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Ahora la tengo, toda ella Anamaría, y la coloco por días o meses boca arriba en la cama. Pero en vano, siempre en vano. Es un cuadro y yo dispongo. Coloco el vestido colgado sobre el espejo de un gran ropero. Los tules y encajes velan impasibles caricias desconsoladas, y la gran desesperación que obliga a permanecer horizontales. Como si oprimiera el cuerpo de la muchacha, no se cuanto tiempo, hasta que aceptara la imposibilidad de corregir los pasados. Hasta que la demencia, irresistible y lenta, fuera trepando por el cuerpo extendido para arrebatármela, hacerla suya y convencerla de que era necesario ponerse el vestido blanco y recorrer, fantasmal y grotesca, calles y callejas de Santamaría.

13 de diciembre

Siempre pareció una perdida de tiempo hacer apuntes de los dos viajes que me llevaron y me trajeron del islote verde sobre, tal vez, el más traído de los ríos. También puede ser que lo haya hecho tiempo atrás. Pero hoy no tengo ganas de revisar apuntes viejos de muchos meses. Tampoco se porque me da por recordar y dedicarles más líneas que presumo no pasaran de algunas frases escuchadas con tanta indiferencia como mal humor.

Durante el viaje hasta el aeropuerto clandestino de los contrabandistas, pequeño aeropuerto por todo sanmariano conocido, y antes de instalarnos en la avioneta del profesor Paley, inconfundible por las letras y números pintados cerca de la trompa, el turco me fue diciendo más o menos:

– Para mí, que no pasa de susto. Todo se arregla pero no se sabe cuándo. Entretanto hay que no estar. Teman a ese milico con galones justo donde debía estar. Instrucciones claras. Cada vez que llegaba la hora señalada del camión él tenía que tirarse un pedo y alejarse persiguiéndolo. Nunca lo pudo alcanzar.

«Tanto si lo encontraba o no, había pasado tiempo suficiente para que el camión siguiera viaje sin que a nadie le diera por curiosear. Pero que hace el muy idiota. Cada ausencia le valía un millón. Limpito, sin impuestos. Y al muy cretino le da por los restoranes más caros, por vestirse como si fuera el mismísimo Príncipe de Gales. Desparramar fichas en el casino y convertirse en el rey de la milonga. Todo eso era más que descuido, hedía como provocación. Todo el mundo supo y comento. Y, claro, los milicos de arriba y muy arriba tuvieron que decir basta, no fuera que los salpicara a ellos. Aunque bien empapados estuvieron siempre. Y el imbecil, separado de cargo y vaya a saberse en que región remota estará dirigiendo un trafico de carretas y triciclos.

»Pero yo estoy limpio y si me lo estoy apartando de la chamusquina es a pedido del doctor, al que le debo grandes favores y respeto.

»Ahora permítame que pare el coche y le cuente un sucedido ya muy viejo. Nada tengo de loco, aunque ustéd piense que esta necesidad de contar aquello sea cosa de loco. Se trata no más de un recuerdo y a veces pienso que si me muero sin decirlo también se muere el recuerdo y para siempre. Se lo trasmito y me parece que es una manera de que esa tontería permanezca un poquito más. ustéd es libre de ayudar contándolo a otra persona. Claro que el mío se ira deformando pero siempre algo queda.»

Encendí un cigarrillo, el coche quieto contra una cuneta, y me preparé para escuchar una atrocidad, una vergüenza.

– Usted sabrá -empezó el turco- que los pueblos de todos los países no usan nombres científicos cuando se refieren a los órganos sexuales de macho o hembra. Para mi historia sólo interesan los de las mujeres. En Estados Unidos, por lo menos en Nueva York, se dice conejo o conejito o gatito, nombres con ternura aunque me desconcierte un poco cuando pienso en orejas. Y así. En España es cono, en Francia con, en Argentina concha, cajeta o papo según las regiones. Mi historia sucede en la provincia de un país tropical al que habían emigrado mis padres cuando yo era niño, país al que no pienso volver nunca. Allí el nombre es, o era, cotorra.

»La ciudad tenía un barrio alejado del centra y todas las casas tenían las paredes blanqueadas, y todas las casas eran prostíbulos que abrían después de las seis de la tarde y la historia, o lo que sea, sucedió en un mediodía de mucho calor. Yo tenía ya dieciocho años pero no había ido al barrio buscando mujer, sino que estaba allí para cortar camino en vía a cualquier sitio. Todas las puertas cerradas y las pupilas sesteando. De pronto llego a una puerta abierta y un canturreo. Ahora fíjese bien en lo que vi y escuché.

»Yo, un gran patio de baldosas coloradas, en el centro una mujer balanceándose en un sillón, ida y vuelta, vestida o no con una bata desabrochada que mostraba la tristeza de una teta caída, interrumpiendo la canción repetida para tomar tragos de la botella al pie del sillón hamaca para volver a cantar con su voz vieja y borracha:

Que me importa que me toquen la cotorra si eso me ahorra tocarla yo.

Una vez y otra, amigo. Aquello me pareció fuera del mundo, fuera de mis ojos y mi oído, irreal e imposible.

