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15 de junio

Este apunte debió ser escrito cuando recordé la noche en la lujosa con aquella mujer de la letra hache intercalada, del incomparable dominio lingüístico y de una inteligencia que mucho me superaba. Y que, como tuvo la habilidad de volver a perderse en otro mundo, en otra de las noches de donde había venido para hacerme dichoso y desaparecer, logró hacerse misterio y, por eso, inolvidable.

No quería hoy escribir una sola palabra que tuviera relación con ella. Pero vuelve y me obligó a pensar en otra forma muy distinta de ser hembra y apuntar algunas líneas sobre la patrona de la pensión que me cedió una lujosa, nuestra feroz y humilde Patrona. Pienso que los sanmarianos no podemos aspirar a más.

Corpulenta y mulata, con las trenzas gruesas y grasientas colgando duras a los costados de la cabeza como puestas para enmarcar la maldad de la cara, boca amargada, ojitos de piedra negra.

Esta patrona, siempre vestida de negro y sin adornos, tenia un largo pasado al que jamás aludía, un pasado conocido casi en detalle por Díaz Grey, que todo lo conoce y que no es imposible que sepa también cuales palabras estoy eligiendo al cumplir con mi deber casi escolar de garrapatear mis apuntes.

Su voz era la de un hombre con las cuerdas vocales castigadas por el alcohol; era cliente de la farmacia que fue de Barthe; el médico me había contado que la patrona estaba debiendo dos muertes sucedidas muy lejos, allá por el sur.

2 de julio

Este apunte lo escribí semanas después de otro muy extenso en el que intenté traducir confesiones del médico. Trato de resumir porque hoy me ha tocado un día de pereza. Angélica expulso el feto y se vio que era hembra. Casi enseguida la madre parió también su odio. Trato de asfixiar en la cuna a la niña cubriéndole la cara con la sábana. Una casualidad, un descuido del que nadie era culpable. Salvada la niña de la muerte por asfixia, meses después la José descubrió que Elvira mostraba huellas de golpes. Y escucho el llanto incoercible de la criatura hambrienta que la madre parecía ignorar. En una escena desagradable, Angélica grito algo así como:

«La odio y la voy a matar. Nunca me olvido de todo lo que me hizo sufrir cuando nació. Y, además, yo quería un machito.»

Estudiaron muchas soluciones y otra vez gano la José. «Se la dimos a mamá que la criara como hija pagándole fuerte el patrón, mes a mes».

Que Brausen, sea quien sea, me perdone pero juraría que la José, mensajera de la paga, distrajo muchos pesos para regalar «algunas zonceras» a sus visitantes de medianoche. Y otra vez perdón por sospechar que también Díaz Grey fue uno de esos visitantes. A propósito, nunca supe como eran en realidad las relaciones del médico con su esposa. Recuerdo que una noche me dijo que ella era ninfómana. Que había consultado con «médicos de la capital, especialistas en problemas del sexo, médicos de prestigio y de verdad, no pobres lavativeros provincianos como yo», y aceptaba el diagnostico de ataques ninfomaníacos recurrentes y nunca previsibles. Bovarismo, sentenció uno. Algo semejante a los ataques de petit mal. Y que el, cómplice con la José, se limitaba a que Angélica Inés tragara diariamente, sin saberlo, su píldora anticonceptiva. «No podría tenerla prisionera». Por lo demás, enferma o no, era una persona y le tenía cariño y deseaba que consiguiera sus pedazos de felicidad.

10 de julio

Anoche me vino el ataque y haciendo balance debo dar gracias. Sé que algo muy parecido lo leí en las declaraciones de una mujer casi famosa pero no puedo recordar su nombre. Tal vez las raíces de esta coincidencia sean distintas. Ella, ella y yo, él.

Esa mujer decía que su mayor felicidad consistía en lograr que la dejaran sola y su mayor desdicha que le impusieran la soledad. Pienso que el ataque de anoche no sólo fue causado por haber quedado sin compañía en la gran casona. Eufrasia y la chiquilina se habían ido, muy temprano mientras yo dormía, a Santamaría Nueva. Encontré al despertar a mediodía pan, tortilla y chorizos. También había sobre la mesa una botella de caña pero me contuve y no bebí. Tenía además unos cuantos libros de asesinos y detectives pero no me daban ganas. Hacia tantos meses que nada me llegaba de Aura, nombre que en otros tiempos expresaba nuestro cariño. Nunca sabrá cuanto la sigo queriendo.

Era un hermoso día soleado y después de comer me eché vestido en la cama grande. No para la siesta sino para mirar, bocarriba, inmovil, con las manos juntas sobre el vientre, la evolución del sol en el piso y en las paredes. Minutos, horas. El sol trepando y yo quieto jugando a la indiferencia. Nada que ver conmigo. Se fue acercando el crepúsculo y acabé por aceptar mi error cuando vi que el sol, ya casi horizontal, estaba lamiendo la reproducción de la cortesana del collar de gemas, tan gastada por el tiempo y sus mudanzas.

Y de pronto empezó. Como siempre, tan temida y nunca olvidada. En el comienzo yo pensaba mi nombre completo y lo repetía sin hablar, miles de veces, hasta que ya no era mi nombre, nada significaba. Pero como yo seguía siendo yo, tenía fatalmente que preguntarme quién es yo, porque yo soy yo y definitivamente no otro. Y la imposibilidad de pensarme, sentirme otro. Agregando que además ningún otro podría nunca comprender si yo tratara de explicarle este, mi ataque. Porque todo otro, conocido o imaginable, negaría serlo, afirmaría sin la más pequeña duda ser un yo. El suyo, y que se vaya al infierno.

