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– Se equivoca y puedo llevarlo a los tribunales por difamación y calumnia. La señora Eufrasia no es mi esposa. Es mi cocinera.

– En este país no hay más perro que el chocolate. El único tribunal es Usía y Usía me dio orden y permiso. Si no es o era su señora esposa es caso evidente de concubinato y puede caber un adulterio.

Maria Elvira seguía tranquila y sonriente, las manos con las esposas apoyadas en el pubis. En aquello que yo hubiera besado hasta morir y que continuaba ajeno e imposible.

No recuerdo que estupidez increíble vomitaba el demente uniformado cuando ella la atravesó con una voz clara y sin apuro:

– Perdóname, Juan. Perdóname por todo.

– Usté se calla -ladró Autoridá-. Usía me la declare estar sujudis. Secreto del sumario. No se habla.

– Esa mujer no es mi madre, ya le expliqué delante del juez.

– Silencio -grito la bestia y le golpeo las esposas buscando causarle más dolor-. Consultare con Usía y vuelvo por usté. Para mí, se trata de crinen pasional. Y usté como inducidor. Voy a destapar mucha mugre, muchas culpas.

Maria Elvira y Tra componían la traílla que arrastro hasta el coche negro y grande que yo no había oído llegar.

Por única vez el teléfono fue para mí. Llame a Díaz Grey para pedirle que me prestara un coche porque ignoraba donde podía estar mi jeep.

Aquella noche me instalé en el café prostíbulo esperando que llegara Autoridá para preguntarle por el destine de la muchacha. Pero el Chamamé era otro. Detalles. La noche iba creciendo y empujaba hacia el techo el humo y el olor de cigarrillos de marihuana. Ni noticias del milico. Las mujeres, ya no formando fila en la vereda, habían invadido con sus perfumes y sus risas las mesas y las letrinas sin puertas. No recuerdo a que altura encaré al juez para preguntarle por Elvirita. Demasiado tarde; ya estaba borracho y sólo contestó:

– La justicia sigue su curso.

Sentí que el mundo entraba en un final y le dije suavemente que se fuera a la raíz cuadrada de la putísima madre que lo parió.

2 de febrero

Apunto ahora, ya lejos de los sucesos pero conservando la angustia que siento que se adelgaza cono para clavarse mejor.

Dejé al juez en su mugres ruidosa y pensé que en el medico. Pero no había ninguna luz en las ventanas. Recordé haber oído que Autoridá afirmaba que su casa era una «verdadera cárcel preventiva» y que tuvo encerrados en ella a ladrones de gallinas, a críticos burlones, a otros por la sinrazón de un capricho. Pero yo ignoraba donde vivía la sucia bestia. En algún lugar de la ciudad vieja. Recordé el titulo de una película vista en mi juventud, Bailando en la oscuridad. Mis calles eran, cada paso más, silenciosas y ya de tierra. En la película se escuchaban fragmentos de uno de los dos blues que considero inmortales. Este era Saint Louis. Y yo era un pobre alucinado que se perdía entre los últimos faroles de suburbios nunca antes visitados. Y mientras, caminaba deseando cansarme y olvidar por agotamiento, ciego por la noche, esperando el milagro denunciador de la casa buscada. Iba sabiendo, descubriendo con maravilla que siempre, desde un pasado tan lejano que nunca existió, te estuve queriendo y esperando antes de que tu nacieras. Que durante toda mi vida mi amor por ti palpitaba escondido, debajo de alegrías y penas.

13 de febrero

Hoy es viernes y trece. Autoridá siempre me resulto hediondo; hace dos días que su mal olor guió a vecinos y policías de verdad para descubrirlo en su «Cárcel preventiva».

La mala bestia estaba muerta, con la garganta destrozada, Tra estaba también muerto, se cree que por balazos de la pistola del milico, y Elvirita no estaba.

15 de febrero

Pienso en Díaz Grey y se me ocurre que apunto o podría apuntar una elegía a dos voces, un paso de dos de un ballet bailado por un par de títeres. Trato de calmarme, bebo y reconstruyo un pasado que comenzó a serlo pocos días atrás.

Perro y milico muertos. Nada más por ahora. Mi Tra defendió y fue baleado. Pero no puedo apuntar que trato de defender. Porque no creo que Autoridá atacara. Pertenecía a la creciente legión que rechaza asqueada el perfume de mujer y disfruta con olores distintos.

Pero hoy, en este adiós, ya no debo mentir ni ocultar una vieja simpatía por los juegos lesbianos que, irremediablemente, la vejez hace grotescos. Pero, ¿acaso no son grotescas todas las formas envejecidas del amor sexual?

Antes de sentarme puse sobre la mesa el quitapenas que me regalo, mucho tiempo atrás, el medico. Pura farsa y tan estúpida. El revolver, que seguirá siendo virgen con sus seis balas, es uno de los objetos más hermosos, de más bello diseño que haya visto en mi vida. Lo admiro y pienso que contribuye con dignidad a prestar apoyo a la comedia que nunca se hará verdad. En la casona, que ahora sólo yo habito y hace enorme el silencio de las hojas marchitas y la guadaña de la luna menguante, sólo yo, escribiendo lento un epílogo que no puede ni quiere evitar su dosis de errores.

Trato de verlos como adherencias inseparables impuestas a machos y hembras.

29 de febrero

Muchos mejores años atrás, cuando yo era joven y creía en la redención de los hombres, las pulgas y los piojos, como escribió el poeta, leí un libraco del que sólo recuerdo el título: El contenido de una botella de tinta. Ahora, en esta noche tibia y sanmariana, me dispongo a escribir el contenido de botellas tres estrellas.

