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Girándose con una de las lámparas en la mano, dio un respingo y soltó un grito ahogado al ver a Almandaragal en el rincón, erguido sobre las patas traseras y con los oscuros ojos, rodeados de protuberancias puntiagudas, clavados en ella. ¡Cualquiera diría que no lo había visto nunca! Sin embargo, el lopar ofrecía un aspecto atemorizador con sus diez pies de altura, las casi doscientas libras de peso y la piel sin pelo como cuero pardo rojizo al tiempo que flexionaba las zarpas delanteras de seis dedos, de forma que sacó y retrajo las garras, las sacó y las retrajo…

—En descanso. —Suroth le dijo la orden familiar, pero el animal abrió la boca y mostró los afilados dientes antes de tumbarse en el suelo con la enorme cabeza redonda apoyada en las patas como un perro. Tampoco cerró los ojos. Los lopar eran bastante inteligentes, y saltaba a la vista que éste confiaba en Liandrin tan poco como su ama.

A despecho de las temerosas ojeadas a Almandaragal, la da’covale actuó con presteza y cogió unas zapatillas de terciopelo azul, así como una bata de seda blanca con complejos bordados en colores verde, rojo y azul que sacó del alto armario de madera tallada; sostuvo la prenda para que Suroth metiera los brazos en las mangas, pero Suroth tuvo que atarse personalmente el cinturón y asomar bruscamente un pie antes de que Liandrin se acordara de arrodillarse y ponerle las zapatillas. ¡Pero qué incompetente era esa mujer!

A la escasa luz, Suroth se observó en el espejo dorado de cuerpo entero que había en la pared. Tenía los ojos hundidos y el agotamiento le había dejado marcadas ojeras. La cola de la cresta de pelo le colgaba por la espalda en una trenza floja, tejida así para dormir, y sin duda el cuero cabelludo necesitaba una pasada de la cuchilla de afeitar. Muy bien. El mensajero de Galgan creería que la ausencia de Tuon la tenía transida de pena; y no se alejaría mucho de la verdad. Sin embargo, antes de recibir el mensaje del general tenía un pequeño asunto del que ocuparse.

—Ve a ver a Rosala y pídele que te dé una buena tunda, Liandrin —dijo.

La boca pequeña y prieta de la da’covale se abrió de par en par al tiempo que los ojos se le desorbitaban.

—¿A mí? ¿Por qué? ¡No he hecho nada! —gimoteó.

Suroth ocupó las manos en atar más fuerte el cinturón para no abofetearla. Tendría que pasarse todo un mes con los ojos bajos si se descubría que había golpeado personalmente a una da’covale. Ni que decir tiene que no tenía que dar ninguna explicación a una propiedad, pero una vez que Liandrin estuviera completamente entrenada echaría de menos estas oportunidades de restregarle en la cara lo bajo que había caído.

—Porque tardaste en darme el mensaje del general. Porque sigues refiriéndote a ti en primera persona, en lugar de decir «Liandrin». Porque me miras a los ojos. —Esto último lo dijo con profundo desagrado, sin poder evitarlo. Liandrin se había ido encogiendo con cada palabra y ahora bajó la vista al suelo, como si así pudiera mitigar la ofensa—. Porque cuestionas mis órdenes en lugar de obedecerlas. Y por último, pero que es lo más importante para ti, porque yo deseo que te peguen. Y ahora, corre y dile a Rosala todas estas razones para que te castigue.

—Liandrin escucha y obedece, Augusta Señora —lloriqueó la da’covale, que por fin hacía algo a derechas, y corrió hacia la salida tan deprisa que perdió una de las zapatillas blancas.

Demasiado aterrada para volver a recogerla o tal vez para percatarse siquiera —y mejor para ella que fuera así— abrió la puerta y salió corriendo. Mandar a la propiedad a que la disciplinaran no debería despertar satisfacción, pero lo hizo. ¡Y cómo!

