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Después de dar vueltas y mirar el asunto por todos los lados, hubo acuerdo. Y este es el pacto rigurosamente cumplido. Yo cambiaba pesos por libras con una pequeña ganancia. Siempre había excusas. Las libras iban a Manuel, este las ponía en un recipiente que había contenido rodajas de abacaxi y, una vez pesada la mercadería, venia el reparto. Le insinué a Manuel que aquello me parecía un poco injusto.

– No, patrón. Ellos lo quieten así. Al voleo. El que agarra, agarra, y el que no, se jode.

– Supe de un muerto y de varios maltrechos.

Aquí el turco cambio de tema y dijo:

– Yo no soy de leer mucho peto puede que usted si. Y dígame, si usted esta leyendo un libro y se encuentra con un tipo que habla tanto como yo, de que hace? Cierra el libro y putea al que lo escribió.

Ahora si señalo la gran carcajada del turco que se alivio doblándose. Después dijo:

– Es una especie de enfermedad y hasta me han dicho que tiene nombre.

15 de noviembre.

Apunto un sueño sin retocarlo:

El hombre llega sudoroso en un caballo viejo y lento, tercamente ajeno a los apuros que buscaba imponerle el látigo. La gorda panza dividida por la cincha en dos. Encajado en aquel paisaje y aquellas costumbres, el forastero resultaba disfrazado. El jinete, desmontando con penuria, se revela pequeño y flaco, anda con el cuerpo recto y rígido, en un muy viejo afán de simular estatura. Piernas enfundadas en polainas, tiras de genero hasta las rodillas y una sombrilla roja sin desplegar. Cuando logra apearse de la cabalgadura avanza autómata unos pasos, alarga gran sobre marrón. Detrás del hombre y su ridículo, la mujer del doctor salta de entre los altos yuyos, se arregla ropas, acaba de orinar, no se seca. Sonriente avanza hacia mi asombro, sonriente jovial contiene la risa, me alarga una mano. Caballo preñado y hombre con sombrilla y gran sobre arrimados a la casa, a la sombra única del gran pino. Ella cabecea, afirma, sacude el borde de la falda como abanico para aliviarse del calor. El esta examinando las laminas coloreadas sujetas a las tablas de las paredes, tal vez para adornarlas, tal vez para intentar detener las rachas frías de las madrugadas. Yo respetuoso. Permanezco afuera, miro el contenido del sobre. Dos niñas juegan y ríen yendo hacia el rió. La mayor y esposa del doctor insiste en fingir comerle la barriga a la pequeña, arrancarle pedazos que simula comer. Rubita, panza arriba en el suelo, carcajea. Festeja, se retuerce por las cos-quillas. No me avergüenza abrir la sombrilla roja y caminar cuidadoso hacia el no y su curva. La mujer se aparta de mi. Dice, incongruente, en voz alta: «Dijo mi papi que le manda decir que cuando vaya de putas nos venga a visitar».

25 de marzo.

Mucho demore en satisfacer la invitación que me había trasmitido en mi sueno la mujer de Diaz Grey. Y nadie tuvo la culpa. A fines del verano comenzó, manso e infatigable, lo que llamaban el tiempo de las lluvias. El agua del cielo caía ruidosa y tibia sin mañanas ni noches. Todo el mundo era gris, invariable y sin dar esperanza. V La niña con su madrina desde días antes. De modo que allí estábamos solos, encerrados y malolientes Eufrasia y yo. La mujer cocinaba, yo leía sin entusiasmo. La mujer también acumulaba chismes sobre familias de Santamaría Este, gente que yo no conocería nunca. Pero los primeros días de calor y humedad yo comentaba: que me dice, no puede ser, que barbaridad. Y muchas veces mis palabras no coincidían con lo que hubiera correspondido decir. Des-pues pase a los monosílabos y luego al silencio. Ella hablaba, yo leía o contemplaba el paisaje monótono del ventanal de la habitación mayor donde estábamos atrapados. Con el torso desnudo me distraía contando las gotas de sudor que me caían de la frente y el cuello. La ducha del cuarto de baño se negaba a funcionar; de modo que yo salía afuera, me duchaba y jabonaba bajo la lluvia, a pocos pasos de la casa.

Cuando entre, ella seguía conversando, ahora con el jarro de lata que contenía su bebida favorita, casi la única. La probé una vez y me abraso garganta y esófago. Viendo mi cara se puso a reír y me explico que no era aquella bebida.

– Es fuerte, patroncito. La primera vez, pero uno se va acostumbrando. No es como aquel güisqui de los gringos. Como usted poco toma, todavía quedan botellas. Esto no es cana brasilera ni cana para-guaya. Pero es las dos cosas con un agregado de mi idea. Hay que hervirlo, pero hay que saber como, junto con hojas frescas.

Me alivie tomando mucha agua del porrón de barro. Cuando la luz empezó a escasear le pedí a Eufrasia que encendiera y me trajera un farol de mantilla para seguir leyendo. Deposito el farol sobre la mesita que había soportado el peso de mis pies des-calzos. Me pareció de inmediato que el calor aumentaba. Ahora la luz le iluminaba la cara desde abajo. Resaltaban sus pómulos de india y su sombra alargada se movió débilmente en la pared.

– Eufrasia: usted tiene un hermoso culo.

– Yo se que esta mintiendo, patroncito, patroncito, pero estuve contando cuanto tiempo anduvo demorando.

Me levante y estuve mirando por unos segundos la cara burlona de la mujer que no me pareció tan fea como la de todos los días. No hubo mas prologo. Ella echo a andar hacia su sucucho, segura de que yo la seguía, ligado al imán de su trasero, aunque no necesitara oír los pasos de mis pies desnudos.

