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Esta vez, las risas de Semirhage resultaron tan impactantes que cortaron de golpe las lágrimas de Suroth. La cabeza de fuego estaba echada hacia atrás y soltaba carcajadas divertidas a más no poder. Por fin recobró el control y se enjugó las lágrimas de fuego con los dedos ardientes.

—Veo que no me he expresado con claridad. Radhanan ha muerto, y también sus hijas y sus hijos. Al igual que la mitad de la corte imperial. No queda nadie de la familia imperial, salvo Tuon. No hay imperio. Seandar ha caído en manos de hordas desmandadas de alborotadores y saqueadores, al igual que otra docena más de ciudades. Al menos hay cincuenta nobles contendiendo por el trono con ejércitos en el campo de batalla. Hay guerra desde las montañas de Aldael hasta Salaking. Razón por la cual podrás disponer de Tuon sin correr el menor peligro y te proclamarás emperatriz. Hasta he contratado un barco, que no tardará en llegar, para traer noticia del desastre. —Se rió otra vez y dijo algo extraño—. Que el Señor del Caos el mando tome.

Suroth miró a la mujer boquiabierta, a pesar de sí misma. ¿El imperio… destruido? ¿Semirhage había matado a…? El asesinato no era una práctica desconocida entre la Sangre, Alta o baja, ni entre la familia imperial. Sin embargo, que cualquier otro pudiera llegar a la familia imperial de ese modo era aterrador, inconcebible. Ni siquiera uno de los Da’concion, los Elegidos. Pero llegar a emperatriz, aunque fuera a este lado del océano… Estaba mareada y tenía un deseo histérico de romper a reír. Completaría el ciclo, conquistaría esas tierras y después enviaría ejércitos para reclamar Seanchan. No sin esfuerzo, consiguió recobrar el control de sí misma.

—Insigne Señora, si es verdad que Tuon sigue viva, entonces… Entonces será difícil matarla. —Tuvo que obligarse a pronunciar las últimas palabras. Matar a la emperatriz… Hasta pensarlo era difícil. Convertirse en emperatriz. Sentía la cabeza tan ligera que creyó que empezaría a separársele de los hombros, flotando—. Tendrá consigo a sus sul’dam y sus damane, y algunos de los Guardias de la Muerte. —¿Difícil? En esas circunstancias matarla sería imposible. A no ser que se pudiera inducir a Semirhage a encargarse personalmente. Seis damane serían un peligro incluso para ella. Además, los plebeyos tenían un dicho: Los poderosos ordenan a quienes tienen debajo que caven en el barro para no ensuciarse ellos las manos. Lo había oído por casualidad y había castigado al hombre que lo dijo, pero era cierto.

—¡Piensa, Suroth! —Los gongs resonaban fuerte, imperativos—. El capitán Musenge y los demás se habrían ido la misma noche que se marcharon Tuon y su doncella si hubieran tenido la más mínima sospecha de lo que se traía entre manos. La están buscando. Debes poner todo tu empeño en encontrarla antes, pero si eso falla, sus Guardias de la Muerte serán menos protección de lo que parecen. Todos los soldados de tu ejército han oído que al menos algunos de los Guardias están involucrados con una impostora. El sentir general parece ser que a la impostora y cualquiera relacionado con ella habría que descuartizarlos y los trozos enterrarlos en un montón de basura. Sin jaleo. —Los labios de fuego se curvaron en una sonrisilla divertida—. Para evitar la vergüenza al imperio.

Quizá fuera posible. Sería fácil localizar un grupo de Guardias de la Muerte. Habría que descubrir exactamente cuántos había llevado consigo Musenge y mandar a Elbar con cincuenta para cada uno. No, mejor un centenar, para dar cuenta de las damane

—Insigne Señora, ¿entendéis que sea reacia a proclamar nada hasta tener la seguridad de que Tuon está muerta?

—Por supuesto —dijo Semirhage. Los gongs sonaban divertidos de nuevo—. Pero recuerda: si Tuon consigue regresar sana y salva, no me importará ni poco ni mucho, así que no pierdas el tiempo.

—No lo haré, Insigne Señora. Tengo intención de convertirme en emperatriz y para eso tendré que matar a la actual. —En esta ocasión no le costó ningún trabajo decirlo.

