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»El pobre Jeremías estaba muerto o peleando en la capital con los chacales de la abogacía, con los de la justicia que se ha cegado para no ver las atrocidades que se cometen en su nombre.

»Entonces, cuando una de las dos hizo sonar el timbre, me disfracé de médico con la bata blanca y abrí la puerta a la pareja. No abundaban los clientes. Y allí estaban: la más joven y rubia era la hija de Petrus. La había atendido años atrás, cuando era una niña algo rara. Se había clavado un anzuelo en un muslo. Me pareció rara porque apenas se quejó mientras la curaba. Después, ya mayor, la vi varias veces por las calles del pueblo. Siempre acompañada por Josefina que ahora, en mi consultorio, mantenía una mano abierta en la espalda de Angélica Inés, no para empujarla sino sólo para guiar. A pesar de que apenas era dos años mayor, siempre la estuvo guiando y lo sigue haciendo hoy. Como ustéd ya habrá supuesto, la rubia estaba embarazada y la morena pedía un aborto por razones de vergüenza social. Las despaché sin violencia y les dije que abortar era delito y que si conseguían hacerlo ayudadas por curandera, médica o lo que fuera, yo haría lo necesario para que fueran a la cárcel. Mentira, claro. Y además Angélica siempre me había sido simpática. Si, empezando por aquel encuentro con un anzuelo, tan difícil de sacarle sin mayor daño, que parecía tener inteligencia y maldad.

»Angélica se escapó con un arrebato de potranca pero unos días después Josefina empezó a visitarme y conversar. Nunca sabré si ya tenía pensado el final que tuvo la historia. Es muy astuta, con alguna gota de sangre india.

»Las visitas se fueron haciendo casi diarias a la hora de la siesta, que es una hora más larga y pesada en las aldeas. La mujer me fue diciendo muchas verdades que tejía con mentiras. Me aficioné, como desenredando hilos o cordeles o piolines que sujetaron paquetes y ahora nos desafían con nudos y enredos a que les devolvamos la rectitud que habían tenido antes de la habilidad de manos y dedos.

»Pero yo creía o fui creyendo que podía eliminar los nudos de las confesiones y terminar sabiendo eso que llamamos verdad. Y, además, era necesario imponer cronología al largo folletín que Josefina, hoy José, fue recitando. Imponiéndome paciencia y quitando dramatismos y lastima.

»No sé si ustéd ha tenido oportunidad de fijarse. La José tiene una dentadura espléndida. No parece que haya nacido en Santamaría. Y sabe como usar alegría, burla, provocación, oferta, desafío. Todo en pocos minutos.

»En fin, todo lo que ustéd quiera. Mejor dicho, lo que ella quiera. Este don lo puede usar en pocos minutos. Hay mujeres que nunca llegan a dominarlo. Bueno, también hay mujeres que mueren vírgenes. Lo he comprobado, con cierto asombro, en mi trabajo de hospital.

»Y si, dijo muchas cosas en aquellas visitas de las siestas. Algo que me alarmó. Que después del almuerzo lo que hacia Angélica no era sestear, propiamente, sino, como decía la José, era dormir la mona. Porque regaba la comida con vino y más vino. El viejo Petrus estuvo formando, año tras año, una bodega que me asombro cuando llegué a inspeccionarla. Bebidas tan finas que no correspondían a Santamaría. A esta especie de palacio lacustre, si. Era para visitas de negocios, para el intento de seducir a jueces, abogados, banqueros, prestamistas y demás recua. Así que Angélica bañaba el pescado con tintos Franceses y otras incongruencias que hubieran horrorizado a cualquiera de esos que llaman gourmets.

»Y así, mientras la José me hablaba, me iba rodeando con palabras para esconder su propósito verdadero y por entonces impresentable; la José hablaba, repito, y Angélica dormía borracha.

»Nunca me pareció que mintiera. Aquella franqueza exagerada la protegía de reproches y desconfianzas. Toda su charla ansiosa estaba hecha de respuestas a preguntas no formuladas pero que ella intuía que tal vez podrían llegar.

»Si, doctor, decía, antes de mayor de edad comprendí que por ganas y salud tenia que darle gusto al cuerpo. Pero siempre supe cuidarme, pregúntele a la Tota, así la nombramos pero no es verdad del todo. Le aseguro que también puede ser muy macho, que hoy es el boticario. Claro, también a ese me lo hice y hoy no puede negarme nada.

»Ahí comenzó mi sospecha. Tal vez no se tratara sólo de vino y alcoholes. Empecé a visitar la farmacia. Barthe ya no estaba pero le había dejado al mancebo, además del negocio, un inconfundible aire mujeril. Es que en estos asuntos acaban por emparejarse el que da y el que recibe. Pero el muchacho atendía cortes, con la bata entreabierta para lucir unos excelentes pectorales halterofílicos.

»Después de fintas, amenazas, negativas y juropordioses, le recordé suavemente que yo seguía integrando la Comisión de Compras del hospital. Y que, si seguía negando… También recuerdo que relaté, con la cara impasible, que para nada me importaba saber quienes eran sus proveedores porque yo no era alcahuete de la policía.

»Bueno, supe que proveía a la José casi semanalmente. Las dosis no me parecieron peligrosas pero si la frecuencia de las papelinas. Ahora se las administro yo. Pero la José necesitaba conocer el origen de aquel embarazo de Angélica Inés Petrus Zabala. Ese era entonces su nombre complete.

