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Además, tengo aseguradas las borracheras que inicio suavemente al atardecer, a la hora en que los mosquitos pican enfurecidos. Dijo un amigo que sólo hay dos dioses, llamados ignorancia y olvido.

20 de febrero

Porque falta el islero que en nada es mío; más bien el resulta ser mi dueño ya que me da de comer; un pedazo de carne asado vuelta y vuelta que acompañamos con un vino muy malo tornado de la botella que adorna una etiqueta que muestra un racimo de uvas y proclama que el contenido fue hecho con uvas. Queda el misterio de la carne siempre fresca aunque la lancha del proveedor atraca para nosotros sólo un día por semana.

Y queda otro misterio. Me digo que por hoy basta. Estoy cansado y aquí las noches son muy frías.

22 de febrero

Adivino que algún día la humedad triunfará como reuma o ciática o cualquiera de las pestes que podrán asaltarme si esta escrito que llegue a la vejez. Por ahora todo va bien y puedo agacharme para sacar libros de la biblioteca tablón.

Y que felicidad divertida cuando leo esas obras de fin de siglo con pretensiones eróticas escritas siempre por Franceses que aspiraban a integrar la inexistente academia de autores malditos.

Estaba en mitad del cuarto hojeando un libro increíble hurtado a la biblioteca tablón y ladrillo cuando la maldita cosa me atrapo a traición. Frío en las vértebras y la aproximación de una muerte que sólo era cansancio. Pude echarme en la hamaca y boca arriba, recuerdo, me asaltaron las preguntas que nunca supe quien las hacia. Comencé interrogando quien soy, porque no soy otro y estuve repitiendo mentalmente un numero infinite de veces mi nombre verdadero, hasta que perdió sentido y lo siguió un gran vacío blanco en el que me instale sin violencia y era el ser y el no ser.

Nunca supe cuanto tiempo estuve esta vez prisionero de la cosa. Cuando quiso abandonarme quedé integrado en una noche fresca, con luna menguante y el rumor del río demasiado fuerte. Era una pequeña convalecencia para una pequeña enfermedad. Resolví burlarme de mí mismo y busqué el cajón con las botellas del mal vino y me puse a beber como un castigo, como cumplidor de una promesa. Al destapar la segunda botella recordé que una noche el medico había comentado, al paso y sin darle importancia, que mis manos temblaban.

Pero no fue el turco Abu quien vino a liberarme sino el mismísimo profesor Paley. Era una tarde en que todo el no era domingo. Llego en una lancha adornada con el banderín del club de remo, que atracó en el embarcadero y, mientras el lanchero quedó contemplando idas y venidas de lanchas y botes, el profesor se llevó al islero a mi habitación y charlaron muy largo.

A pesar de que muchos meses pasaron, puedo recordar sin esfuerzo la escena del encuentro. El islero sinuoso recibiendo al profesor como a un viejo amigo, muy querido y respetado. La sonrisa lacayuna desde peón a patrón.

15 de junto

De vuelta de la isla, los camiones siguieron funcionando normalmente.

Y me llegó el azadón con fiesta mediante una invitación telefónica del turco que casi era una orden. Pero me avisó que mucho lamentaba no poder acompañarme porque mientras yo disfrutaba del asado, tal vez cordero, en la punta Este de la frontera junto a las fuerzas anticontrabando, un piquete, todos buenos amigos y de confianza, el estaba obligado a pasar la noche trabajando en la punta Oeste de la frontera que estaría aquella noche desguarnecida de fuerzas policiales, puesto que los vigilantes estarían conmigo y muy lejos de negros y monedas de oro.

Así que llegó un jeep con un milico uniformado que me hizo una venia y una guiñada y nos fuimos a mitad de la tarde hacia el asado misterioso.

Me tocó una parte muy buena del asado y lo fui tragando con la ayuda de un vino muy seco y fuerte. En mi reloj era medianoche. Entonces, en nombre del terceto, el sargento señaló con el mauser la sombra a su izquierda y dijo: «Usted primero, como visita bienvenida».

Todavía no estábamos borrachos y los tres hombres permanecían serios, haciendo luciérnagas con las puntas de los cigarrillos.

– Ahí derecho tiene la casilla. Le aseguro que no hay peligro de salud. No se preocupe por nosotros. Tómese el tiempo que quiera. Yo voy ultimo porque quiero hacer dormida.

Todos serios y la noche sin luna, sin perspectiva de algo que pareciese amor, cuatro machos sin alegría ni impaciencia turnándose sin prisas para vaciarse en un coito al que era imposible adormecerle la animalidad con besos o caricias.

Enderecé hacia la sombra con casilla y al poco distinguí una luz mezquina y rastrera.

La puerta era una cortina de arpillera. Empujé con el codo y entré en el tufo que segregaba, tenaz, una pila de pieles de cordero. Del techo colgaba un farol de luz amarilla y en una cama estrecha estaba una menor de edad envuelta en un camisón de bordes grisáceos.

Dije buenas noches, tanteando.

