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17 de agosto

Los sábados y domingos se inician con pequeños ruidos que no llegan a despertarme pero van debilitando el poderío de mi sueño. Es Eufrasia que se esta vistiendo para su viaje a Santamaría Nueva. Hace compras, encuentra amores o los reencuentra, visita a los padrinos de Elvirita y vuelve los lunes para aburrirme con el relato de las novedades que surgieron en las vidas de tanta gente estúpida que ella conoce y para mí no pasan de formar un grupo gris, desechable y anónimo. Pero también hablo de Elvirita creyendo que la conoce y que mucho sabe de sus andanzas.

Pero para mí basta con que me la nombre y me tolere, sin saberlo, inventar curiosidades distraídas para decir a mi vez el nombre de la muchacha. Pero, antes de sus regresos de los lunes, yo viví dos noches que los anteceden.

Ahora soy amigo de los visitantes de la noche. Soy amigo del camión, del hombre que lo conduce y nunca baja ni había, de los dos tripulantes que no son siempre los mismos y también amigo ignorado de la mercadería que a veces ayudo a cargar hasta el galpón. Tra siempre agradecido al movimiento de las cosas, agitando el rabo, festejando con débiles ladridos que me parecen risas de bienvenida.

Tal vez mis conversaciones con los tripulantes, aunque debería decir con el que capitaneaba el viaje, fueran siempre iguales a través de semanas y meses.

– ¿Que tal, buen viaje? -yo.

– Sin novedad -él.

Este era un hombre corpulento, rubio pelirrojo con una invariada camisa a cuadros, robada sin duda de alguna película en colores con tema del Lejano Oeste. Aquella camisa, siempre semiabierta en el pecho, era como su uniforme y no vestía otra cosa así las noches fueran calurosas o heladas. Cierta vez le ofrecí un trago de una de las mejores botellas de las que le regalan al doctor pero se excuso.

– Yo, a lo mío -saco una petaca del bolsillo trasero del pantalón y bebió sin invitarme.

Cuando termina la descarga y el camión se aleja, cumplo con mi tarea nocturna y llamo por teléfono para repetir las dos palabras tan avejentadas por el uso:

– Misión cumplida.

5 de septiembre

Alguna vez, movido por una tortuosa forma de la cobardía, por eludir sin comprometerme, por la vieja tentación de zambullir guardando la ropa, mascullé ante Díaz Grey un indeciso remordimiento por estar participando en repartir decadencias y muertes.

El medico me desconcertó diciendo:

– Un drogadicto, como un alcohólico, es un suicida. Esta ejerciendo su derecho indiscutible a practicar un suicidio al ralenti. El alcohol no esta prohibido porque los gobiernos son socios de los fabricantes. Cobran sus ganancias mediante impuestos. Lo mismo digo del tabaco. Cuando prohíban el suicidio renunciaremos a los camiones.

No exactamente con estas palabras fue lo que dijo. Al despedirme me regalo un libro llamado El mito de Sísifo. Hace unos días empecé a leerlo.

18 de julio

Escribo y repaso esta fecha con el bolígrafo último modelo que compre en el tinglado del viejo Lanza. Es una fecha que me gustaría tenerla inmóvil durante la farsa de los días que se acumulan y reclaman su lugar y desean sustituir y ocupar vacíos el sitio que encabezan estos apuntes.

El viejo Lanza, condenado a morir por la enorme tristeza que le imponía la ocupación de su patria por militares, curas y estraperlistas. Es cierto que la ola sucia ya había remitido años atrás. Pero había aventado la aldea del viejo Lanza, su rincón, sus costumbres, tal vez su vaca, la maestra rural y sus nietos, sus esperanzas sin ambición.

Mientras elegía colores de bolígrafos en el negocio del viejo Lanza, hombre inmortal que en realidad se llamaba España Peregrina, le oí comentar dulcemente burlón:

«Este azul le puede servir para todo. Fue del cielo, después lo robaron los cabrones, después volvió al cielo. El de cada uno. ¿Cartas de amor? -empujaba las lapiceras con un índice que tenía más nicotina que piel-. No desprecie este rojo que fue engaño como la muleta de un torero. Otro vendrá. Nadie sabe si en el mundo hay más sangre que hambre.» Yo sabía que tiempo atrás existió un diario llamado El Liberal así como otro titulado El Socialista que salía de vez en cuando y lo editaba el boticario Barthe. Ahora sólo se publicaban ocho paginas del periódico La Voz del Cono Sur.

No sé si esta charla con Lanza sucedió el mismo día que marcó la fecha que deseo respetar y darle una fugaz eternidad. La fecha señala el día en que creí haberme aproximado a la verdad íntima, casi total, de otro ser humano. Algún día volveré a Lanza. Ahora copio, infiel, la historia que me contó el medico.

10 de diciembre

Durante mucho tiempo hice apuntes de mis entrevistas con Díaz Grey. Los guardaba junto con los demás en una gran carpeta color vino, acordonada, que le había comprado al viejo Lanza. Una noche pensé que no valía la pena mezclar esos apuntes con los otros. Porque mis charlas nocturnas con el médico formaban una serie muy larga de lo mismo. Chamamé o no, mujer alquilada o no, mis charlas con el médico se reducían, por mi parte, antes de la aparición del turco y del cambio aparente de mi vida, a escucharle historias. Me fui haciendo escéptico y casi incrédulo, a medida que el iba poniendo en palabras sus recuerdos, y confieso ahora que llegué a sospechar que aquel hombre mentía – fabulador admirable – o que se trataba de un caso de senilidad prematura.