»Me quedó adentro y lo recuerdo seguro de que lo veo y lo escucho. Es fotografía, es un grabado, es la canción. Bueno, perdone. Siento que ya se lo di y ahora somos dos. Haga lo que quiera. Ahora seguimos viaje, que la avioneta espera.»

Agrego el turco:

– Y también, le confieso, soy deudor de ustéd, aunque en los hechos nunca le manifesté esa deuda. Pero me lo prometí a mí mismo. Y siempre me cumplo. Se trata de un asadón con fiesta. Así le decimos. Y ese asado estará esperándolo cuando lo tengamos de vuelta.

23 de enero

Lo que tengo que llamar mi casa es una habitación con cuatro paredes sin ventanas y con una puerta que da al pasto, a los arbustos y al no. Hay, afuera, una letrina en forma de prisma. El islero o isleño vive al fondo en una casilla de madera.

Mis riquezas son pocas. Tengo mesa y silla para escribir y comer cuando el tiempo impide hacerlo al aire libre. Hay un mamarracho con aspiraciones de biblioteca: los clásicos tres ladrillos en cada punta sosteniendo un tablón y otros ladrillos como sujeta libros. Una veintena supongo y de índole coincidente y curiosa. Volveré a esto. Y finalmente hay una gran biblioteca de verdad, de esas antipáticas con cristales que permiten divisar volúmenes prohibidos al mundo por un gran candado.

Imposible olvidar que tengo una hamaca por cama, que todas las noches son muy frías, que tengo mosquitero, muchas mantas y algo que llame edredón: un cobertor relleno de papeles picados. La cama hamaca tiene algo del imaginado perro que me gustaría para juegos y caricias. Cuando me muevo en la noche, la cama se balancea con su conocido vaivén pausado. Acá termina la enumeración de mis tesoros.

14 de febrero

Me da por sospechar que el islero intuye la existencia de dinero en mi cuarto o en mi cuerpo. La verdad es que, antes de la diáspora, envolví los billetes grandes en un pedazo de sabana y el paquete sigue apoyado, noche y día, contra los pelos del pubis, contra el sudor ya maloliente porque algunas noches el calor me obliga a desnudarme, siempre protegido el tesoro por el llamado edredón relleno de papeles que crujen quejosamente cada vez que me muevo.

Quisiera recordar o saber que significa la palabra, adjetivo, sinuoso. Porque el islero es sinuoso. Si me abandonara podría escribir que es hombre parco en palabras o de poco hablar. Pero no me abandono y confieso el absurdo de calificar de sinuoso su apenas interrumpido silencio. A veces sustituye palabras con gestos. Cuando me anuncia que la carne asada esta a punto, sus movimientos, su cara de piedra, invariable, también es sinuosa. Y, además de sinuoso, lo llamo mi hombre Viernes.

Sé que aprovecha mis sueños de borracho para visitar mi habitación y buscar el escondite del dinero. No trata de ocultar sus visitas. Un mediodía me desperté mirando las huellas de sus pies mojados por la llovizna o el rocío. Me hizo gracia. Muchas veces habrá usado mi sueño embrutecido para buscar en mi cuarto. Desengañado, ahora sabe que el tesoro está en mi cuerpo.

Anoto un pequeño incidente que me ocurrió ayer porque sin quererlo le atribuí un significado. Tal vez sucedió para clausurar algo o acaso para iniciar.

El dinero estaba seguro, lo sentía apoyado en mí reacordándome con burla antiguas presiones de nalgas de mujer; pero no era imposible que el islero hubiera robado mis documentos. Sin los papeles yo dejaba de ser Carr y si no era Carr no era nadie.

Me arranqué de la siesta que ya era torpeza y busqué la carpeta de apuntes escondida en la chimenea limpia y fría. Allí estaba y, al abrirla, comprobé con alivio que tres documentos confirmaban la existencia de Carr con mi cara inconfundible en las fotos. Pero, acaso por la alegría de no haber sido exiliado a la noche oscura de la nada, aflojé los dedos y los apuntes se desparramaron por el suelo. Cuando los recogí y trate de organizarlos sobre la mesa intuí que no les falta razón a los que dictaminan la inexistencia del tiempo.

Barajé con melancolía tantos días, meses y tal vez años confundidos, sin esa gradación cronológica que ayuda sin que lo sepamos a creer, débilmente, que hay cierta armonía en esta reiterada, incansable «persuasión de los días».

Claro que también para mí es perceptible mi contradicción. Al fin y al cabo esto no tiene más importancia que yo mismo.

Vi que casi la totalidad de los asuntos refiere a Santamaría y sus aconteceres. Y como, misteriosamente y sin ganas de confesarlo, lo único que verdaderamente me importa es esa ciudad, villa o pueblucho.

Así que para que seguir con estos apuntes hechos incongruentes al entreverarse. Tal vez regrese algún día de estos a esa ciudad condenada desde su nacimiento a ser provincia o, peor, a ser provinciana, que mucho me interesa sin llegar a quererla demasiado. Tal vez no demore el turco que hasta aquí me trajo en un viaje eterno y cumpla su promesa de redención. Entretanto tendré la sucesión de los almuerzos del mediodía frente al islero sinuoso que corta pedazos de carne junto a su boca con el filoso cuchillo de monte. Y no sé si piensa que hay dinero verde en algún lugar de mi cuerpo.