– Buenas para usté -me contestó con una voz que era muchos años más vieja que ella. Avancé un paso con sonrisa y le miré los ojos negros, inmóviles en la cara flaca donde presionaban los pómulos. Y de pronto la reconocí. La había visto tantas veces y en tantos lugares distintos, siempre la misma, e imaginada sin esfuerzo en cualquier lugar del mundo. Era ella, inconfundible, aunque variaran los estilos de pobreza de sus ropas. Allí estaba, vieja amiga, vieja lastima. Estaba y sigue estando, idéntica, sin madurar, siempre renovada. Ella. A veces adelanta una mano que ofrece pañuelos de papel o aspirinas condones, caramelos, pastillas. Inmortal y ecléctica Si la jornada resulto tan miserable como su propia vida y presiente los peligros de un regreso a la cueva sin el fugaz escudo de algún dinero, también puede ofrecer en venta lo que propone la sonrisa turbia que jamás es acompañada por la permanencia del total desencanto, ya fijo para siempre en los grandes ojos inmóviles. A veces, desesperadas, las pordioseras sólo pueden ofrecer la desnuda limosna de sus manos sucias, rogando monedas, los ojos agrandados en la flacura de las caras, los ojos donde alternan el hambre y el odio. Le puse una mano sin peso en la cabeza y corcoveo rechazando.

– Déjese de toqueteos que yo bien se a que vienen ustédes. Mejor que se apure porque en una de esas me dejan sin asado.

Y entonces cometí mi error y le hice la peor ofensa que puede hacerle un hombre a una mujer, ya sea puta o no del todo.

El reencuentro acabo en fracaso. Imposible desearla; la había visto tantas veces, tantas veces en cualquier sitio, había querido, en vano, ampararla. Era la piedad, la jodida piedad.

De modo que le dije con una voz suave y amistosa:

– Mira, querida, lo que podemos hacer…

– Yo no soy su querida. Y claro que tengo mi querido, pero él es mozo.

Movió la cabeza y pude verle en la mejilla que había protegido la sombra una larga herida de uñas con algunos puntos que aun brillaban.

Pregunté y dijo:

– Fue que tuvimos con mi mejor amiga, que es la Mariamarta. Porque pensábamos en venir para trabajar las dos en una fiesta grande pero fuimos sabiendo que la fiesta se achicaba y entonces no había tarea para dos porque hubiera sido estarnos robando dinero la una a la otra. Así que peleamos cuala de las dos y hubo disputa y yo le gané y si ustéd me ve esta marca algún día verá que ella no se salió librada.

Le di la razón e insistí con la propuesta:

– Mira. Me dijeron que la tarifa era cuatro pesos. Te dejo cinco en la mesita y charlamos de cosas un tiempo para engañar a los milicos.

La mesita era un cajón de madera puesto vertical.

No recuerdo la primera palabra insultante que gritó. Si recuerdo la furia de los ojos y la boca. Renació el dialecto de la frontera:

– Eu no aceito limosna.

Se subió hasta el pecho sin pechos aun el borde del camisón mugriento.

Ya era noche oscura cuando la chica salió de la casilla y se acerco, odiando y cínica, al fogón, chorreando semen por las flacas piernas, para comer al fin pedazos de carne, después de tantos días de fideos hervidos.

3 de agosto

Quisiera apuntar, como un chiquilín malhumorado, hoy no apunto nada. Algo me están asustando los días con rostro invariable. La reiteración de días iguales, confundibles. Porque me confieso que me estoy confundiendo y no podría afirmar, por ejemplo, si fue ayer u hoy que escribí, un poco borracho, la carta muy cautelosa e invalida destinada a la mujer ahora llamada Aurora, ya no Aura, que nunca pondré en el correo porque hace tiempo que ignoro en que país esta viviendo, si es que vive.

Y no puedo asegurar que haya sido ayer que en el crepúsculo el sol se puso rojo y ese color duro tanto tiempo que me pareció una amenaza. Siempre se me entreveran los recuerdos o mejor dicho cuando, en que día sucedieron las cosas que quiero o tengo que recordar.

Bien sé que una noche de estas se llamara sábado y llegara el camión con dos muchachos y repetiremos, casi, las frases y las bromas de sábados anteriores. La única variante será enterarme de que extraño recipiente eligieron esta vez para esconder la mercadería.

Hubo juguetes, libros y hasta cocos.

Pienso en mis días y los imagino como placas de una mesa de juego que van cayendo unas sobre otras, todas del mismo color desvaído y valiendo siempre lo mismo.

3 de septiembre

Para esta distracción sin destino me pareció que sería más divertido escribir los apuntes con distintos útiles. Visite al Viejo Lanza y luego de escuchar muchas maldiciones contra caudillos, curas y militares, maldiciones iniciadas o interrumpidas por la palabra cono, le compré, además de las torpes novelitas policiales, una buena cantidad de lápices, lapiceras, bolis o lo que todavía no fue inventado, para ensuciar papeles.

De algún lado me llegó un vaso verde, jaspeado donde al lado de mi cama me muestran ofertas de colores, de posibilidades muy disputadas, de escribir apuntes que serían siempre sobre hechos futuros, nunca sucedidos. Apunto que a veces, entorpecido y deslumbrado por los brebajes de Eufrasia, los miro, acaricio apretándolos en manojo y les dedico una sonrisa pensando: ¿por qué no? Es muy posible que alguna noche pronuncie en voz alta esa interrogación.

6 de noviembre

Hoy recuerdo que durante el exilio en mi santa helena personal estos apuntes resbalaron y cayeron al suelo entreverándose. Los junté como pude y nunca traté de ordenarlos. Para hacerlo hubiera sido indispensable mirar fechas y sucesos: una tarea imposible para mí. Leer lo apuntado me resultaba no sólo desagradable sino también repugnante. Todo lo sucedido esta muerto y enterrado en el transcurso irrefrenable de segundos, minutos, en las horas superpuestas sin remedio a las que eran dichosas o tristes.