Aquel Díaz Grey, medico forense de Santamaría, no podía pasar mucho de los cincuenta años.

Pero lo cierto es que sigo recordando, y a veces apunte, una larga teoría de noches y sucesos. Trato de encadenar y voy escribiendo:

Creo que su mayor orgullo fue sacudir la Santamaría pacata contribuyendo en forma clandestina a que el proxeneta danés, cuyo nombre me dijo y apunte y perdí, se instalara en esta ciudad «donde gobernaban viejas beatas, empresarios gordos y militares nunca asomados que protegían la reserva espiritual de Occidente». Enumero, lento y absorto, como quien trata de dar palabras a un sueño ya muy lejano.

En el Concejo de cinco miembros, dos de un partido llamado conservador -aunque nada había conservable-, dos de un partido llamado liberal, aunque nadie jamás se puso de acuerdo ni se preocupo de dar un significado creíble a ese termino. Ante la amenaza prostibularia los primeros gritaron no, jamás. Los otros, tal vez sólo por molestar, aceptaban la instalación en Santamaría, por razones higiénicas que nunca fueron explicitas, de un prostíbulo, o sea lenocinio, burdel, putaismo, lupanar, mancebía o cualquiera fuera el nombre que proporcionaron tantas dichas de varones, antes de que las bravas muchachas en flor o en fruto agotaran en las farmacias las reservas de píldoras.

Los sustantivos arriba enumerados fueron vociferados en el Concejo, en el Club social y en los hogares sin macula conocida. El diario El Liberal a pesar de su nombre fue sabio, ignore la disputa y conserve lectores de uno y otro signo.

Pero había otro concejal, contó Díaz Grey con una sonrisa misteriosa y de leve triunfo. Creo que fue la única vez en nuestro millar de entrevistas que le sospeche algo de vanidad. El tema me interesaba porque pensé que existía otro prostíbulo en Santamaría, la nueva o la vieja, además de la fila de mujeres a la intemperie asediando, frente al Chamamé. Bueno, si, había otro concejal, el quinto, que decía ser socialista como podía haber asegurado ser monárquico.

Los sanmarianos lo votaban una y otra vez con buen humor. Tenían, es normal, una fuerte repugnancia por la profesión política. El concejal número cinco insistía en presentar cada año un proyecto que autorizaba la instalación y uso de un prostíbulo en Santamaría, aun no dividida en nueva y vieja. Era, según el medico, boticario, obeso y pederasta. No recuerdo el nombre ni que destino tuvo.

Me contó el médico que después de muchos tanteos diplomáticos logro que Santamaría pudiera enorgullecerse y avergonzarse de estrenar un prostíbulo.

– A mí sólo me movió el aburrimiento y la curiosidad. Y recuerdo que en aquellos tiempos me dió por inventarme dolores reumáticos y compre un bastón. Es indudable que este casi renguear y andar golpeando todos los pisos debe tener algún significado para cualquier sicoanalista. Nunca lo supe y nunca me intereso.

Y después de la gran victoria prostibularia puedo escribir con exactitud que todo el resto es confusión literaria. Demasiadas historias, tantas pequeñas aventuras para un hombre sólo vegetando en soledades provincianas. Perdí apuntes o nunca los escribí, por desconfianza.

Un vagar sin sentido comprensible por las arenas que rodeaban una casa, un infantil empeño en enterrar un anillo que debió estar unido a una historia amorosa y difunta; meses de drogas prescriptas y usadas por tres o cuatro personas que se fugan disfrazadas, sumergidas en la estupidez de cantos, músicas y sudores hediondos de un carnaval ya añoso; un adolescente empeñado en dar sepultura cristiana a un chivo maloliente; un promotor de lucha libre, viejo campeón ya vencido por combates, y el tiempo que resulta vencedor de un muchacho mucho más fuerte y joven sin que pueda explicarse por qué; y basta para mí.

De todo lo que fue recordando el doctor me reservé, como cosa tan querida que la hice mía, la imposible historia de una muchacha que por despecho…

Es algo hermoso y no quiero tocarlo con dedos fatigados y temblones. Será mañana si Dios quiere.

Había olvidado el nombre de la muchacha o quise olvidarlo porque presentí que no me serviría. No tuve que esperar mucho tiempo para saber que era necesario llamarla, por ejemplo y ya para siempre, Anamaría.

Solo nombrándola así me seria posible verla, acompañar sus movimientos, visitar con ella y su dolor calles, negocios, parajes sanmarianos. El destino la había golpeado, le escamoteó el hombre querido, al casi esposo, hundiéndolo con su yate en un mar cualquiera y de nombre ignorado, dejándole, tal vez con sarcasmo, nada más que la tristeza sin resignación. sólo aquel vestido de novia que se fue despojando de miles de vísperas felices. El vestido que permaneció para insinuarle el más profundo sentido de la palabra irremediable.