Hasta que un día, a mitad del día, paro un coche pequeño frente a la casona. No llevaba mas pasajero que el chofer. Un adolescente con cara de niña tan hermoso que podía convertirse en tentación.
Llamo con la bocina y cuando me asome dijo, lo bastante rápido como para impedir respuesta: «Usted es Carr. De parte del señor Abu, que esta noche a las diez en el Brausen ».
Dio marcha atrás hasta el puente nuevo, giro y fue aumentando la velocidad para regresar a Santamaría Nueva.
Fui en un jeep y encontré el bar que llamaban Brausen. Se me ocurrió que los sanmarianos andaban escasos de apellidos. A las diez en punto el turco estaba riendo con uno de los mozos del bar. Me dio las gracias por ser puntual y me dijo que todavía teníamos tiempo. Dijo: «Tome lo que mas le guste. Aquí tienen de todo desde que le cambiaron de nombre y entró dinero para reformas.' Algo puse yo. Y no me va a creer pero no lo hice solo por lucro. Cuando esto era un boliche impresentable, el viejo Berna, aquí solía parar un compinche muy querido y que andaba esquivando la pobreza. Supe o me dijeron que por fin le vino la buena racha. Ojalá. Usted comprende que los nombres no se dicen».
El viaje fue larguísimo y, al recordarlo, siento como una interminable acumulación de horas, porque el turco, al volante del Mercedes, no olvido que padecía de lo que el llamaba hiperlabia y ni siquiera semáforos o peligros de cheque podían enmudecerlo.
Santamaría Nueva podía considerarse como una verdadera ciudad. Hijos y nietos de los colonos suizos del otro siglo habían trabajado para que así fuera. Y, mientras trabajaban, se enriquecían y creaban familias súper católicas y puritanas que eran poderes que se respetaban sin objeciones.
– No tan puritanas -decía el turco Abu-. Yo no las llamo puritanas. La mugre abajo de la alfombra. Y agrego pecados sin castigo: aunque no se lo crea y jamás nadie lo pruebe, hay dementes, alcohólicos, drogados, con su ayuda indirecta, incestuosos, ninfómanas, estafadores y toda clase de pestes que se le ocurran.
Para mi fue un llamado de atención y se hicieron muy fuertes cosas que hasta entonces solo habían crecido como sospechas.
Después el turco dejo de lado sus revelaciones sensacionales o sus calumnias y el tema cambio. Ahora se trataba de el mismo, del turco Abu, su vida y sus milagros que cambiaron lo que parecía un insoslayable destino cruel en vida de riqueza.
Hubo una pausa y nos fuimos alejando de la pequeña Babilonia. La velocidad del coche iba cambiando el paisaje. Distinguí una serie de casitas blancas, idénticas, cada una con su pequeño cuadrilongo de pasto al frente. Supuse, adivine que lo llamaban césped. Luego campo de verdad, kilometres de tierra, yuyos y las inevitables vacas pensativas. El turco con-servo el silencio y fue suavizando la marcha. Atraco junto a una especie de caseta techada con paja seca. Había también una estantería con reloj de tictac ruidoso, botellas y vasos.
– Un descanso -dijo el turco-. No puede faltar mucho. El turco lleno dos vasos con un liquido transparente. Tal vez fuera aguardiente.
Se sentó y dijo otra vez que faltaba poco. Introdujo la mano en algún bolsillo interior y puso una carterita sobre la mesa. Estuvo examinando papeles, escribió pocas líneas con lápiz o bolígrafo. Yo dije: «Se nos va a quedar ciego. Aquí no se ve ni lo que se con-versa». Ignore por que se me escapo el plural.
– Aquí no se prenden luces -me contesto terminante el turco.
Después, casi invisible en la noche, hablo para si:
– Porque este es un trabajo que solo empieza de veras después que termino. Durante el viaje el aparato de refrigeración del coche llego hasta colocarme en la antesala de un resfrío, para decirlo en pocas palabras. Ahora, en las tinieblas de la casilla el calor me hacia sudar. Aguante callado. En realidad yo me había estado buscando aquella peregrinación hasta la frontera. Oí una risita del turco seguida de una tonta confesión, totalmente inadecuada.
– Yo no soy Abu ni Kalim, como también me dejo llamar por otra gente que conozco. Ni turco siquiera. Nací en lo que nombran Arabia Saudita. Ningún recuerdo. Casi puedo decir que recorrí escondiéndome los no se cuantos países de la región. También Turquía. Por eso lo de turco, que tanta gente dice turco -volvió a reír-. ¿Conoce el chiste del turco que recorría a pie los cascos de las estancias vendiendo baratijas?
Por cortesía negué conocer esa obra genial de la literatura oral mientras crecía mi preocupación por la amenaza de que el turco estuviera borracho a la hora señalada. Intente ponerlo lucido con una pregunta idiota:
– Perdone, ¿pero no hay por lo menos una patrulla destacada para impedir el contrabando?
La respuesta del turco me llego desde arriba sin ningún síntoma de embriaguez:
– Claro que hay patrulla, como usted la llama. Son una media docena y los tengo a todos en mi nomina.
Alguien rasco la persiana.
– En marcha-dijo el turco.
Afuera estaba otra sombra humana con las manos apoyadas en los hombros del ex Abu. Fui avanzando a ciegas por un terreno pedregoso hacia la Línea fronteriza que, según me entere después, era una estrecha calleja de arrabal.