Recuerdo que en Monte, hace años, traté de confesarle algo muy semejante a esto a un siquiatra de diván. Este medico de diván, muy inteligente y católico, no me dio un diagnostico pero si dijo a un amigo que yo estaba loco.

Debo dar gracias porque esta catarsis me vació a mí y volví a sentirme burlón e indiferente y sería la madrugada cuando tomé algunas copas de caña aunque varias veces había dicho nunca más.

Miré amanecer en el cielo y en el río y contemplé el eterno misterio verdinegro del bosque.

13 de julio

La pereza y los días fueron enfriando las frases de aquella mujer de una noche. Ya de mañana, eligió despedirse con una mentira. Me dijo que estaba viviendo en el hotel Victoria. Este es, por ahora, el último nombre que le pusieron al enorme edificio que, según me cuentan, fue en un tiempo un hotel caro y muy visitado.

Periódicamente se producían las quiebras, aparecían otros propietarios, se hacían reformas y se inventaban nuevos nombres que intentaban lograr el olvido de tantos fracasos.

Pero pude averiguar que la mujer que en el hasta mañana mintió llamarse Mirtha, nombre en el que era imposible insertar una hache, nunca había pisado el Gran Hotel Victoria.

Ella habló mucho entre las interrupciones que fuimos requiriendo aquella noche y mañana. Cada vez más alargadas y empeñosas. Pero me basta con el recuerdo y la tristeza del bien perdido. Lo que me importa es tratar de reconstruir sus frases. Aunque debo dejar escrita mi sorpresa inicial. Cuando empezamos con la batalla que llaman amor, vi, sentí que aquella mujer nada tenía que ver con las putas que yo levantaba del Chamamé. Aunque intentara no creer, era indudable que ella gozaba. No trató de engañarme con suspiros, gemidos, gritos sueltos o ahogados ni revolcando la cabeza en la almohada.

Me bastó mirar su cara dolorosa que sufría hasta alcanzar la fealdad. Aquel frenesí impúdico tan ajeno a la quietud paciente de las putas del salón de enfrente. Pensé que llevaría mucho tiempo de castidad cuando me obligó a cambiar la posición de mi cuerpo, se colocó encima y casi de inmediato dijo:

– Ay, Dios mío -mientras las lagrimas le mojaban la cara.

A lo largo del encuentro hice amistad con su triple oferta y fui gratificado con una sorpresa que me aumentó la furia.

Al apuntar esta ventura recuerdo que en mis experiencias comprobé que los perfumes femeninos se dividen entre los que me dan evocaciones marinas y los que me obligan a pensar en un cubil de fieras.

La falsa Mirtha era generosa con ambos.

Pienso que estas felicidades compañeras se dan pocas veces en la vida, sin haberlas merecido. Acaso porque el destino esta de buen humor.

Todo esto es muy hermoso pero ya no me excita. Mañana trataré de reconstruir y apuntar lo que ella me fue diciendo como si se confesara.

15 de julio

Tal vez este confundiendo los tiempos. Elijo este para Díaz Grey. La imposición del teléfono parió indignación y tristeza. Aquella blancura arrinconada me estuvo recordando que no había en el mundo ninguna persona a la que yo deseara llamar.

Y cuando el aparato sonaba lo sentía como un zumbido entrecortado que perforaba el aire, sólo para retirarse después de las palabras escasas.

Era siempre Díaz Grey y hablaba como temiendo que un tercero escuchara.

Una vez por semana al menos, pero nunca en día fijo. Pienso que el hipotético pinchatelefonos quedaba defraudado porque nuestras conversaciones eran siempre variantes de este modelo:

– Hola, Garr. Quería invitarlo a robar un malta si no tiene algo mejor que hacer (aquí reía simpático)

– Caramba, doctor. Pensaba masturbarme. Ya sabe ustéd que Onán…

– Que se joda don Juan. A las nueve. Lo del malta va en serio.

Me unía a las toses del jeep y a las nueve subía la escalinata de la que el llamaba la locura de Petrus. Tal vez sin saberlo, recordando a mi amigo Almayer porque había descubierto o encontrado el quiosco librería del viejo Lanza.

15 de agosto

Recuerdo la primera visita de mis amigos los camioneros. Bueno, la amistad se fue haciendo en sábados sucesivos. Yo estaba leyendo un libro, cualquier policial vetada por Lanza. Para mí, el silencio era total con excepción, tal vez, de la serenata del grillo cuyo escondite en el dormitorio nunca Tra pudo descubrir. Y vuelvo al primer sábado. Nada oí pero mi perro se puso a gruñir. Yo esperaba y temía los ladridos pero éramos tan amigos, nos queríamos tanto que me basto hablarle y acariciarlo para que se sosegara y volviera a los pies de la cama. Sentí que ya pesaba mucho, que había perdido la felicidad inquieta de sus días de cachorro pero conservaba la felicidad de seguir ignorando que algún día iba a morir. Ahora yo también estuve distinguiendo los ruidos de la descarga y la vigorosa mala palabra de algún camionero que se había golpeado al bajar del vehículo. No hicimos caso y tratamos de dormir. El lo consiguió o fingió el sueño para complacerme.