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XXXIV. Persigo a los cristianos sin mucha fe, es cierto, porque nací sin fe; y sin ninguna esperanza porque crecí sin ella; la esperanza es lo primero que se pierde. Sé perfectamente que las ideas, incluso las religiosas que son las más rudimentarias, no se ahogan con sangre ni se matan con muerte, y que cuando un sistema apela a la tortura física para someter a sus impugnadores es porque ese sistema se siente incapaz de argumentar, de subsistir. Sé más aún. Sé que Roma está boqueando su papel histórico, ya creó y difundió la lengua y las leyes, latín y derecho, sermo atque jus, que eran la razón de su existencia, ya ninguna otra dádiva puede ofrecerle a la humanidad salvo la contemplación de sus ruinas, cuando ruinas sea. Y sé también que estos cristianos aguantadores, fanáticos, onanistas, envidiosos, sombríos y desaseados cumplirán a cabalidad la misión de enterradores.

XXXV. Pero un emperador romano, si lo es, no acude jamás al recurso de rendirse sin combatir. Otro príncipe vendrá, más dúctil o pragmático que yo, desprovisto de escrúpulos que le impidan pactar con los cristianos a dictado de ellos, ése enlodará su frente augusta con el agua sucia del bautismo, ése vencido se proclamará vencedor, ése entreverá en las nubes el signo de la cruz para salvarse él y salvar de paso los detritus de Roma. Pero ése no se llamará Diocleciano, amigos míos.

XXXVI. Este que veis aquí no hará tal cosa sino invalidar por un tiempo a los cristianos a hierro y látigo, no hay otra manera, abdicar luego el trono como ha prometido, despojarse públicamente del manto de púrpura y de las insignias imperiales, refugiarse en el albatros octogonal de piedra que ha construido entre los acantilados del Adriático, consagrarse a la custodia de las coles y lechugas que alegran el mantel de su huerto, y echarse finalmente a dormir varios siglos sobre las dos hileras de granito rojo que mantendrán en alto su sepulcro.

XXXVII. Y si por ventura llega a nacer otro Tácito, maravilla que en duda pongo, él escribirá sencillamente: "Diocleciano fue el último emperador romano digno de tal nombre". Con eso me basta, coño.

Severo Severiano Carpóforo Victorino atraviesan la sala de torturas con la cabeza en alto, el caminar resuelto, disimulando el nudo que les endurece la garganta y el mínimo goteo que les humedece las ingles. Para volverlo recinto de suplicios han acondicionado un templo de Esculapio, las aguas del Tíber lamen los cimientos, un oleaje de césped y florecillas cabrillea hasta el nacimiento del alto podio, el aroma de los pinares apacigua la severidad de las columnas. Esculapio, hijo de Apolo, Esculapio que dedicó sus facultades divinas al difícil empeño de librar a los hombres de los dolores de la muerte, está aquí sin su aquiescencia, patrocinando dolor y muerte, quejidos y estertores. Su corazón desaprueba tanta sevicia pero ninguna mediación le es posible desde su rigidez de mármol, de mármol su serpiente, de mármol su voluntad, de mármol su bastón.

Severo Severiano Carpóforo Victorino rebasan el costado del acúleo cuyas uñas de hierro están manchadas de sangre cristiana, pasan junto a los torniquetes del potro que ha descoyuntado huesos cristianos, aún flota en el aire un tufo grisáceo de cadáver, un vaho de visceras chamuscadas que el aletazo de la noche no borra, que la respiración de los pinares no borra, que el perfume del incienso desfigura pero no borra.

Severo Severiano Carpóforo Victorino cruzan la cela del templo y son atados al vientre de las cuatro columnas corintias que se yerguen en la sombra. Los han desnudado totalmente como a Prometeo sobre el risco. Los brazos se juntan allá arriba enlazados al nivel de las muñecas, los rostros jadean adheridos a la blanca neutralidad de la piedra, curtidas ligaduras les entrecruzan las espaldas, recios cordeles les inmovilizan las piernas. Seis esbirros del prefecto examinan los largos látigos de pesadas canicas en los extremos. Entre los esbirros hay uno tuerto que destila por el ojo sano una crueldad viscosa, ése sopesa las plomadas con meticulosa voluptuosidad, comprueba profesionalmente el temple de las correas, calcula el espacio y la distancia favorables al mayor sufrimiento de los sentenciados.

– Os brindaremos una última oportunidad- dice el jefe de los verdugos, hijo de puta como todo torturador.

