Lentamente, siempre llorando, Angélica Inés abrió la portezuela, bajó, abrió otra portezuela y se encogió en el asiento trasero. Ahora lloraba despacito, como un niño en penitencia. Subí junto a la José, que me dijo mientras hacia arrancar el coche:
– Perdone. Mire que si no fuera urgencia de veras no hubiera venido a molestar. Puede tomarlo como un secuestro con un buen motivo.
Dejo oír una carcajada corta, dije la estupidez correspondiente y avanzamos sin hablar durante un tiempo. Allá, cuando las aldeas de Pescadores estarían a nuestra derecha, ocultas por la arboleda, la mujer habló. Ahora ya no había llanto a sus espaldas.
– Tranquilo, no lo estoy llevando para un duelo. Pero es una gran desgracia y ustéd que, casi, es el único amigo del doctor puede ser que nos de una ayuda. Mucho la estamos necesitando y cada día va para peor.
Pregunté por Eufrasia, doña Eufrasia para la hija que no puso veloz la cara adecuada para decir:
– Pobre mamá, que nunca le dan el alta en el hospital. Siempre inventan novedades. Yo digo: si no tiene cura, mejor que la dejen morir en paz.
– Días atrás que yo ni sé, apareció el que le llamamos «dos veces» por el de la película. ¿Usté la vió? La de la Turner. Es que a Habib le decimos el cartero siempre se emborracha dos veces. Y así le quedó el nombrete. Vino y trajo una carta para el patrón. Sólo pude ver la estampilla y no la comprendí. Bueno, así empezó esta desgracia que usté verá y tal vez la explique.
Y por fin el coche se detuvo frente a los grandes portones de hierro ennegrecido con las enlazadas iniciales JP, cuyas puntas no movidas desde muchos años atrás se clavaban en la tierra. Subí la escalera, abrí la puerta del despacho y me detuve a mirar la desgracia anunciada.
Así como unos minutos atrás el rostro de Angélica Inés había retrocedido hasta un año de su infancia, la cara del medico, el cuerpo mismo y hasta su camisa suelta avanzaban hasta ese momento en que la vejez sólo ofrece desagrado.
Aquello ya no era Díaz Grey. Era un viejo borracho, impúdico, que alzaba la calvicie y los ojos aceptando resignado no comprender. La cara, también esta oscilante, parecía dominada por la piel que se apoyaba inclemente y antigua en la calavera que había estado vigilando y protegiendo desde el momento en que alguien, azotándole las nalgas, provocó el primer berrido de arrepentimiento. Y ahora la piel, razonablemente fatigada de su larga tarea, se aflojaba en descanso, se iba plegando para repetir las arrugas que sus hermanas habían impuesto durante siglos antes de dejar desnudas calaveras, cuencas vacías y buscar el total reposo de la gusanera y el polvo.
Pensé que aquello, todavía persona, se estaba momificando, era casi momia. Me examinó un momento y comprendí que yo seguía siendo nadie para él. Tenia delante una botella y un vaso. No reconocí la etiqueta. El casi hombre aquél me insulto con palabras muy sucias, palabras que nunca habría dicho mi amigo médico y llenó el vaso sin derramar, lo que yo hubiera creído imposible. Bebió toda su medicina o veneno sin respirar. Devolvió el vaso al escritorio y la cabeza se le fue derrumbando hasta quedar apoyada en la madera, rodeada por los brazos, repitiendo la actitud clásica de quien duerme una borrachera. Pero allí se agregaba algo o algos que no eran alcohol.
Me desconcertó aun más la sonrisa de labios plegados con que José, la morochona, acompañó su mirada a la cabeza casi del todo calva, abatida sobre el escritorio. Me hizo una seña con la mano y los tres pasamos a otra habitación que yo no había pisado nunca. Observé que Angélica Inés se movía trotando como un perrito faldero detrás de la mujer que la había obligado a disfrutar los placeres del masoquismo.
En aquella pieza confirme mi adhesión a la leyenda de un gran amigo escritor: «Cuando me presentan a alguien me basta con saber que es un ser humano para estar seguro de que peor cosa no puede ser».
Recuerdo muy claramente la entrevista en el cuarto que el sol iba calentando hasta el desagrado. Ellas en un sofá, enganchadas las manos, yo en una silla de respaldo alto y duro. Yo escuchaba y mis cabezadas aprobatorias coincidían secretas con los puntales de piedad e ironía que lograban mantenerme por encima del asco.
La José le dijo dulcemente a la otra:
– Nena, date una vuelta por abajo a ver si llueve y el año que viene me traes el informe.
Angélica Inés festejo la gracia con una risita.
– Si, mami. Pero lo prometido es deuda.
– A su hora, nena. Nunca te falle.
Solos, enfrentados, la José ensayó conmigo viejos trucos iniciales de seducción, desinhibida de la posible conciencia de estarse repitiendo.
Sonrisa que iba creciendo desde la timidez de un primer encuentro (es nada más que simpatía) hasta una húmeda blancura, muy ancha, desprejuiciada. (Puede interpretar como guste.) Pero sobre todo los ojos, espejo traidor de las almas, los grandes ojos que agrandaban «expectativas que nunca confesaré pero que tal vez adivinés». Y a veces una puntita de lengua quedaba olvidada entre los dientes.
