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– Condones -gritaba la mujer- y ni es sorpresa porque hace tiempo que me estaba sospechando que eras una putita que andaba con machos.

– Quién te dio permiso para revisarme la cartera, negra de mierda.

Se volvió hacia mí con una sonrisa forzada y dijo:

– Es que los muchachos son tan descuidados.

Así me convertí en el anciano padre bondadoso que todo lo comprendía y todo lo perdonaba.

– Cochina -gritó la Eufrasia con espuma en los labios. Dejó caer los condones y avanzó hacia Elvirita preludiando la bofetada. Pero la siempre muchacha fue más rapida. Sacó de la cartera una navaja abierta y retrocedió, afirmándose en las piernas.

– Si me llegás a tocar, negra sucia…

– Puta mentirosa -dijo Eufrasia. Pero ya no me pareció agresiva; más bien triste.

Con la mano libre Elvirita se oprimía el pubis.

– Esto es mío y de nadie más y con mi cosa hago lo que quiero.

– Elvirita, te has vuelto loca. No sos Elvirita.

La cara de la más joven parecía envejecida; no por el tiempo sino por un cinismo que le estaba incrustando una mueca pervertida. El muchachismo se le estaba desprendiendo como cortezas de un árbol.

El griterío atrajo al perro que ahora gruñía y mostraba los dientes sin decidir a cual de las mujeres debía atacar. Muchas veces repetí «tranquilo Tra», mientras le acariciaba la pelambre erizada. En aquel momento sentí que el perro podría ser una bestia peligrosa.

– Sí-dijo Elvira-, somos dos mentirosas. ustéd empezó a mentir desde que otra mujer me parió y yo le estuve fingiendo desde mi primera sospecha. Porque supe irle sonsacando al padrino. Pero mírese en un espejo y míreme a mi. Por Dios, dígame quien se lo va a creer.

Se puso a reír y estas burlas, estoy seguro, le dolían más a Eufrasia que los insultos. Dejo caer brazos y lagrimas y muy lentamente, arrastrando los pies, volvió a su covacha. Yo devolví los condones a la cartera y la cerré. Sin mirar, supe que la muchacha había quedado inmóvil y trataba de espiarme la cara.

Di unos golpes en la puerta de Eufrasia y entré. Estaba boca arriba en el jergón y seguía llorando sin ruido.

– Don Carr -dijo convulsa-, yo sólo quise hacer un bien. Me lo pidió el medico. Creo estar muriendo. El corazón.

Le tomé el pulso y le acaricié la frente. Todo normal. Salí cuando el llanto comenzó a ser estrepitoso.

Afuera no había Elvirita ni perro. Claro, tampoco cartera. Ahora podía revolcarse tranquila otras seis veces. La muy puta.

Pero me sorprendió saliendo de una esquina de la casona.

– Perdóname -dijo-. Fue muy feo y las cosas feas me asquean. No me disculpo pero te explico.

Muy despacio, con la mansedumbre de una ola arribando a la playa, asomó de nuevo su sonrisa adolescente.

– Disculpame, fue como una explosión que estuve reteniendo durante años. La navaja era sólo para defenderme de esa negra loca que te hace borracho y, de a poco, te va a convertir en un pobre hombre, en una lastima. A veces pienso en como eras y lo que yo esperaba que podrías ser. La navaja la llevo porque somos un grupo de chicas que hemos jurado muerte a los violadores que siguen violando con permiso de la policía y de los jueces. Reite si querés, pero atraparon a uno y le rompieron el culo con un ortopédico magnum y le cortaron las bolas y lo dejaron tirado en la puerta de un hospital. Y nunca aparecio el culpable porque, ¿sabés quién fue? Fuenteovejuna, todas a una.

11 de octubre

Más de una vez en mis visitas nocturnas a Díaz Grey tuve la tentación de contarle la anécdota de Elvirita y su banda de niñas antivioladores. Anoche lo hice sin decirle lo que sucedió con Eufrasia que se había repuesto tomando litros de infusiones de yuyos y se había marchado a Santamaría Nueva, no sé si para continuar la pelea, y provoque varias reacciones que me resultaron confusas. Me preguntó sobre las visitas de la muchacha a mi palacio de ladrillo y cemento. Quisó saber con qué frecuencia, aproximadamente, se producían; me preguntó por Eufrasia, buscando otro tema. Lo que dejó traslucir era si la madre de mentira estaba presente cuando venía la niña, como él acostumbraba llamarla. Lo que no se atrevía a preguntarme de frente era si yo me acostaba con la niña. (Que Dios lo oiga.)

– Siempre esta Eufrasia y con frecuencia tienen peleas muy cómicas -le dije haciendo esquives yo también.

– Sí -dijo el medico-. Pero ahora la pobre Eufrasia está en el hospital, yo mismo la lleve. Grave, ni mal ni bien.

– Sí. Ya lo sabía. Espero que se salve.

Hace mucho que pensé, y ahora lo apunto, que las frases que el médico pronunciaba tenían cara de poker. Tenía sobre el escritorio dos grandes cajas de bombones Cadbury y una botella de whisky del país de Gales. Anoche tuve la sospecha, alimentada por embriones de confidencias, por algunas frases que los whiskies de Gales hicieron escapar durante la charla, que canto Eufrasia como su niña visitaban la casa de los pilotes absurdos. Sobre todo que la niña estaba en contacto con Díaz Grey.