Por un momento me fui enterando de oídas de lo que pasaba. Supe que estaba próximo a voces masculinas que habían abandonado un cuchicheo inicial para hablar descuidados, hacer algunas preguntas y dar ordenes. Supe que se nos habían acercado por lo menos dos camiones. Cuando empecé a distinguir comprobé que, tal como estaba previsto, en aquella noche no había luna; nos cubría un cielo encapotado apenas lechoso. Alguien dijo: «Ya están encendiendo el fa-rol». Y el turco contesto: «Entonces enciendan el nuestro y empiecen. Yo me aparto».
Ya no estaba cerca cuando comencé a ver lo que me había prometido.
Del otro lado de lo que llamaban frontera se inicio y se mantuvo una lluvia de fardos que se recogían aquí y se subían a los camiones. Pude ver que los lanzadores eran casi todos de color cobre y el sudor les hacia brillar los torsos desnudos. Me asombro ver que también había una mujer altísima con el negro pelo suelto, que tocaba las grandes tetas caídas. Cuando voló el ultimo fardo los negros brillosos alisaron frene-ticos el suelo con las patas descalzas hasta formar un circulo defectuoso que me hizo pensar en la pista de un reñidero de gallos. Sonaban palabras de una lengua que yo no entendía y el idioma universal de las risas.
– Dale ya -ordeno a mis espaldas la voz lejana del turco.
Vi que una moneda atravesaba el aire iluminada por los faroles para perderse en el primer tumulto, este aun débil, de los del otro lado. Después empezaron a volar y caer puñados de oro y el griterío se hizo salvaje. Apenas dejaban oír las quejas de los heridos. Me llamo la atención que, los que pude divisar próximo a las grandes tetas, le ofrecían siempre las espaldas. Mas tarde el turco me explico que aquella mujer algo sabia de pelear y que sus patadas en los testículos parecían de mula.
– Hace tiempo hasta tuvieron difunto. Pero el asunto se arreglo. Habrá observado que ninguno lleva armas, ningún cuchillito siquiera. .a
– Esto ultimo lo dijo con orgullo como si estuviera celebrando las buenas notas que traía de la escuela algún hijito posible.
Durante varias noches me basto cerrar los ojos para rever los movimientos furiosos o de calculada espera de aquellos cuerpos oscuros que se abrazaban o se rechazaban, golpeándose, dejándose caer al suelo para atrapar un pedacito de oro.
Aquellos movimientos sin pausas, que me ofrecieron los cuerpos ávidos, eran brutales y hermosos. En el silencio de la clandestinidad iban componiendo una música nunca oída y aun no escrita.
6 de mayo.
Solamente porque el semen parecía empujar en la vesícula, invadir los nervios, convertirme el carácter, trepaba en el jeep y bajaba o subía por caminos tortuosos hasta llegar a lo que llamaban ciudad de Santamaría y era, para mi, un pueblo provinciano, ni mayor ni menor que el tan lejano en que había nacido, jugado, sufrido por el desdén de mi primer amor hecho de palabras sucias de colegial.
Tan y tan distintos estos viajes a los de las noches de sábado, también tantos y tantos meses atrás, en que trepaban dos jeeps ocupados por los que fueron mis compañeros de trabajo y descanso, hora-dando el calor inmutable al amanecer, aplastando mosquitos y bichos extraños, sin nombre, con sangre verde; aplastándolos con manotazos mecánicos hasta que llegaba el sueno, la pasadera nada.
Ahora, en esta partida solitaria que estoy recordando, visite el Chamame, que fue en sus tiempos mezcla de restaurante y taberna y donde, a esta altura, solo servia para comer pizza, emborracharse, si uno tenia bastante dinero, con Presidente y rebuscar, en medio del humo, alguna cara de mujer no demasiado repugnante. Porque el viejo Chamame era una antesala del quilombo y la ley era un milico con machete, embotado como corresponde, bigotes, un uniforme que fue verde y tuvo todos los botones. La ley cuidaba que el mujerío no se impusiera en las mesas ocupadas por hombres. De suceder esto, muy rara vez, el milico hacia un esfuerzo y se desprendía del mostrador. Abría las piernas y recitaba:
– Date por presa por citación al vicio.
No ocurría entonces nada lamentable para quien estuviera mirando y escuchando sin costumbre. La ley regresaba sudorosa, con lentitud al mostrador; la mujer trataba de confundirse en el gallinero de sus hermanas y comenzaba a calcular esperanzas, el sueno de los veinte pesos que el día siguiente tenia que entregar a la ley patizamba, de donde conseguirlos en falso préstamo o robados. Porque, como entre fulleros, veinticuatro horas era el plazo marca-do por el honor o el miedo.
Al principio de la noche me había interesado su cara. Estaba sentada a una mesa lejana, y el humo del tabaco o de la marihuana parecía moverse como una cortina indecisa, mostrándola a veces. Visto y no visto. La de ella era una cara distinta, casi sin pintar, una cara ajena a las del mujerío del Chamame. Era distinta, extranjera, y me era imposible suponer, con probabilidad de acierto, que estaba haciendo en aquel lugar mierdoso, a quien estaría esperando. Pero yo masticaba mis preocupaciones, las mil preguntas que me inquietaban. Seguí bebiendo aquello que Autoridá llamaba whisky y que, aparte de quemar la garganta, alguna paz de adormidera daba.