Ya no se trata de un apunte. Será una historia de extensión no predecible y cuya veracidad me sigue resultando dudosa. Pero fue, sucedió sin mentiras posibles y fue sellada con la muerte para ahuyentar así confusiones y remiendos.

Como debe ser o siempre sucede con disimulo, empiezo por mi. La matanza sucedida en la casa de Autoridá, llamada por el prisión preventiva, me provocó dolor por dos razones.

La compañía de Tra que me dio felicidad durante tantos meses y años, hasta el punto de sentirla eterna, llego a convertirme en el mejor amigo del perro.

3 de marzo

Pero ya apunte que yo, ahora, no soy exclusivamente yo. Tristeza y culpa hacen buenos mellizos. Dijo Díaz Grey:

– Parece que mi actividad forense culminó autopsiando a dos animales. Me resulta gracioso. Me preocupa la fuga de nuestra niña.

Me encajo el plural con una pequeña sonrisa que el quería cómplice.

– Comprenderá que durante muchas horas las pase esclavo del teléfono. Primero, llame al glorioso defensor de los limites patrios, el padrino, claro. Nada, sólo sirvió para que también el hombre tuviera su preocupación. Luego llamé a todos mis contactos en las dos Santamaría. Los legales y los otros. Y otra vez nada. No consta que ella haya cruzado ninguna de las fronteras. Pero alegre un poco esa cara. Fíjese que yo mismo estoy confiado. Conociéndola, estoy seguro de que anda escondiéndose por pura travesura. Muy pronto tendremos buenas noticias. Entretanto, como cualquier sufriente personaje de tango o de jipis, trate de consolarse.

Brindamos. Era un aguardiente de sidra dulzón procedente de Calvados.

Todo esto, y muchas cosas más, durante los primeros días que siguieron a la perdida.

Por entonces el médico se mantuvo idéntico al Díaz Grey de nuestra primera entrevista. Con criterio de funcionario policial podría llegar a conocerlo, a él y a su alma, escribiendo: altura mediana; cabello rubio, escaseando, griseando; ojos castaño verdosos; sin señas particulares visibles. Tal vez estos datos alcanzaran para que los milicos de las fronteras lo identificaran y le aplicaran alguna ley de fugas en caso de que el intentara huir de un peligro que yo estaba maliciando próximo, por esas cosas sin razón de las intuiciones que por algo son femeninas.

Pero yo sabía, y de ese saber ya no podía escapar, que todo lo que estaba respirando era una farsa gigantesca y sin sentido porque tanto Díaz Grey como las nostalgias que estaba compartiendo conmigo nunca habían sido lo que yo, forastero, llamaba realidad. Por inercia, por miedo a tropezar y sentir la obligación de sumar hasta el infinito dos más dos y quedarme tranquilo porque siempre el juego me confirmaba cuatro.

Aquella repetición que se iniciaba cuando el sol se hacía débil y anunciaba con lentitud un hasta mañana, que podía sentirse amistoso o burlón. Aquellos atardeceres que entraban en la noche acunando el velatorio que el médico y yo ofrecíamos a la ausente que nos aferrábamos en creer viva y tal vez próxima. Díaz Grey se conservaba siempre tranquilo y casi feliz. Alguna vez pensé: un tahúr con un naipe en la manga. Hasta que empecé a sentir que los gusanos del hastío se hacían viboritas y molestaban enroscándose en los tallos de las copas y en las historias, simples hilachas de recuerdos que nos íbamos ofreciendo, insistentes, miedosos de que él o yo confesáramos el cansancio, el para que seguir.

Yo pude y una tarde falte a la cita no pactada y estuve ayudando a que el sol enrojecido buscara escondite detrás de la isla de Latorre. Dicen que era o fue refugio o cuartel general de contrabandistas tal vez fantasmas o simplemente fantasmas. Dicen que los que se acercaron a su luz engañosa no volvieron. La isla de Latorre siempre conservó su misterio y no seré yo quien lo estropee. Si alguna vez existió un fundador y propietario, los mismos viejos que dicen haber vivido aquella gran inundación que bajo desde Brasil coinciden en sus visiones. Latorre era o había sido obeso, blancuzco, amadamado, tímido y bondadoso.

Pero no, esto no vale. La verdad es que sigo apartado de Díaz Grey y su entorno. Que me alimento con comidas enlatadas que pocas veces pongo a calentar, que algunos dolores soportables relampaguean de vez en cuando por mi vientre, que bebo un vino muy fuerte y casi negro. Y que sigo escribiendo.

7 de octubre

Ahora, libre de la amenaza llamada Tra, mi grillo hacia vibrar su violín casi sin pausas, convertido en una de las grandes y pequeñas mil cosas indispensables para que la noche quede constituida y aquietada en la sombra.

Hasta que a todos los desastres físicos de mis despertares se agregaron una media mañana los toques de bocina de un automóvil. Me lavé los ojos y salí. La maldita bocina ya no sonaba y al dar unos pasos me sentí un intruso en una escena domestica. La José, la morochona, estaba sentada al volante y la hija de Jeremías Petrus, rubia y a su lado, balanceaba una cara de muerta. La José me saludo con una exhibición de dientes muy blancos que debe haber durado una fracción de segundo. De inmediato ordenó a la otra que se ubicara en el asiento trasero del coche. La rubia gruñó quejosa y no se movió. Entonces la José, que se estaba acercando a la corpulencia materna pero en sus brazos desnudos no había grasa sino una musculatura casi hombruna, le dio un bofetón que sonó muy fuerte y su compañera lloró gritando y pareció regresar a la infancia empequeñecida y dócil. -Bien mansita, querida, ¿si? -dijo la morocha.