Pareció que hubiera un desafió sobre quien se desnudaba primero a juzgar por la velocidad de nuestros movimientos. Gano ella y se tumbo en el colchón, aplastando protuberancias.

Con las ansias, sus olores femeninos revelaron su violencia y el placer le deformaba la cara: estaba bizca, suspiraba con la boca abierta como para facilitar la salida de finos chorros de saliva tenidos de verde por las hojas de coca. Sentí que aquello me enfriaba y manotee las baldosas del suelo buscando la ayuda de cualquier cosa. Conseguí una bolsa de arpillera y le tape la cara. Curiosamente, esto pareció excitarla todavía mas y redoblo sus esfuerzos hasta alcanzar, un minuto después que yo, la dicha y la locura, rodeadas de un griterío, frases sin sentido.

La segunda vez casi sucedió con un sol furioso que parecía vengarse del tiempo de las lluvias. Tal vez fue meses después de aquella clausura impuesta por los torrentes de agua. Ahora si había un culpable: el jeep se negaba a funcionar y los días claros, las noches tibias se sucedían marcando mi inquietud, mi nostalgia por el Chamame. Eufrasia nunca uso el recuerdo de aquella tarde lluviosa para alterar su condición de sirvienta. No lo hizo con la mirada ni con la pobre sonrisa. Seguí siendo, hasta el final, Patroncito o Don Chon.

No creo que yo haya tenido la culpa de lo que provoque. Mi movimiento fue mas instintivo que consciente. Trato de excusarme pensando que fue un homenaje despersonalizado a la adorada condición de mujer.

Yo no sentía deseo por Eufrasia ni suponía otra visita a su dormitorio cuando ella paso a mi lado en alguna de sus tareas domesticas. Yo estaba leyendo una revista vieja. Casi totalmente distraído alargue un brazo, le di una débil palmada en las nalgas y escuche de inmediato un resto de su risa.

Muy poco después secreteo desde su puerta dos veces patroncito y finalmente, como eludiendo confianzas, Don Chon.

Me volví y allí estaba, de pie, sosteniendo con ambas manos una bolsa que le tapaba la cara. Viejo juego infantil que hacia mas dolorosa su aceptada humillación. Esta aceptación era antigua de muchos anos; había sido impuesta a su raza por la barbarie codiciosa de los blancos. De modo que desprendí con dulzura de sus dedos la bolsa y le di un beso en la frente.

.-Perdóname, Eufrasia. Hoy no. Me siento mal.

En aquel marzo comprendí que mi inquietud, a veces tan vecina de la angustia, nacía por una larga ausencia de Elvirita.

2 de abril.

No iba a casa del medico solamente para retardar el embrutecimiento a que me condenaban la soledad y el alcohol. Eufrasia, cada día menos persona, atontada por la bebida – ¿me da un buchito, patrón? -, despistada para caminar hasta la ciudad nueva para visitar a Elvirita y buscar hombre. Desde mi rechazo a la segunda bolsa no volvió a insinuárseme. Así las charlas nocturnas con el doctor me devolvían al perdido mundo civilizado y yo las necesitaba, fuera o no a visitar el Chamame. Otras alegrías me llegaban cuando vencía la torpeza creciente y lograba agregar nuevas paginas a estos apuntes.

27 de abril.

Hoy fue un día de novedades. Una, ya me la había anunciado Diaz Grey sin darle importancia, como quien pregunta sin esperar respuesta: ¿cómo le va? Llegaron hombres vestidos de azul y, entre nubes de polvo que caían de paredes perforadas y muchas maldiciones y blasfemias, instalaron un tele-fono. Blanco como los que en el cine adornan los dormitorios de mantenidas caras. Después de los ruidos y cuando los instaladores se habían alejado por el camino que bastante tiempo atrás yo había conocido de tierra y ahora era carretera con suelo de asfalto, "cuando volvió el silencio, repito, sonreí al aire con tristeza y la débil rebeldía que yo había sentido crecer mientras iban cayendo, tan aburridas como yo, las fichas de los meses.

El almanaque en la pared, tan visitado por las moscas, adornado con dibujos de escenas campesinas, ya había envejecido o muerto y persistía en mentir con sus fechas nombrando días que ya eran difuntos anónimos enterrados para siempre en una fosa común.

Me burlaba suavemente del doctor Diaz y de mi mismo porque estaba seguro de que aquel teléfono blanco no estaba allí para que yo lo usara en caso de necesitar algo con apuro. Me lo habían puesto para que recibiera ordenes. Esto se confirmó a los pocos días.

Ahora anochece, estoy cansado de mi mismo y de todo el resto, me estoy emborrachando muy lentamente mientras mastico la segunda novedad del día, que no quiero ni puedo apuntar antes de tirar-me en la cama a la espera de que el sueño me traiga olvido.

30 de abril.

Recuerdo y apunto que unos días después de nuestra primera entrevista el turco me dijo:

– Estoy esperando aviso. Le voy a prevenir con tiempo. Antes tengo que comprar mas oro, que las monedas van escaseando y no quiero que, por un desengaño que van a creer estafa, el pobre turco Abu aparezca tirado en un zanjón con un agujero en la espalda. Lo que nunca pudo ni podría hacer el Aniceto puede hacerlo un negro borracho y hambriento. Total, tenemos poco mas de una hora de viaje. Estese atento y no le diga nada al doctor. A el no le gusta que se mezclen tareas del mar con las de tierra. Yo le debo favores. Le puedo ir contando en el viaje. Y un chiste: mi enfermedad de tanto hablar tiene nombre. Creo que se llama algo así como hiperlabia. Y lo que mas bronca me da es que, según me han dicho, ataca a las hembras cuando andan calientes y no tienen con quien.