Suroth se tomó unos segundos para controlar la respiración. Parecer apenada era una cosa, pero mostrarse agitada era otra muy distinta. Se sentía muy molesta con Liandrin, la acosaba el recuerdo de las pesadillas y estaba rebosando de temores por la suerte de Tuon e incluso más por la suya propia, pero hasta que el semblante reflejado en el espejo transmitió una calma absoluta no fue en pos de la da’covale.

La antesala de su dormitorio estaba decorada al estilo chillón de Ebou Dar, con el techo pintado en azul y con nubes, paredes amarillas y baldosas amarillas y verdes. Aunque había reemplazado el mobiliario por sus biombos altos —todos excepto dos pintados con pájaros y flores por los mejores artistas—, ello no había servido de mucho para atenuar el abigarramiento del cuarto. Soltó un quedo gemido al fijarse en la puerta exterior que, al parecer, Liandrin se había dejado abierta al salir corriendo, pero de momento apartó de su mente a la da’covale y se concentró en el hombre que se encontraba examinando el biombo que tenía la figura de un kori, un enorme felino moteado, oriundo de Sen T’jore. Larguirucho y con algunas hebras blancas en el cabello, equipado con armadura de listas azules y amarillas, giró suavemente al oír los quedos pasos de Suroth e hincó una rodilla en tierra, aunque era plebeyo. El yelmo sujeto debajo del brazo lucía tres esbeltas plumas azules, de modo que el mensaje debía de ser importante. Pues claro que tenía que serlo si la molestaban a esas horas. Lo dispensaría. Sólo por esta vez.

—Oficial general Mikhel Najirah, Augusta Señora. El capitán general Galgan os saluda e informa que ha recibido comunicaciones de Tarabon.

Suroth enarcó las cejas a pesar suyo. ¿De Tarabon? Tarabon estaba tan seguro como Seandar. Empezó a mover los dedos en un gesto automático, pero todavía no había encontrado a nadie para reemplazar a Alwhin. Tendría que hablar directamente con ese hombre. ¡Arrodillado, en lugar de postrarse!

—¿Qué comunicaciones? —La irritación por tener que dirigirle la palabra endureció el tono de voz y tampoco hizo nada por disimular su estado de ánimo—. Si me habéis despertado porque han llegado noticias sobre los Aiel no me agradará en absoluto, oficial general.

Su tono no intimidó al hombre, que incluso se atrevió a alzar la vista hacia ella.

—No son Aiel, Augusta Señora —respondió con calma—. El capitán general Galgan desea informaros personalmente para que así tengáis todos los detalles correctamente.

Suroth contuvo la respiración un instante. Tanto si Najirah era simplemente reacio a comunicarle el contenido de esas nuevas como si le habían ordenado que no lo hiciera, aquello no sonaba nada bien.

—Conducidme allí —ordenó y acto seguido abandonó la antesala sin esperarlo; hizo caso omiso lo mejor que pudo de los dos Guardias de la Muerte que estaban plantados como estatuas en el pasillo, a ambos lados de la puerta. El «honor» de encontrarse bajo la protección de aquellos hombres vestidos con armaduras rojas y verdes le ponía la piel de gallina. Desde la desaparición de Tuon había procurado no verlos siquiera.

El corredor, jalonado con lámparas de pie doradas cuyas llamas titilaban, agitadas por las corrientes de aire que movían los tapices de barcos en el mar, se encontraba desierto a excepción de algunos sirvientes uniformados que creían que las reverencias profundas y las genuflexiones bastaban. ¡Y siempre la miraban a la cara! ¿Sería conveniente tener una pequeña charla con Beslan? No. El nuevo rey de Altara era su igual ahora, por ley al menos, y Suroth dudaba que obligara a su servidumbre a comportarse correctamente. Fue mirando al frente mientras caminaba; así no se veía obligada a ver el comportamiento insultante de los siervos.

Najirah —cuyas botas resonaban en las baldosas de un intenso color azul— la alcanzó enseguida y se situó a su lado. A decir verdad no necesitaba que la guiara; sabía dónde debía de encontrarse Galgan.