Tsutama podría ordenar que las Rojas vincularan Asha’man, ordenarles que no fueran corriendo a Elaida, pero parecía que lo mejor era empezar con hermanas que quizá se sintieran inclinadas a considerar la idea sin que hiciera falta ordenárselo, sobre todo con los rumores que corrían sobre las hermanas Rojas muertas a manos de Asha’man. Tarna Feir ya lo había considerado, de modo que se imponía una conversación muy privada con ella. Tal vez sabía de otras que pensaran igual. La mayor dificultad sería proponerles la idea a los Asha’man. Lo más probable era que no aceptaran sólo porque ellos mismos ya habían vinculado a cincuenta y una hermanas. ¡Luz del mundo, cincuenta y una! Abordar el asunto requeriría una hermana que tuviera diplomacia y facilidad de palabra. Y nervios de acero. Seguía dando vueltas a los nombres cuando vio a la mujer con la que había ido a reunirse; se encontraba ya en el sitio acordado y aparentemente contemplaba un magnífico tapiz.
Menuda y esbelta, regia con el vestido de seda de color plateado claro con encaje ligeramente más oscuro en el cuello y las muñecas, Yukiri parecía profundamente ensimismada en el tapiz y bastante tranquila. Pevara sólo recordaba una vez en la que la había visto un poco nerviosa, y someter a Talene a interrogatorio había sido una experiencia que destrozó los nervios a todas las que estaban allí. Yukiri se hallaba sola, desde luego, aunque últimamente se la había oído comentar que se estaba planteando volver a tomar un Guardián. Sin duda se debía a su situación actual tanto como a los tiempos que vivían. A Pevara no le habrían venido mal uno o dos Guardianes.
—¿Hay algo de verdad en esto o todo es mero capricho de quien lo tejió? —preguntó mientras se acercaba a la mujer más baja.
El tapiz representaba una batalla de antaño contra los trollocs, o eso se suponía. La mayoría de las cosas así se hacía mucho después de que hubieran tenido lugar los hechos, y los tejedores las plasmaban normalmente de oídas. Ese tapiz era lo bastante antiguo para necesitar la protección de una guarda a fin de evitar que se cayera a trozos.
—Sé de tapices tanto como sabe un cerdo de herrería, Pevara. —A pesar de toda su elegancia, Yukiri rara vez dejaba pasar mucho tiempo sin poner de manifiesto sus orígenes rurales. Los flecos de color gris plateado del chal se mecieron cuando se arrebujó en la prenda—. Llegas tarde, así que seamos breves. Me siento como una gallina a la que acecha un zorro. Marris se vino abajo esta mañana y yo misma le hice prestar el juramento de obediencia, pero al igual que con las otras su «contacto» se encuentra fuera de la Torre. Con las rebeldes, creo. —Guardó silencio cuando un par de criadas se acercaron por el pasillo cargadas con un gran cesto de colada lleno hasta los topes de ropa de cama cuidadosamente doblada.
Pevara suspiró. Al principio todo había parecido muy alentador. También aterrador, angustioso y casi insoportable, pero con la sensación de tener un buen comienzo. Talene sólo conocía el nombre de otra hermana Negra que estuviera presente en la Torre, pero una vez que se secuestró a Atuan —Pevara habría querido pensar en ello como un arresto, pero era imposible cuando parecían estar violando la mitad de las leyes de la Torre, además de muchas tradiciones sólidamente implantadas— cuando Atuan estuvo a buen recaudo, enseguida se la persuadió de que revelara los nombres de su núcleo: Karale Sanghir, una Gris domani, y Marris Cerroespino, una andoreña Marrón. De ellas, Karale era la única que tenía un Guardián, pero resultó ser también un Amigo Siniestro. Por suerte, poco después de enterarse de que su Aes Sedai lo había traicionado, se las arregló para ingerir veneno en el cuarto del sótano donde lo habían encerrado mientras se interrogaba a Karale. Resultaba extraño pensar que era una suerte algo así, pero la Vara Juratoria sólo funcionaba con personas capaces de encauzar, y ellas eran muy pocas para ocuparse de vigilar y atender prisioneros.
