Miro la montañita de los apuntes y sé que no tienen destino. En la vida de todo hombre normal y maduro hay siempre una mujer lejana. Por la geografía o los días. Nunca volveré a ver a mi lejana. Si vive, pisa un punto de la tierra ignorado por mí. Y si llegara a producirse el milagro, ya marchito, del reencuentro, tampoco te ofrecería mis apuntes como lectura. Tal vez, Lejana, te mostrará el montón de hojas como una avergonzada y lastimosa prueba de que yo estuve viviendo en tu ausencia.
4 de marzo
Sí, hubo dos viajes y muchas frases. Pero puede ser que los anote otro día. Total ya son de un ayer muy largo.
Estoy en Santamaría, sólo en la gran casona que huele a humedad. Cuando me sentí descansado, me bañé, me afeité y me fui en el jeep atravesando un crepúsculo rojizo que anunciaba lluvia que no vino, a visitar a Díaz Grey.
Me recibió como si hubiéramos estado juntos anoche, como si la voz de alarma no hubiera llegado hasta el. Ahora tenía y ofreció un coñac Francés en copas adecuadas. Era una delicia mover mucho la lengua antes de cada trago.
Varias veces yo había visto en el gran escritorio una grabadora de bolsillo. Y cuando después de los bueyes perdidos me dijo que consideraba leal contarme muchas cosas (antecedentes, dijo), le pedí permiso para usar el aparatito. Me dió el sí con sólo encoger los hombros. Dijo:
– Ya tiene secas las pilas.
Dejé el aparato con vergüenza. Porque pensé que el médico iba a descargar aquella noche otro torrente de sucesos mentidos, siempre protagonizados por él. Pensé que para haber vivido tantas cosas se hubiera necesitado disponer por lo menos de dos vidas. En todo caso yo, pobre diablo, sentía envidia por su imaginación y su manera tan personal de narrar sucedidos que nunca sucedieron. Acepté con desengaño que, por más que me esforzase, yo nunca podría hacerlo. Y no digo conversando como lo hacía el sino mucho menos escribiendo. Pienso en estos apuntes que estoy resuelto a continuar nunca se sabe hasta cuando.
5 de febrero
Casi anocheciendo, en sábado y muchas horas antes de lo habitual, oí el ruido de un camión que se acercaba a mi casona. Salgo a la puerta y cuando me disponía a saludar y tal vez a ayudar en la descarga, el coche aceleró y muy pronto no fue más que un recuerdo. Llamé a Díaz Grey y me dijo:
– Ese es Garay, el tuerto. El muy cretino pensó que lograría escaparse con la mercadería. No irá muy lejos, yo me encargo. Pero complica mucho.
16 de febrero
Pasaron días y se me hizo evidente que el medico no deseaba hablar del camión fantasma. sólo supe por chismes oídos al chusmaje del Chamamé que el llamado tuerto, que no lo era, estaba ahora en purgatorio o infierno. El cuerpo apareció en un charco cerca del río. Según supe, muy suicidado.
4 de diciembre
Es curioso que en momentos de grave tristeza y de mil pequeñas nostalgias que se juntan para herir, nunca demasiado, mire el cuaderno en que apunto con algo de satisfacción absurda y ganas de quemarlo.
El que puse ahí no soy yo del todo.
Hoy hubo visita. Elvirita. Aspavientos de Eufrasia, bienvenidas hipócritas. Un beso como ausente en mis dos mejillas. Después silencio. Ella en la cama leyendo esa serie de casualidades que forman una gran novela, Los monederos falsos. Yo mirándole las piernas tan largas, que empiezan en unos calzados absurdos que se llaman botinas, todavía blancas porque el verano aun no llega. Y miro con disimulo las botinas donde las piernas nacen y van creciendo hasta unirse con esa fuente de mi pena de hoy, mi leve desespero.
15 de octubre
Hace unos días escribí sobre novedades. Dejé una sin apuntar y con razón porque estuve, o imagine haber dado un paso, una pequeñez, un algo, un alguito que me regalaba el destino para acercarme a las puertas de la felicidad.
La cosa es que yo estaba en mi vereda jugando con el perro Tra. Creo que cada día somos más amigos. Se que le agradan mi olor y mi compañía. Tra ha crecido mucho y me alarma un poco el grosor de sus patas. Nunca supe que atacara a nadie pero desprecia a Eufrasia simulando sordera y ojos de ciego.
Estaba molestando a Tra para divertirme con sus gruñidos de amenaza juguetona de modo que no pude oír los pasos a mi espalda. Dos manos me taparon los ojos y supe que eran de mujer porque no presionaban. Simplemente se habían posado en mi cara. Ninguna voz preguntó la estupidez: adivina quien soy. Temiendo que se estropeara la alegría que supuse, cubrí con mis manos las intrusas y murmure: «Elvirita querida».
Me enderecé para ella. Me ofreció la mejilla pero un temor me hizo besarla en la cabeza, en el pelo tan recortado que parecía cubrirla como un casco. Mis ojos estaban húmedos mientras cambiamos las tonterías de los reencuentros. Ella mostraba su sonrisa, para mí dolorosa, de adolescencia y salud. Tenía largas las piernas, tenía para siempre quince años, tenía algunos movimientos desganados con un leve toque másculino como si la naturaleza no hubiera terminado aun de imponerle totalmente una feminidad absoluta. La blusa de mil dibujos apenas insinuaba la presión de los pequeños pechos. Una cartera le colgaba del hombro y llevaba pantalones azules.