»Dijo la José: "Cerré todos los cuartos, son ocho, y no los baños. Mantuve un dormitorio para las dos. Siempre dormimos juntas porque ella, pobre ángel, tiene ataques de miedo con la noche y lo oscuro. Siempre conservé mi habitación de cuando yo era sirvienta, una de las sirvientas de los tiempos en que don Petrus contrataba y siempre había peleas para cobrar. Con decirle que hasta huelgas hubo y problemas de alimentación. Siempre dicen que todo se esta arreglando y que va a funcionar el astillero y también el trencito. En fin, veremos, dijo un ciego".

»"Pero, como le estaba diciendo, doctor, supe conservar mi refugio, esa parte de la casa que sigue siendo mía hasta que Dios Brausen quiera. Se sube por una escalerita al costado de la casa. Una escalerita que tapan hojas de hiedra y de un parral, creo. Por ahí me visitan mis amigos cuando Angélica duerme. Mi lema de la vida es vive y deja vivir, gran sabiduría que no respetan todos. Lo que si, como queda comprobado, es que no podía dejarla vivir a ella. Ni se cuando se produjo mi gran descuido. Cierto que yo ya sabía que ella no era santita de yeso. Después le cuento. Quiero que sepa que mi madre me quería para fregona pero don Petrus hizo contrato con una maestra que venía a darnos educación. Unos cuantos años vino; recuerdo que Ángela no aprovecho mucho por ser muy distraída. Cuando desapareció la maestra me entró la picazón de saber más y empecé a sacar libros de la Biblioteca Municipal. Y le digo que hoy sigo con los libros y la cultura.

»"Bueno, aparte. De santita nada. Sigo confesando y las cosas de la vida no me dan ninguna vergüenza. Siempre dormimos juntas, desde que puedo acordarme y hasta hoy. Y, como todas las muchachas, nos acariciamos. Quiero decir que aunque duerman solas, cuando les llega cierta edad todas las muchachas se tocan. También los varones pero, claro, no es igual.

»"Y si, todo hay que decirlo. Sin despreciar, en aquellas intimidades me di cuenta que ella era una fogosa muy brava y no alcanzaba satisfacción completa. Así que mi deber tendría que haber sido vigilancia severa. Pero inútil, doctor. A cada descuido una escapada. Fíjese que, aunque vivíamos como hermanas, yo era inferior. Podía suplicar, entienda, pero no dar ordenes ni ser vigilante perpetua. Yo también me digo: si a tu cuerpo no le das gusto el te dará un disgusto. Así que supongo que mientras yo estaba en mi cuartito privado ella hizo sus escapadas. No sé cuantas veces porque ella no es de confesar nada. Sospecho que sucedió con alguno de los muchachos que trabajan en el río. Los van cambiando cada año. Así que casi seguro fue con un gringo, lo de la barriga. Pero pienso que hubo cosas peores porque una vez vino como arrastrándose y hecha un trapo. Así es la vida, yo distraída en mis cosas y ella en las suyas".

»La verdad es que cuando se iba acercando la fecha del nacimiento del niño de padre desconocido, pasé preocupado muchos días. Según la sospecha de la José, el niño había sido engendrado por alguno de los gringos que habitaban la casona. En ese caso, el recién nacido tendría hermosos ojos azules. Pero mi temor se confirmó cuando vi que el bebe tenía esos ojos castaños característicos de nosotros sucios latinos viscosos.»

Díaz Grey me sirvió más coñac y terminó su copa.

– Bueno -dijo-. ustéd ya conoce el resto. Ella grito «usted no me gusta» y casi enseguida avanzo para abrazarme el cuello; riendo y besándome como si supiera besar. Nunca estuve enamorado de Angélica. La petición de mano que le estoy contando se realizó en esta misma casa enorme donde estaba apresado el frío de un otoño y donde el olor a encierro resultaba casi insufrible. Comprendí que la José la había aleccionado y la novia supo repetir algunas palabras de aquiescencia. Triste y cómica era la escena. Le repito que nunca estuve enamorado de ella tan alta y flaca cuyos muslos, se adivinaba, no superarían nunca la prueba de la moneda. Tan anémica y sin alegría de vivir. Tal vez se trataba de la maldita piedad que, según he leído, puede ser más fuerte que odio y amor. Yo imaginaba una felicidad inmediata muy sencilla: una gran chimenea encendida, cálida como un incendio, cualquiera fuera la estación y los dos desnudos mirando el fuego. Me sería indiferente que, hubiera sexo o no. Dependería de ella.

»Y así terminó mi farsa. Porque yo simulé enfrentar los argumentos de José y luego retroceder hasta claudicar consintiendo. Tenía mis razones para desear, sin imponer, el resultado de la entrevista. La José estuvo muy astuta y yo también.

»De modo que la José triunfó, me hizo llegar a lo que se había propuesto desde la primera visita al consultorio. Un juez borracho y mi gran amigo, el padre Bergner, nos hicieron marido y mujer en una ceremonia libre de curiosos. Nos instalamos en esta casa, que dejo de serme extraña, y conseguí con influencias un puesto de médico en el hospital que nos permitió subsistir en el día a día. A los tres, porque la José nunca se ha separado de mi mujer. Y así hasta que un tribunal lejano resolvió el viejo pleito a favor de don Jeremías Petrus. Vendimos la ruina que llamaban astillero y el pequeño ferrocarril por el que pago muchísimo dinero una de las tantas empresas de paja que el Vaticano tiene dispersas por el ancho mundo. Ahora, no paso de forense y de atender a mis amigos de la costa.»