaron, en auxilio de los monjes oficiantes, las parcializadas campanas del papa romano.

Dies irae, dies illa solvet saeclum in favilla, Lucifer con su morcilla se rasca la rabadilla.
Judex ergo cum sedebit quidquid latet adparebit debéis alzarle el rabebit para besarle el culebit.

Huyeron finalmente en ritmos encabritados las brujas de la lluvia, vencidas por la implacable solemnidad del canto llano. Escampó a todo lo ancho del valle. Un arcoiris de postal azucaró los cielos. En jaspeada gritería descendían por las vertientes los pasajeros del autobús, encabezados por sus niños cantores, y descendían con ellos los trajes rojos de los bomberos, y el verde oliva de los guardias nacionales, y los pañolones blancos de las campesinas, una muchedumbre bajó por las Vertientes en un tutti orquestal, para asombro y desbandada de las lagartijas. Ahí sí terminó el concierto de Berlioz, Malvina. El pajarraco negro que se había posado en la frente apaciguada de Victorino, huyó en un aleteo rastrero y grotesco.

Victorino Perdomo

El aire y los objetos adquieren olor de archivo en esta casa. Además, hace un calor ondulante de barco negrero o de purgatorio. La única vibración joven (joven no: colérica) es el calor. Las sillas son una especie de reclinatorios negros de asientos hexagonales y escudos labrados en el espaldar. Esotéricos muebles de sacristía jamás admitidos en ninguna otra sala de esta ciudad hereje metálica petrolera electrificada. Un gran armario ¿tiburón? ¿catafalco? preside la asamblea. A través de sus cristales te vigilan soperas y platos de porcelana. Las iniciales doradas que los decoran se trenzan como parejas de recién casados. No hay ventanas ni claraboyas ni. Una espesa cortina de oro viejo, cabellera de mujer del Tiziano o cielo de Turner, sugiere la vecindad de un cuarto similar a éste. Aquí viven las señoritas Larousse. Sí, bachiller, el mismo apellido del profesor francés que editó el diccionario. Pero no son francesas. Son de Cumaná, posiblemente de Cumanacoa. A toda hora muy aseadas, con sus cuellos de encaje Rojas Paúl, su fragancia de bay rum también Rojas Paúl. Nadie acertaría si pretendiera adivinar quién puso. Cómo se puso en contacto nuestra Unidad Táctica de Combate con estas tres viñetas sobrevivientes de "El Cojo Ilustrado". Tan sólo el comandante Belarmino y yo conocemos las raíces ontológicas de su adhesión a nuestra causa. Son espiritistas. Un espiritismo subversivo, edificado sobre plataforma terrenal comunista. O más bien anarquista. O más bien. Nos contemplan con ternura maternal. Las pobres nunca han tenido un hijo. Tal vez sus carnes, me arriesgaría a jurarlo sobre la Biblia, no han sentido jamás "entrar pulgadas de epidermis llorando", como dice Neruda. Nos obsequian dulce de higo y mermelada de naranja. Con vasitos de agua fresca del tinajero colonial. Nos prestan a conciencia (se necesita tenerlos muy bien puestos, valga la paradoja) su casa para lugar de acuartelamiento en víspera de las acciones. Lo cierto es que les encanta el jaleo, la movida, el merequetén. Angela Emilia Larousse, la mayor de las tres, tiene más de cincuenta años y toca pedacitos del concierto de Haendel en el arpa. Se mantiene en relación permanente con los espíritus más batalladores del otro mundo. Una noche conversa con Savonarola y otra con Augusto César Sandino. Muertos de pelo en pecho, exclusivamente, Mahatma Gandhi jamás. La segunda hermana, Silvia María, cuarenta y ocho años, pinta acuarelas, prefiere servir de médium. Al apagarse la luz siente un escalofrío en la médula espinal y una categórica mano ajena que le conduce la suya. El único defecto de los espíritus es su tendencia incorregible al entremetimiento. Les encanta predecir, asesorar, opinar sobre el posible resultado de nuestras acciones, sin que nadie les haya dado vela en ese entierro. Hoy se nos aproxima Angela Emilia