Era como caminar remangándome los pantalones por temor de que se ensuciaran los bajos.
2 de mayo
Deseoso de apartarme de todo asunto que tuviera relación con el dinero, con incapacidades y codicias, con la tristeza irremediable de que el vasto mundo estuviera habitado por gente así, por gente como yo mismo, aunque me protegieran la indiferencia y el desdén, resolví enclaustrarme en la casona. La basura mundial sólo molestaba por una radio antigua. Pero era inevitable usar el jeep -quien es su dueño sigo ignorando- para buscar comida, visitar a don Lanza, hombre tan querido, para regresar con un montón de periódicos y algunas detestables novelitas que el llamaba mierditas policíacas. «Parece mentira que ustéd».
Sus ofertas de buena literatura chocaban siempre con mi obstinada negativa. Tiempo después me felicité por no haber querido enterarme. Escuchaba a veces las noticias de la radio y allí todo era igual a los periódicos. El horror de las noticias internacionales alteradas con la prosodia arrabalera de locutores y políticos. En los periódicos también brillaban joyas como «soles de justicia», «defensas numantinas» y los reiterados «dijo de que». Una gloria, pero yo no tenía ganas de festejar con alegres «pero qué animal».
En aquella mi paz y soledad los camiones llegaban y descargaban regularmente. Pero no pude disfrutar mucho de aquella pereza del alma.
Alguien estaba afuera aplaudiendo mis pensamientos. Aplaudía fervorosamente. Bajé a ver o insultar y allí estaba, sonriente y no muy borracho, Habib el cartero. Nada más verme intento una venia, me dijo doctor y se introdujo en la casona, que estuvo recorriendo como si imitara la vuelta del propietario. Terminó por sentarse en mi sillón repitiendo el título de doctor.
Apague las suciedades y bobadas de la radio y estuve un rato de pie cambiando sonrisas con Habib.
Nos estuvimos mirando un buen rato y sonriendo como si hubiéramos apostado quien de los dos mantenía más tiempo aquellas sonrisas de calaveras que nada significaban. No nos estábamos saludando ni burlando. Nada. Fue como un momento de idiotez en que él y yo nos miramos pensando conozco tu secreto. Pero no había secreto alguno aparte del secreto a voces del mal olor que rodeaba el cuerpo de Habib.
Por fin el cartero se levanto golpeándose las rodillas con las grandes manos.
– Dos cosas, mi doctor. Ya sé que no. Lo digo doctor por respeto. Oí ese ruido del gran comentarista deportivo. Ese hombre dice verdades de a puño. Le digo una de las cosas pero póngase cómodo y tomamos una copita si le parece.
Me moví, tomamos copitas crecidas del vino vomitivo que el acostumbraba tomar. Me llevó tiempo encontrar una botella entre las de cosas buenas, regalos de Díaz Grey y los compañeros de la costa.
Y estuvimos bebiendo y el conversando, entreverando idioteces. Lo escuché paciente sin preocuparme de entender lo que decía con el murmullo propio de las graves confesiones o los gritos del manejador de multitudes. Era un bicho muy raro, de una especie jamás extinguida y me interesaba observarlo. Por fin me alertó diciendo:
– Yo ahora estoy siendo dos. Y no quiero decir que ustéd me este viendo doble. Se respetar y respeto. Un domingo en el bar proclame declararme en huelga. Fíjese lo curioso del asunto. Único cartero y en huelga el mismo día exacto que no trabajo. Fue un clamor de los amigos pero no aflojé. Pero cuando me hizo llamar el médico para entregarme un recado, opiné que lo mejor era cobrar de cartero y convertirme además en empresa de mensajería. La parienta, de acuerdo. Así que aquí le traigo el primer mensaje. Saco un sobre de la mugre de sus ropas y me lo entregó.
Un sobre conservado milagrosamente blanco que llevaba el nombre de Carr dibujado con grandes letras azules. No sé cuanto dinero le di a Habib para que se fuera y leí en soledad y silencio:
Amigo Carr:
Unas líneas para decirle adiós y para tratar de disminuir una deuda a la que llamare, con perdón de la grosería, metafísica. Tal vez ustéd no me entienda y espero que no trate de adivinar.
Por un tiempo salió mi cabeza del agua, porque sí, sin ayuda de voluntad. Con límites, Elvirita era muy amiga suya y se empeñaba en la tarea, o nada más que en el deseo de salvarlo. Gran palabra con destino fracaso y muy femenina. Abundan ejemplos. Nunca la veremos. Hace unos meses ejercía en algún país sudamericano donde se turnan civiles y militares para robar y hacer creer que están gobernando. Estoy mirando la nada y allí no hay tradiciones ni moral ni moralinas. Perdón si daño. Basta decirle que ella se salteaba las clases y yo el hospital. Josefina cobró mucho dinero y cumplió callándose. No pensé, amigo Carr, que le iba a escribir una carta tan extensa. Arreglé con bancos y demás parásitos la situación económica de A.I. La morochona quedará muy contenta. Ojalá se la lleve una enfermedad muy larga.
D.G.