Recuerdo que me obligué vagamente a evocar a la niña cuando más de una vez tuve que cambiarle las ropas en ausencia de Eufrasia.
Era muy hermosa, los grandes ojos claros me mostraban alegría y un algo defensivo y desafiante y el cuidado de un secreto como todas las muchachas. Apenas era por encima de todo una niña puesta en el mundo para añadir dicha a los pesares humanos. Sin tener conciencia de su misión, le bastaba con ser y estar.
Al repasar estos apuntes me parece oportuno explicar el significado que, felizmente para mí, la vida me otorgó mostrándome muchachas. Esto acabo de escribirlo hoy y ya muy lejos de Elvirita, a la que sigo adorando. Hace tiempo un amigo que comentaba su vida matrimonial me dijo: «Uno se casa con una muchacha y una mala mañana se encuentra con una mujer a su lado». Sucede.
Es que el mundo, generacion va y viene, esta perpetuamente poblado por falsas muchachas. Hay muchas que nacieron no muchachas y nunca variará su condición, tan lamentable. Las muchachas legítimas al dar sus primeros berridos ya son esclavas deliciosas de su destino inmutable. Porque el muchachismo persevera y se mantiene exento de edades o peripecias. Es eterno, y la hermosura no es indispensable.
Fue otra la que sentenció, entre rosas y vino: Muchacha serás y agregarás belleza a este mundo.
Entramos en la casona. Yo detrás de ella, amando su culito inmaduro, rabiosamente apretado por el pantalón. Elvirita dejó la cartera entre botellas y vasos sobre la mesa grande y se puso a caminar examinando el estado de las reproducciones de pinturas. Las que ella había conocido en su infancia, recién llegadas y que fui pegando a las paredes. más de una vez me arrepentí del criterio empleado para la distribución. Nunca hice nada para corregirlo. Eufrasia había venido con ella y se había encerrado en su cuchitril. Tal vez estaba durmiendo.
Tra seguía a la muchacha olfateando las sandalias. Le daba la bienvenida con la cola. Me chocó la indiferencia de ella para con el animal.
De pronto Elvira abandonó la inspección y me dijo:
– Todo en ruina ¿no?
Me estaba defendiendo cuando le hable de la humedad de las paredes, de una corriente subterránea de agua imposible de secar. Pero ella no me escuchaba. Señaló con el pulgar a la cortesana picassiana que estaba a su espalda y sonrió con algo de melancolía y burla: «¿Te acordás?, ¿Tu novia, verdad?»
Abandonó a la cortesana y con un movimiento de cabeza señaló la puerta de la pocilga donde Eufrasia reinaba sin súbditos.
– ¿Es cierto que sos un alcohólico y que te vas a casar con eso?
No supe si estaba loca o decía una broma desgraciada.
Me reí un poco y ella seguía seria. Me tocó el brazo y nos alejamos de Eufrasia, de sus oídos. Salimos al sol y todavía caminamos, prudentes, unos pasos más. El Tra eligió quedarse echado adentro.
– Niña -dije-, ¿a que viene ese disparate?
Y fue así, en la esquina de la casona, de pie y muy cercanos, con desconcierto, incredulidad e indignación, mirándole la boca que decía, acariciándola mentalmente, como en un bautismo, con la dulzura de la palabra rosebud, que me fui enterando de como era Carr contado por Eufrasia. En mi vida no faltaron homúnculos que interpretaran con bajeza algún acto mío. Pero nunca había escuchado nada comparable a aquel Carr fabricado con mentira y bilis.
– Que la vida de ustédes era un verdadero martirio porque tu estabas siempre borracho y, cuando habías tornado una de más, le dabas palizas que casi eran de hospital y que la tenías loca con el asedio de que deseabas casamiento, pero ella no podía porque siendo menor, casi una niña, la casaron de obligación con un muchacho de familia bien y rica, siendo este muchacho de piel muy blanca, que leche parecía, pero hubo factores de parte de los suegros y todo terminó en separación y el esposo quiso consolarse recorriendo el mundo, que ya nadie sabe por dónde anda, que ni dirección dejó, así que ahora, aunque tenga que soportar imploración y castigo…
Elvirita no mentía y la mala fe de Eufrasia me pareció tintada de locura; ignoro si las muchachas legítimas pueden tener adenoides. Ella se interrumpía para respirar un rato con la boca abierta. Y su voz era apagada. Descansaba y hablaba hasta que nos llegó la orden insolente y grosera de Eufrasia:
– Elvirita, venga acá enseguida.
– Pero que mierda se habrá creído -estalló furiosa la muchachita y empezó a caminar, casi correr, hacia la puerta de la casona. Muy curioso, la seguí alargando los pasos.
Trato de recordar y apunto la escena.
La Eufrasia sostenía con la mano derecha una tira de plástico azulenco que hacia girar sobre la cartera abierta de Elvirita. Preservativos, reconocí, fracasado un impulso de equivocarme.