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—Si a Sashalle la han Curado realmente… —empezó Pevara, pero fue incapaz de continuar. Se humedeció los labios con el té y luego se llevó de nuevo la taza a la boca y dio un buen sorbo. Era una posibilidad demasiado maravillosa para albergar esperanzas, un copo de nieve que se podría derretir al tocarlo.

—Es imposible —gruñó Javindhra, aunque no con mucha firmeza. Aun así, le dirigió el comentario a Pevara para que la Altísima no pensara que se lo decía a ella. Un profundo ceño hizo su rostro más desabrido—. No se puede Curar a un hombre amansado. La Neutralización no se puede Curar. ¡Antes les crecerá pelo a las ranas! Sashalle debe de sufrir alucinaciones.

—Toveine podría estar equivocada —intervino Tsutama en un tono de voz muy fuerte—; pero, si lo está, no entiendo por qué esos condenados Asha’man iban a dejar que Logain fuera uno de ellos, y mucho menos que se hiciera con el mando. Sin embargo, me cuesta mucho creer que Sashalle se equivocara respecto a sí misma. No es una mujer que sufra de puñeteras alucinaciones. A veces, lo que es puñeteramente imposible sólo es puñeteramente imposible hasta que una primera mujer lo hace. Bien. De modo que la Neutralización se ha conseguido Curar. Por un hombre. Esas puñeteras langostas seanchan van encadenando a todas las mujeres que encuentran que pueden encauzar, incluidas, al parecer, varias hermanas. Y hace doce días… Bueno, sabéis tan bien como yo lo que pasó. El mundo se ha convertido en un lugar más peligroso de lo que lo ha sido nunca desde la Guerra de los Trollocs, tal vez desde el propio Desmembramiento. En consecuencia, he decidido que seguiremos adelante con tu plan para esos puñeteros Asha’man, Pevara. Desagradable y peligroso, pero, así me abrase, no tenemos otra puñetera opción. Tú y Javindhra lo organizaréis entre las dos.

Pevara se encogió. No por los seanchan. Eran humanos, por extraños que fueran los ter’angreal que poseyeran, y finalmente se los acabaría derrotando. Sin embargo, la mención de lo que los Renegados habían hecho doce días antes le provocó una mueca a despecho de sus esfuerzos por mantener el gesto sereno. Nadie más habría podido esgrimir semejante cantidad de Poder en un único lugar. Hasta donde era capaz, evitaba pensar en eso o en lo que habrían estado intentando conseguir. O, peor aún, qué era lo que habrían conseguido llevar a cabo. Otra mueca fue su respuesta al oír denominar como suya la propuesta de vincular Asha’man. Pero eso había sido inevitable desde el instante en el que presentó la sugerencia de Tarna a Tsutama mientras contenía la respiración esperando el estallido que estaba segura se produciría. Incluso había recurrido al argumento de incrementar el tamaño de los círculos coligados agregando hombres contra aquel monstruoso despliegue de Poder. Sorprendentemente, no había habido estallido; ni ningún tipo de reacción. Tsutama se limitó a decir que lo pensaría e insistió en que se le enviaran desde la biblioteca los documentos relevantes relativos a hombres y círculos. La tercera mueca, la más pronunciada, fue por tener que trabajar con Javindhra, por encasquetarle cualquier tarea. Estaba ya hasta las cejas, y por si fuera poco, trabajar con Javindhra era nefasto. Esa mujer se oponía a las propuestas que hiciera cualquiera, excepto ella. A casi todas.

Javindhra se había manifestado fervientemente en contra de vincular Asha’man, casi más horrorizada por la idea de que unas hermanas Rojas vincularan a cualquiera que por vincular a hombres capaces de encauzar, pero ahora que la Altísima lo había ordenado estaba trabada. Aun así, encontró el modo de argumentar.

—Elaida jamás lo permitirá —masculló.

—Elaida no lo sabrá hasta que sea demasiado tarde, Javindhra. Yo guardo sus secretos (el desastre contra la Torre Negra, los pozos de Dumai) lo mejor posible porque ascendió del Rojo, pero es la Sede Amyrlin, de todos los Ajahs y de ninguno. Eso significa que ya no es Roja y éste es un asunto del Ajah que no le concierne a ella. —La voz de Tsutama adquirió un tono peligroso. Y no había soltado ni una sola palabra malsonante. Eso significaba que estaba al borde de un estallido de ira—. ¿Estás en desacuerdo conmigo en esto? ¿Tienes intención de informar a Elaida a despecho de mi deseo expreso?