doblegada por agoreras revelaciones de ultratumba. Dice: Anoche hablé con el Mariscal de Ayacucho, nada menos. Dice: Y se refirió al asalto que ustedes están preparando. Dice: (Yo por mi parte no sé una palabra de ese asunto, ni me interesa). Dice: El Mariscal no entró en detalles, pero él tiene la seguridad de que va a fallarles la cosa. Dice: Les aconseja que la dejen para otra oportunidad. Dice: El les avisará por mi intermedio la fecha más conveniente. El comandante Belarmino se finge muy impresionado. Promete posponer la operación. Dice: Le ruego a usted que transmita al Mariscal Sucre nuestra infinita gratitud por. Y seguimos acuartelados. Espartaco (no el esclavo insurrecto que convocan a medianoche las señoritas Larousse sino nuestro bizco compañero de UTC) llegó antes que ninguno. Yo, que fui el segundo, lo encontré sentado y huraño en un rincón de la sala. Luego se presentó Carmina, de suéter negro y falda roja, disfrazada de 26 de julio, qué caradura, Belarmino le va a preguntar si no tenía en el closet una falda de otro color. Carmina se sentó a mi lado y abrió el libro que traía. ¿Tendrá la desfachatez de ponerse a leer a Politzer en estos momentos? Las mujeres son capaces de todo. La espío. Se trata de "El caso de los bombones envenenados", Colección del Séptimo Círculo, menos mal. Después llegó Valentín. Y Freddy pisándole los talones. Oigo un desagradable aleteo de pájaro mojado en mi pecho, pero sonrío chaplinesco a los que van entrando. Miedo se tiene siempre, lo importante es que los demás no se den cuenta, o al menos que se den la menor cuenta posible. Falta Belarmino. No acostumbra llegar de último, qué le habrá pasado. Los cinco estamos pensando, se nos nota, en ese imprevisto retraso suyo, qué le habrá pasado. Súbitamente cambia el panorama, Belarmino está aquí. Saluda con un qué tal tranquilizador. Es entonces, o unos minutos más tarde, cuando se abre la cortina rubia y Angela Emilia Larousse avanza sobre ascuas para transmitirnos el recado del Mariscal. Detrás de ella viene la menor de las tres hermanas, Ana Rosario Larousse, cuarenta y cinco años, muy canosa, fue pelirroja, escribe versos. La poetisa trae seis tacitas de café humeante en una bandeja. Yo no creo en la existencia de los espíritus propiamente dichos, el materialismo histórico me defiende, pero. Supongamos que una fuerza psíquica, material pero psíquica, adquiera en las antenas receptivas de Silvia María Larousse la apariencia espectral del Mariscal para comunicar presentimientos, deducciones, ondas emitidas por un cerebro equis en tal sitio. La transmisión de pensamiento también puede ser una ciencia, cono. Belarmino está hablando. Hace inventario. Espartaco tendrá un revólver. Yo el mío. Freddy la pistola que conseguimos prestada. Valentín la suya. El propio Belarmino su zetaká. Carmina su beretta. La misión de Carmina se reduce a esperarnos en el auto. ¿No es excesivo armamento para ella tan mortífera ametralladora? Cualquiera se lo discute, le dirá maricón. Las armas no están aquí presentes, a la vista, pero nada importaría que estuvieran. A las señoritas Larousse nunca las ha intimidado la proximidad de nuestras bocas de fuego. Las miran como si ellas, las Larousse, fueran granujillas curiosas detenidas ante el escaparate de una juguetería. También respira un gato en la sala. No es un gato de porcelana sino un opulento gato vivo, por eso digo que respira. Parece de Angora por lo majestuoso y lo Cortázar. Carmina ie pasa la mano por el lomo insinuante. El animal se acurruca a su lado, santurrón y lujurioso. Este silencio es una porquería. Lo deja a uno solo con. Y uno se pone a manosear como pasado, como presente, unos acontecimientos que son todavía futuro nublado. Nublado de moscardones y presunciones: si sucede tal cosa, si falla tal otra, si hay tiros. El viejo del retrato despliega en abanico sus barbas