– Me preocupan esas fantasías de la niña. En eso reconozco a la madre. Esa historia es pura mentira o casi. Es cierto que unas muchachas asaltaron al violador y lo violaron. Pero no fue con un mágnum, me entristece que esa niña conozca ya que existen esas cosas, lo hicieron con una zanahoria muy grande, como las que exige el mercado. No le cortaron nada y el hombre llego como pudo al hospital. Desgarramiento, hemorragia muy seria. ¿Esta seguro de haber visto un cuchillo?

– Cuchillo o navaja, no distingo. Pero ella me lo estuvo mostrando con orgullo.

– En cuanto a lo de los condones, puedo asegurarle que se trataba de pura baladronada. No me pregunte como lo sé.

Sin palabras ni gestos el doctor ordenó silencio y seguimos bebiendo sin apuro.

20 de diciembre

Ahora, tan lejos y tan sólo como siempre, me obligué a escribir el final.

Tal vez lo haga por un oscuro, incomprendido deseo de venganza. Acaso para aliviar una culpa que no quise tener.

Aquí estoy nuevamente. Desnudo y no es literatura porque este verano es rabioso para los pobres y lo siento vibrar implacable contra el techo de chapas de la pocilga en que vivo.

Esta vez logré huir sin ayuda y dejé todo allá en Santamaría Vieja, lugar que estuve aprendiendo a querer. Cuando vi los uniformes moviéndose en las sombras verdes de mi bosque de enfrente, comprendí que tenia que escapar de un destino policial.

Ahora, sudando y tomando un vino retinto de Lorenzo, soy un pobre de solemnidad y un solo de solemnidad.

Y cada anochecer vuelve el recuerdo de los días ya gastados, de mi acto canalla.

Repito que no sé bien por que lo escribo.

Yo estaba sentado junto a la mesa; la tarde era tibia y yo, ahí en la casona, único habitante aparte de Tra, perseguidor de moscas siempre frustrado, yo escribiendo y saboreando lento un whisky irlandés, regalo del médico.

Hasta que el perro hizo un corto ladrido cariñoso. (A veces, cuando el recuerdo vuelve a doler y tengo unos tragos de más, culpo al sol por mi humillación.)

Estaba apuntando la confesión de Díaz Grey cuando algo se interpuso entre mi mesa y la blancura soleada del umbral. El perro ya había saludado la visita por sorpresa de Elvirita, Maria Elvira. Estaba quieta y sonriente en la puerta y la claridad apenas le tocaba las rodillas. No había sostén, creí ver el triangulo oscuro de la ropa interior. Un segundo apenas pero, cuando ella entró en el cuarto, yo ya estaba excitado con la locura indomable de mis lejanísimos veinte años.

Vino, me ofreció las mejillas para sustitutos risibles del beso y el olor de su cabeza. Le inventé perfumes de sudores y traté de sonreír tranquilo y paternal.

– ¿Siempre escribiendo tonteras? Si te diera por un trabajo en serio. Alguien anda diciendo que sos el primer historiador del villorrio.

Ahora la sonrisa, pequeña carcajada, sus dientes, el atisbo de lengua. Y como un reflejo, mi estupidez. Cuando uno esta deseando demasiado es fácil creer que el otro acompaña.

Mi beso fue desviado con un movimiento furioso de la cabeza y cayó sin ruido entre la oreja y el cuello. La muchacha dio un paso atrás.

– No te hagas el loco con ese olor a viejo que voltea.

Perniabierta y sonriente de espaldas al sol que hacia traslucida su falda y denunciaba el breve triangulo celeste, apenas oscurecido por la seda, que le había regalado, que en horas de soledad, deseo y celos yo había olfateado y lamido, me dijo: «Viejo querido. Voy en el jeep y vuelvo. A lo mejor, hago lo que siempre pensé hacer. Si me acompañas de alma, dejas de tomar y rompemos el gualicho.»

Supongo, desde mi ahora, que por un momento perdí la conciencia, la memoria, el mismísimo yo. Recuerdo que hubo otra corta risotada y que ella habló y yo no entendí. Oí después el ruido del jeep que se alejaba.

Recuerdo que me descubrí otra vez sentado frente a la carpeta y a la botella. Estuve bebiendo como odiando la bebida, como buscando matarla a cada trago. Hasta el atardecer y la sorpresa repugnante. No sólo repugnante fue la sorpresa. Tenía fuertes agregados de horror y demencia. Oí las palmadas y dije adelante y enseguida vi a Autoridá, a Tra embozalado, mudo, y a Elvirita, Maria Elvira, con las muñecas esposadas.

La bestia, ahora con su tan odiado uniforme de milico, dió un paso adelante y dijo:

– Aquí le traigo a la criminala de su hija y ustéd queda acusado de inducidor.

El odio me basto para casi gritar:

– Esa mujer no es mi hija.

Todo era extraño, casi irreal porque mi Elvirita ya no era la crueldad del olor a viejo. Estaba, simplemente. Sonriente, dulce, apenas caída de visita unas horas antes.

Supe que aquel milico estaba borracho o dopado o ambas cosas.

Siguió la bestia uniformada:

– Atención, exijo a su silencio. Formalmente, siendo aproximadas las quince y treinta horas esta delincuente sin entrañas fue sorprendida por la enfermera Sonia Matero, casada, mayor de edad y su edad de treinta y cuatro años, en circunstancias de intentar interrumpir la trasmisión de oxigeno mediante tijera aplicada al tubo que unía la garrafa con la carpa bajo la que mal respiraba su propia madre, señora Ufrasia, esposa de ustéd.

El hombre estaba loco y mi asombro, junto con una tentación de risa, me hicieron resucitar.