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XX. La moneda andaba realenga, a merced de alzas y bajas arbitrarias, yo la vinculé a la tasa de oro, le edifiqué una estabilidad que nunca antes había conocido.

XXI. Los especuladores estipulaban por su cuenta y ganas el precio de los productos, no en el cuadruplo sino en ocho veces su valor, y más todavía ¡sanguijuelas con barbas!, yo dicté un decreto riguroso que los obligaba a cobrar por las cosas tan sólo lo que en exactitud debían costar.

XXII. Los acaparadores almacenaban las mercancías para provocar escasez y venderlas luego en estraperlo, yo los metí en la cárcel sin contemplaciones, les encajé multas cuantiosas, los arruiné cuando se me pusieron recalcitrantes, les apliqué la pena de muerte cuando se me volvieron incorregibles.

XXIII. La producción se desenvolvía sin plan ni concierto, libre fabricación que originaba un tótum revolútum de la economía nacional, yo obligué a las industrias privadas a planificar sus operaciones, embarqué al estado en la creación de manufacturas prósperas.

XXIV. La administración pública funcionaba a cargo de limitadas manos, carentes de control y no siempre honestas, yo tejí una eficiente red burocrática, les proporcioné empleo a millares de ciudadanos, diluí la responsabilidad a base de una vigilancia mutua.

XXV. El progreso del país se había estancado a consecuencia de los zangoloteos políticos, yo recabé tasas de los ricos, llevé a cabo un plan de obras públicas de dimensiones nunca vistas, sembré de escuelas y de termas cada ciudad, desvivido por higienizar las mentes y los cuerpos de mis subditos.

XXVI. Y si bien es cierto que fracasaron mis doctrinas, como han fracasado y fracasarán por siempre las teorías económicas cuando se enfrentan a la cochina realidad, de todo lo anterior se deduce que este modesto servidor de ustedes ha sido el precursor, el pionero de las siguientes bagatelas: el patrón oro, el control de precios, la planificación de la economía, los sistemas tributarios, la carrera administrativa, la nacionalización de las industrias y

XXVII. y el laborismo británico, por Mercurio.

Severo Severiano Carpóforo Victorino, ya despojados de lanza, escudo y casco, pero aún ceñido al pecho el coselete de escamas metálicas, están de pie ante un tribunal que preside un juez calvo, desgalichado, artrítico y socrático. Hoy se siente más artrítico que lo último porque noviembre desciende húmedo del Palatino y se clava como colmillo de víbora en sus enardecidas articulaciones. Del maestro ateniense conserva apenas la conciencia de su ignorancia y una sonrisa irónica de becerro muerto.

– Se os acusa de cristianos- dice el juez con desgano.

– ¿Quién nos acusa?-dice Severo.

– Os acusa el testigo Sapino Cabronio, cristiano como vosotros hasta el día de ayer. Entre la sexta y la séptima hora volvió a la religión de sus antepasados, de nuestros antepasados, a requerimiento de la voz tonante del padre y rey de los dioses, que amontona las nubes y vive en el éter, el propio Júpiter tronó su nombre procelosamente desde un rincón de la celda.

– No te creemos- dice Severo.

– A Sapino Cabronio lo colgaron de un pórtico- dice Carpóforo.

Le quemaron la espalda con una antorcha dice Severiano.

Se le enfriaron los cojones dice Victorino.

Un aleteo de togas estremece al centenar de curiosos, libertos en busca de empleo, familiares de los acusados, la audiencia en masa. Plebeyos comentarios rezongan los vendedores de salchichas hervidas, embutidas en lonjas de pan y salpicadas de salsas orientales, ya se llamaban canes calidi (hot dog en latín, lector ignaro). El magistrado impone silencio a golpetazos del mazo de madera, puño censorio del poder judicial.

– ¿Sois cristianos o no sois cristianos?- esta vez el togado no se anda por las ramas.

– Creemos en Dios Padre Todopoderoso dice Severo.-

– Y en su Único Hijo Nuestro Señor- dice Severiano.

– Y en el Espíritu Santo dice- Carpóforo.

– Y nos cagamos en Palas Atenea y demás inquilinos del Olimpo- dice Victorino.

El presidente del tribunal entorna la mirada hacia la estatua de Minerva Zosteria que se encumbra a su espalda. Presiente el nacimiento del rayo exterminador que habrá de pulverizarlos a todos, acusados, acusadores y público. Pero Minerva permanece impávida ante la desafiante blasfemia, su amparadora diestra en alto, su casco a medio ganchete y sus ojos soñadores.

– ¿Eso significa- dice el juez- que os declaráis malos hijos de la Patria, destructores de la religión y de la familia, agentes de una teología extranjera, mancilladores de vuestro honor de militares?