—No, Altísima —se apresuró a contestar Javindhra, que enterró la cara tras la taza. Lo curioso fue que parecía ocultar una sonrisa.

Pevara hubo de contentarse con menear la cabeza. Si había que hacerlo, y estaba segura de que se debía hacer, entonces era obvio que había que ocultar la verdad a Elaida. ¿Qué motivo tenía Javindhra para sonreír? Demasiadas sospechas.

—Me alegro mucho de que las dos estéis de acuerdo conmigo —dijo secamente Tsutama mientras se recostaba en la silla—. Y ahora, marchaos.

Sólo se entretuvieron en dejar las tazas y hacer una reverencia. En el Rojo, cuando la Altísima hablaba todas obedecían, incluidas las Asentadas. La única excepción, según la ley del Ajah, era la votación en la Antecámara, si bien algunas mujeres que habían ocupado la cabeza del Ajah se las habían arreglado para garantizar que cualquier votación importante para ellas marchara conforme a sus deseos. Pevara estaba segura de que Tsutama se proponía ser una de ésas. La lucha no iba a ser nada agradable. Sólo esperaba poder dar además de recibir.

En el corredor, Javindhra masculló algo sobre correspondencia y se alejó a toda prisa por las baldosas rojas marcadas con la blanca Llama de Tar Valon antes de que Pevara tuviera tiempo de pronunciar palabra. Tampoco es que Pevara hubiera pensado decirle nada, pero, tan seguro como que el hueso de durazno era veneno, esa mujer pensaba remolonear todo lo posible en la tarea encomendada hasta dejar todo el asunto en sus manos. Luz, sólo le faltaba esto; y en el peor momento posible.

Hizo un alto en sus aposentos, aunque sólo el tiempo justo para recoger el chal de largos flecos y comprobar la hora —un cuarto para mediodía; casi le desilusionó que su reloj coincidiera con el de Tsutama; eso era algo que frecuentemente no les ocurría a los relojes—, salió del sector Rojo y se dirigió a buen paso hacia el interior de la Torre para bajar hacia las zonas comunes que había debajo del área de residencia. Los amplios corredores estaban bien alumbrados con lámparas de pie con espejos, pero casi desiertos, lo que los convertía en espacios cavernosos y hacía parecer austeras y lúgubres las blancas paredes con frisos. El ondear ocasional de un tapiz agitado por una corriente de aire tenía algo de escalofriante, como si la seda o la lana hubiesen cobrado vida. Las pocas personas que vio eran del servicio, de ambos sexos, con la Llama de Tar Valon en la pechera, que iban y venían presurosos en sus quehaceres y apenas hacían un alto para ofrecer una reverencia precipitada. Mantenían bajos los ojos. Con los Ajahs separados en sectores que casi parecían campamentos de guerra, la Torre apestaba a tensión y antagonismo, y a los sirvientes se les había contagiado aquel estado de ánimo. O, como poco, los tenía asustados.

No lo sabía con seguridad pero pensaba que había menos de doscientas hermanas en la Torre, la mayoría sin salir del sector de sus Ajahs salvo en caso de necesidad, de modo que realmente no esperaba ver a otra hermana dando un paseo. Cuando Adelorna Bastine apareció casi enfrente de ella subiendo el corto tramo de escaleras desde la intersección de otro corredor, se sorprendió tanto que sufrió un sobresalto. Adelorna, que convertía en majestuosa la delgadez a pesar de su baja estatura, siguió caminando como si no viera a Pevara. La saldaenina también llevaba el chal puesto —ahora, a ninguna hermana se la veía sin él fuera del sector de su Ajah— e iba acompañada de sus tres Guardianes. Altos y bajos, corpulentos y delgados, llevaban espada y no dejaban de mover los ojos de aquí para allí. Guardianes armados y protegiendo obviamente a su Aes Sedai, en la Torre. Era algo bastante corriente en la actualidad, pero Pevara habría llorado por ello. Sólo que había demasiadas cosas por las que llorar para detenerse sólo en una; en cambio se centró en resolver lo que estuviera a su alcance.