Pero se le atraganta el discurso. Una oleada de voces remonta la avenida de álamos que conduce al templo, se encrespa cuando desemboca en las escalinatas, acentúase en clamoreo, irrumpe en el pórtico con estruendosa heterofonía. Es Diocleciano en persona, Jovius Diocleciano, Júpiter reencarnado, el primero de la tetrarquía, que ha venido desde Nicomedia, que ha descendido desde su trono babilónico para asistir al interrogatorio final de los cornicularios, llamemos las cosas por su nombre, para salvarles la vida in artículo mortis a esos cuatro cachorros de su invencible ejército.

– Numen imperatoris.

A su paso los subditos romanos, civiles y militares, mujeres y niños, caen de rodillas en adoración desenfrenada, besan golosamente los pliegues de su manto. Diocleciano es un individuo de largos huesos y extendidos hombros, tiene cuello de potro y peina una barba lineal que le rodea los maxilares, le chorrean los bigotes como a los filósofos asiáticos, sus ojos miran asombrados aunque penetrantes, esquemáticos pliegues le cruzan la frente, sus grandes orejas se equivalen como asas de una cabeza geométrica (así aparece en monedas y medallones de la época), es un hombre correcto en sus modales y paciente en sus coloquios (así lo describe Chateaubriand en una novelita inaguantable).

Deslumhra su vestimenta como relámpago de seda y pedrería que centelleara en socorro de los cuatro cautivos. Divinidad olímpica injerta en ídolo oriental, alrededor de su frente refulge la diadema mística, emblema de la eternidad, mensaje de la blanca luz inmarcesible, polvareda del Sol, dominus imperii romani. Rubíes entretejen sus cabellos, záfiros circunvalan su pescuezo, turquesas aprisionan sus dedos. Un anchuroso manto de tisú, espejeante de guiños diamantinos, le cae hasta el empeine de las chinelas persas en pliegues y repliegues irisados. Un espeso cinturón de oro, tachonado de perlas y topacios, le ciñe la cintura a ras del ombligo. Más que emperador romano, avanza a la cabeza de los centuriones un escaparate de la Vía Condotti.

Diocleciano penetra en la luz cernida del pórtico, un gesto suyo pone en retirada a los verdugos, se detiene ante las cuatro columnas del castigo, habla confidencialmente para los cuatro mozos amarrados, su monólogo trasciende apenas en una leve vibración del barboquejo de pelos que le enmarca el rostro.

No he venido a dirimir con vosotros problemas metafísicos, hijos míos, sino a libraros de la Parca impía que ya entre sus garras os tiene. Al fin y al cabo sois cuatro valerosos soldados de Roma cuya sangre me enorgullecería si se derramara en combate por la patria, pero me laceraría el alma si llegara a correr bajo los látigos de mis sayones. No os pido que reneguéis pública y ostensiblemente de vuestra religión, ni que sacrifiquéis un siervo a Marte en vez de cantar un salmo a Moisés, ni siquiera os reclamo que me rindáis la adoración postrada que a mi dignidad celestial corresponde. Simplemente os propongo, para dejaros en disfrute pleno de vuestra libertad y de vuestra juventud, que digáis una pequeña oración a Esculapio, una escueta jaculatoria que me permita justificar ante los otros tetrarcas mi inaudita indulgencia. Esculapio, lo sabéis, era un dios altruista como el vuestro, hacía andar a los paralíticos y resucitaba a los muertos como el vuestro, fue sacrificado como el vuestro por ejecutar milagros en la tierra sin autorización de Júpiter, es decir, del Dios Padre Todopoderoso. Afirmad no más en alta voz "creemos en Esculapio", aunque por dentro estéis pensando "creemos en Jesucristo" y, lejos de liar el petate, seréis libres. Os advierto, por si os interesa, que Marcelino, obispo de Roma, vuestro Sumo Pontífice, al primer zurriagazo cantó el Ave César y otros recitativos, sacrificó sus corderos a Plutón, entregó los libros sagrados, la gran cagada. Decid no más…

– Nunca- interrumpe el vozarrón de Severo. La apartada concurrencia (militares, cortesanos, esbirros, mendigos) vuelve hacia él los rostros estupefactos.

– Jamáis- dice Severiano.

– Never- dice Carpóforo.

– Emperador, no comas mierda- dice Victorino, a sabiendas que esa frase escatológica figurará como sus últimas palabras en el Libro de los Mártires.

Diocleciano los contempla un breve instante con una albúmina de melancolía en los ojos taladrantes, murmura entre dientes "idiotas, cien veces idiotas", les da la espalda en viraje de mutis dramático, desciende lentamente las escalinatas, agobiado por el resplandor de sus ornamentos, sumido en un silencio incurable.