30 de agosto
Agonizaba otro invierno y no había necesidad de la ayuda de Santa Rosa para que asomaran brotes verdes en los escasos árboles que podía divisar en mis andanzas también escasas y protegidas por bigotes, barbas y melenas. Me limito a pasear para la compra de tabaco, novelas policiales, cada vez más malas, acompañando fieles la decadencia mundial de la literatura. Que se hicieron los hombres de antaño. Por desagradables razones de higiene me es forzoso visitar muy pausadamente el bulevar de los sueños perdidos donde los travestidos tratan de confundir a los clientes de gustos anticuados.
Y en este final de invierno llego la desconcertante carta que copio. El sobre era brasileño pero la carta, muy fatigada y con una gran mancha circular de culo de botella, esta fechada en Haití:
Querido:
Supe del suicidio. Acaso mi carta era demasiado cruel. No me disculpo ni culpo. No sufras si te digo que el perro Tra fue más mío que tuyo. Me acompañó hasta la puerta del Hospital y ahí estuvo tirado, lo echaban y volvía. Así hasta el escándalo. No se si algún día te llegará esta carta. Tu dirección, que hacés bien en esconder, me la dio la Diosa del Gran Vudú. La vida me sigue asombrando porque cada día me despierto más joven. Espero que también te asombre esta carta y sobre todo el color del papel en que esta escrita y que mucho trabajo me dio conseguir. Es un color de alma en declive, lo preferí a otro que era alma en subida y correspondía a un estado más erótico, digamos que más orgásmico. (Pero de orgasmo verdadero, no de aquellos que mi analista dice que no son los buenos). Bien se que a esta altura estarás desesperado por saber mucho del tema más importante del mundo, o sea yo misma, mi vida actual. Estos negros de los que te hablo es verdad que tienen una mezcla civilizada que los disminuye. Pero si añadinos a eso su diminuta herencia francesa, pueden dar… pueden. Los Franceses siempre se las arreglan para poder y ellos sumando las dos cosas alcanzan marcas olímpicas. Claro, yo simulo. Las mujeres sabemos como se hace. Hay que mezclar algún gritito y dos o tres -no más- palabras inteligibles. Yo, para estos casos suelo usar el copto y también el bengalí de la parte occidental del África central. Por supuesto usando las reales palabras que corresponden al momento. Por ejemplo REFRIENMA KIU KIU, que en copto significa «me matas» y también, si le agregas una g al final, «cuidado, puedes matarme». Esto por precaución ya que allí, llegado el momento, el varón te toma los hombros y te golpea la cabeza contra el catre, dependiendo la fuerza de los golpes de la fase de la luna. En general luna creciente golpe batiente y luna menguante golpe delirante. En fin, es antropológico de la primera a la última caricia y un poco secreto para el resto. Cuídate mucho y aquí va el beso que no fue.
M.E.
Miro mil veces el sobre donde no hay nombre de remitente. El matasellos del correo, verde y amarillo, dice Agua Branca. Eso esta en San Pablo, Brasil. La carta fue escrita en Haití, en un papel de color endemoniado, casi violeta pero no del todo. Un color escogido para dañar los ojos. También en esto reconozco a Maria Elvira. Alguien descubrió y dijo que hay colores perversos. Ya he aceptado que nunca sabré como pudo conocer Elvira, siempre muchacha, mi dirección. Aquí sólo la conocen algunos amigos de café y bar, ningún desfigurado fantasma del ayer, que los días fueron borrando casi del todo de esa parte de la vida que es la memoria. La mía.
30 de octubre
Ahora, definitivamente, para siempre en Monte, persisto en redactar apuntes porque absurdamente siento que debo hacerlo como cumpliendo un juramento sagrado que nunca hice pero que lo siento impuesto.
Podría haber traído mucho dinero y duplicarlo en este país donde no falta el cómo. Pero vine con lo suficiente para asegurarme un sueldo hasta la muerte, libre de trabajos, patrones y la compañía indeseable de colegas oficinistas. Libre de esta peste, gracias a Dios.
Vivo escondido aunque ignorado por las llanadas fuerzas del orden que no me tienen en sus prontuarios.
Me escondo porque aquí hay personas, sobre todo mujeres, cuyas caras y renuncias me niego a conocer después de tantos años. Por iguales motivos me disgusta muchísimo mostrarles mi cara de hoy, permitir que sospechen o adivinen algo de mis pasadas, pequeñas infamias.
Escribí la palabra muerte deseando que no sea más que eso, una palabra dibujada con dedos temblones. No puedo decir que el cuerpo me haya traicionado nunca ni haya reclamado venganza por mis malos tratos. Apenas, en esta etapa comienza a sugerir análisis, palpaciones, compañías químicas.
Sé muy bien que terminará rebelándose y que usará dolores de intensidad escalonada para obligarme a tenerlo en cuenta, justamente cuando ya no importe demasiado al mezclarse con hastío y resignación.
Otra vez, la palabra muerte sin que sea necesario escribirla. Hay en esta ciudad un cementerio marino más hermoso que el poema. Y hay o había o hubo allí, entre verdores y el agua, una tumba en cuya lápida se grabó el apellido de mi familia. Luego, en algún día repugnante del mes de agosto, lluvia, frío y viento, iré a ocuparlo con no sé qué vecinos. La losa no protege totalmente de la lluvia y, además, como ya fue escrito, lloverá siempre.