No sé ni adivinaré nunca como se logra. Pero la verdad es que mientras estuvo hablando conservo la no confesada provocación ojibucal.
– Y usté ya vio nuestra desgracia. A la desgracia en que se abandona el doctor y que cae sobre nosotras. Aunque le parezca mentira, casi al borde del hambre de todos los días. Bueno, comprenda si exagero. Nadie puede negarle crédito a don Díaz Grey. Cuando vi el peligro me dije que los inocentes no deben pagar por pecadores y anduve recorriendo hasta acumular surtidos que bastaran aunque nos cercaran por meses. Los de la costa no nos abandonan aunque no sepan lo que nos esta pasando, pobres de nosotras. Y yo sé como manejar las luces.
Seguía creciendo el calor y yo miraba invitado o invitándome la viborita plateada que el sudor le hacia correr entre las tetas. Pensé en la tristeza caída de las de su madre. Pero toda aquella hembra la estaba traicionando y delataba trampa. Y hablábamos, elevábamos frases tontas que formaban una barrera que escondía el propósito. Hasta que ella, increíble, exageró tristeza y sonrisa. Se resignó para decirme lo que había proyectado desde que estropeó mi mañana con la grosería de los bocinazos.
Se interrumpió la gran confidencia porque el sol, todavía no ahuyentado, le ponía franjas en la cara y le molestaba los ojos. Dijo perdón y se levanto para clausurar la persiana.
– Comprenda mi desesperación porque veo acercarse el fin y ni quiero imaginar como será. Fíjese: cuando después de muchos años de bregar se hizo justicia y allá en la capital le dieron la razón al señor Petrus que fue más que un padre para mí y hacía que descansaba en paz. Pero déjeme dejarle bien aclarado que cuando el médico se caso con la muchacha no había todavía ningún fallo judicial favorable y nosotras, pobres como ratas, nos defendíamos vendiendo cosas que fueron quedando. Se lo quiero recalcar porque en este poblacho de porquería no faltara quien diga que el casamiento del medico fue un puro braguetazo.
«Yo supe siempre, en cambio, que fue un acto de gran nobleza y el hizo lo que debía hacer sin que nada lo obligara. Yo sabia, supe la verdad pero nunca quise forzarlo. Puede ser que algunas se me escaparan, insinuaciones. Y él, siempre cara distraída. Aunque ya supiera que la cosa no era discutible. Perdone si demoro a lo que voy. Pero yo siempre he creído que hay cosas que no tienen perdón del cielo. Bien me acuerdo, como si fuera hoy, cuando mi pobre chica quedo en estado y fuimos a ver al doctor Díaz Grey, ella lo reconoció y se fue disparando. Y él, claro, también recordó y mucho estuvo discurseando de moral y tribunales médicos. La verdad verdadera fue que aquella vez le era imposible. Quién le dice que no se le estuviera formando cariño y siempre pensé que, antes que el señor cura, fue Dios que los unió.
»Él, viviendo sin mujer, paseándose por las noches del pueblo, haciendo farsa con el golpeteo del bastón que no tenía utilidad y ella que se me escape justamente aquella mismísima noche y andaba buscando hombre. Después hice la comedia de echar culpa a un gringo de la represa, pero empecé sospechando y no demoré en saber.
»Pero la verdad es que no queríamos remover historias viejas que ya aventó el tiempo.»
Me causaba gracia ver como incluía a la pobre infeliz de la bofetada.
– Todo eso es pasado, le repito, y tenemos que enfrentar este presente que se nos impone. Porque cuando vino el fallo favorable después de todo lo que robaron abogados y jueces y los de las influencias, la chica única heredera fue reclamada para recibir el dinero, que valía más que hoy. Por esta ciudad se habló de millones. Yo no sé nada, sea lo que Dios quiera. El resultado fue que el doctor pensó más vale prevenir y todo fue a los bancos y a su nombre, creo que la casa no. Hay renta que siempre ha sido más que suficiente. Pero, la verdad. Si el doctor no firma, acá no entra una moneda. Llevo pasados muchos insomnios y se me ocurrió que había solución. Tal vez fue con ayuda de lo alto porque yo como mamá, la pobre, soy muy santera.»
Sé que algo tuve que decir para aliviar la impaciencia y el aburrimiento que iban creciendo. La hora ya era de almuerzo y siesta. Algo dije, volvía la lucidez cuando la mujer estaba diciendo:
– No soy profesora pero tampoco borrica. Se trata de que el doctor hoy es incapaz, usté pudo verlo y comparar. Ahora que esa incapacidad tiene que ser declarada por la justicia y entonces el declina la firma en la pobre esposa, como corresponde. Usté puede ser testigo imparcial junto, por ejemplo, con el doctor Rius, ¿qué le parece?
Me pareció, por lo menos, un par de cosas que no quise decir.
Pero le hablé de ordenes de jueces, de tribunales médicos, de la lentitud que imponía trepar una cuesta pedregosa y repugnante. Argumentó y suplicó, jamás en su nombre sino en nombre de la pobre chica de amargo e injusto destino. Pudo humedecer los ojos pero el llanto, comprobé, no seria nunca amistad suya.