– Nos declaramos- replica Severo los más auténticos hijos de la patria, pero cristianos, los más amantes vástagos de nuestra familia, pero cristianos, los más celosos guardianes de nuestro honor de militares, pero cristianos.

Y nunca agentes de una teología extranjera sino fieles siervos del único Dios verdadero que no es extranjero sino universal atiza Carpóforo.

Al juez, abandonado por el sarcasmo socrático que era el carcaj de su inteligencia, se le apaga la sonrisa. Le quedan pedradas aristotélicas de orador estoico romano:

Roma y sus dioses son una entidad indivisible, ergo, no podéis traicionar a los dioses sin traicionar a Roma. El Augusto Diocleciano es el instrumento de Júpiter, el emisario de Júpiter sobre la tierra, ergo, no podéis renegar de Júpiter sin renegar de Diocleciano. Y si traicionáis a Roma, si renegáis del emperador, ¿cómo pretendéis mantener la condición de probos soldados imperiales y no confesaros felones indignos del uniforme que lleváis encima?

– No es que lo pretendemos Severo da la espalda a los especiosos silogismos del juez, al mazo de madera y a la Minerva de mármol para arengar al populacho sino que lo hemos demostrado en los campos de batalla. Sin la impávida ferocidad de los soldados, centuriones, tribunos y generales cristianos, mal habría podido Roma salvar el pellejo, hacer huir en desbandada a los bárbaros que la acosaban. Sebastián, Pacomio, Víctor, Jorge, Mauricio, Exuperio, Cándido, Marcelo, a quienes Diocleciano degradó, arrestó o ajustició por cristianos contumaces, ¿qué eran sino heroicos paladines de Roma? Cometéis execrable injusticia cuando nos acusáis de desleales. Desleal ha sido, en tal caso, el propio Diocleciano que, cegado por su odio hacia la cristiandad, persigue y hostiga a quienes han

XXVIII. Un momentino, un momentino. Yo no persigo a los cristianos porque los odie sino porque les temo (les temo dije), porque los considero la única potencia (potencia dije) capaz de carcomer, destruir y, algo más grave, sustituir nuestro sistema. El cristianismo no es más aquel puñado de predicadores zarrapastrosos, no la hez que mentaba Celso, sino una maquinaria compaginada y recalcitrante, sectaria como los judíos, filosofante como los griegos, testaruda como los árabes, visionaria como los hindúes, sufridora como los chinos, colonialista como los romanos. Y virtuosos, los muy cabrones, para que más nos duela. Cuando ellos predican: no matarás, no robarás, no mentirás, no fornicarás, no te hartarás, no holgazanearás, no rascabuchearás la mujer ajena, le están echando en cara de retruque a la sociedad romana los vicios capitales que la corroen y que la llevarán al pudridero.

XXIX. Avizoré el peligro antes que nadie, cuando escuché decir que el cristianismo había comenzado a expulsar de sus filas a los ascetas dogmáticos y a los prometedores de utopías, doble lastre de histerismo que le entrababa las alas, con dogmáticos y utópicos no triunfa ninguna doctrina.

XXX. Les propuse primero un concordato, un entendimiento porque yo no soy Nerón ni me provocaba el cuerpo matar gente, me acogí como transacción a la fórmula monoteísta de Aureliano, ofrecí dejar de lado el gang de dioses griegos chismosos, concupiscentes y genocidas; ya no funcionaban como teogonia, habían degenerado en personajes grotescos del teatro cómico.

XXXI. Intenté unificar el imperio, fundir todas las sectas bajo el culto a un Dios exclusivo, el Sol o Júpiter, pero me estrellé ante el aferramiento de los cristianos; aceptaban con mucho gusto la idea del dios único, siempre que fuera el de ellos, no os digo que son una vaina muy seria.

XXXII. Me designaron un obispo suyo en la vecindad de cada prefecto mío, tramaron una red celular paralela a la ordenación administrativa del imperio, se dedicaron a catequizarme el ejército, amanecían bautizando soldados y confesando centuriones.

XXXIII. Cuando llegó a mis oídos que Sebastián, el tribuno de la primera cohorte pretoriana, situaba los sermones de su pontífice por encima de las órdenes de su emperador; que Mauricio, jefe de la Legión Tebea, se negaba a sacrificar a los dioses en desacato a las voces de mando de su superior en jerarquía militar; cuando vi a milicianos de pelo en pecho, ayer panteras para el combate, cada uno con cien cadáveres de bárbaros en su haber, cuando los vi sometidos a un catecismo bobalicón que les ordenaba: ama a tu enemigo, pon la otra mejilla, comprendí que mi obra de reconstrucción estaba a dos dedos del abismo, porque ejército sin disciplina ya no es ejército, ejército sin furia tampoco es ejército, y si Roma llega a perder su ejército, arrivederci Roma.