A juicio de Pevara, los aposentos de Tsutama Rath eran estrafalarios más allá de la extravagancia, y sus comienzos como la hija de un carnicero no influían en su opinión. La sala de estar le ponía los nervios de punta, ni más ni menos. Debajo de la cornisa con golondrinas en vuelo talladas y doradas, las paredes exhibían dos grandes tapices de seda, uno que representaba rosas de un intenso color rojo, y el otro un arbusto calma cubierto de capullos escarlatas, cada uno más grande que sus dos manos juntas. Las mesas y las sillas eran piezas delicadas si se hacía caso omiso del dorado y la talla, que eran más acordes con un trono; las lámparas de pie también estaban excesivamente doradas. Y qué decir de la repisa de la chimenea, con una talla de caballos a la carrera sobre el hogar de mármol de vetas rojas. En varias mesas había porcelana de los Marinos —de la más singular—, cuatro jarrones y seis cuencos, una pequeña fortuna por sí mismos, así como un número indeterminado de tallas de jade y de marfil, ninguna de ellas pequeña, y también una figurilla de una bailarina de un palmo de altura que parecía estar tallada en un rubí, nada menos. Un despliegue gratuito de riqueza, y sabía de cierto que aparte del reloj barril dorado que había encima de la repisa, Tsutama tenía otro en el dormitorio e incluso uno en el vestidor. ¡Tres relojes! Eso sobrepasaba sobradamente lo excéntrico, aun sin considerar los dorados o los rubíes.

Y, sin embargo, el cuarto entonaba bien con la mujer sentada enfrente de Javindhra y de ella. «Extravagante» era exactamente el término adecuado para describir su apariencia. Tsutama era una mujer bellísima, con el cabello recogido en una fina redecilla dorada; gruesas gotas de fuego le adornaban el cuello y las orejas. Como siempre, vestía seda carmesí que moldeaba su generoso busto; en esta ocasión unos bordados de volutas de oro lo resaltaban más aún. De no conocerla, casi podría pensarse que deseaba atraer a los hombres. Tsutama había dejado bien clara su aversión por ellos antes de que la enviaran al exilio; sentiría compasión por un perro rabioso antes que por un varón.

Por aquel entonces había sido dura como la piedra, pero muchas habían pensado que estaba doblegada a su regreso a la Torre. Lo creyeron durante un tiempo. Después, todas las que pasaban un rato cerca de ella se daban cuenta de que aquel constante mover los ojos de un lado a otro no era por nerviosismo. El exilio sí la había cambiado, sólo que no para suavizarla. Esos ojos eran los de un felino al acecho en busca de un enemigo o una presa. El resto del rostro de Tsutama más que sereno era inconmovible. Es decir, a no ser que se la presionara hasta hacerla estallar de ira. No obstante, incluso entonces mantendría la voz tan tranquila como hielo liso. Una combinación perturbadora.

—Me han llegado rumores preocupantes esta mañana sobre la batalla de los pozos de Dumai —dijo de repente—. Puñeteramente preocupantes. —Ahora tenía la costumbre de caer en largos silencios, nada de charlas triviales, y de pronto, declaraciones inesperadas. El exilio también había vuelto grosero su lenguaje. La granja aislada en la que había estado confinada debía de haber sido… gráfica—. Incluido el de que tres de las hermanas muertas eran de nuestro Ajah. ¡Por los pechos de una madre lactante! —Todo ello pronunciado en un tono uniforme, invariable, pero los ojos se clavaban en ellas, acusadores.

Pevara se lo tomó con calma. Cualquier mirada directa de Tsutama parecía acusadora, y ni que tuviera los nervios de punta ni que no, Pevara no estaba dispuesta a que la Altísima lo notara. Esa mujer se cernía sobre la debilidad como un halcón.

—No veo razón para que Katerine desobedeciera tus órdenes de guardar para sí lo que sabía, y no creerás que Tarna iba a dedicarse a desacreditar a Elaida. —Nada de publicidad, de todos modos. Tarna guardaba lo que pensaba de Elaida tan cuidadosamente como un gato vigilaba una ratonera—. Pero las hermanas reciben informes de sus ojos y oídos. No podemos impedir que descubran lo que ocurrió. Me sorprende que hayan tardado tanto.