Aunque lleno de dificultades, había sido un comienzo prometedor, y ahora se encontraban en un punto muerto a menos que una de las otras regresara a la Torre; de nuevo a vueltas con la búsqueda de discrepancias entre lo que las hermanas afirmaban haber hecho y lo que podría probarse que habían hecho realmente, una tarea que a veces se volvía más penosa por la inclinación de la mayoría de las hermanas de ser ambiguas en casi todo. Por supuesto, Talene y las otras tres informarían de lo que quiera que supieran, de todo cuanto llegara a su conocimiento —de eso se encargaba el juramento de obediencia— pero cualquier mensaje más importante que «coge esto y ponlo en tal sitio» estaría en un código cifrado que sólo conocerían la mujer a la que iba dirigido y la que lo había enviado. Algunos estaban protegidos por un tejido que hacía que la tinta se borrara si rompía el sello la mano equivocada; eso se podía realizar utilizando tan poco Poder que podía pasar inadvertido a menos que se buscara a propósito, y no parecía haber un modo de sortear la salvaguarda. Si no estaban en un punto muerto, entonces el caudal de éxito se reducía a un lento hilillo. Y siempre existía el peligro de que las presas descubrieran que andaban husmeando y se convirtieran en cazadoras. Cazadoras invisibles, a todos los efectos prácticos, del mismo modo que ahora eran presas invisibles.
No obstante, tenían cuatro nombres además de cuatro hermanas que se hallaban a su alcance y que admitirían ser Amigas Siniestras, aunque a buen seguro que Marris sería tan rápida como las otras tres en afirmar que ahora renunciaba a la Sombra, se arrepentía de sus pecados y volvía a abrazar la Luz. Era suficiente para convencer a cualquiera. Supuestamente, el Ajah Negro sabía todo lo que pasaba por el estudio de Elaida, pero podría merecer la pena correr el riesgo. Pevara se negaba a dar crédito a la afirmación de Talene de que Elaida era una Amiga Siniestra. Después de todo, era ella la que había puesto en marcha la cacería. La Sede Amyrlin podía poner en acción a toda la Torre. Quizá la revelación de que el Ajah Negro existía realmente conseguiría lo que la aparición de las rebeldes con un ejército no había conseguido: que los Ajahs dejaran de bufarse unos a otros como gatos desconocidos y volvieran a unirse. Las heridas de la Torre requerían remedios desesperados.
Una vez que las criadas se hubieron alejado lo bastante para que no oyeran lo que hablaban, Pevara se dispuso a hacer una sugerencia, pero Yukiri se le adelantó.
—Anoche Talene recibió la orden de presentarse esta noche ante su «Consejo Supremo». —Torció la boca en un gesto de desagrado al pronunciar las últimas palabras—. Por lo visto eso sólo ocurre si se va a distinguir a alguien con algún honor o van a encomendarle una misión muy, muy importante. O si van a someterlo a interrogatorio. —Una mueca le torció los labios.
Lo que había llegado a sus oídos respecto a los métodos usados por el Ajah Negro para someter a interrogatorio era tan nauseabundo como increíble. ¿Forzar a una mujer a entrar en un círculo contra su voluntad? ¿Guiar un círculo para causar dolor? Pevara sintió que se le revolvía el estómago.
—Talene no creía que se la fuera a distinguir con honores ni a encargarle una misión —prosiguió Yukiri—, así que solicitó que la escondiéramos. Saerin la llevó a un cuarto del sótano inferior. Puede que Talene se equivoque, pero estoy de acuerdo con Saerin. Correr ese riesgo sería como dejar a un perro en el corral de las gallinas esperando que no pasara nada malo.
Pevara alzó la vista hacia el tapiz, que llegaba bastante más arriba que sus cabezas. Hombres armados blandían hachas y espadas, clavaban lanzas y alabardas en formas corpulentas de aspecto humano con hocicos de jabalí o de lobo, con cuernos de carnero o de macho cabrío. Quien hubiera trabajado en aquel tapiz había visto trollocs. O dibujos muy precisos. También había hombres luchando al lado de los trollocs. Amigos Siniestros. A veces, para combatir a la Sombra se hacía necesario derramar sangre. Y recurrir a remedios desesperados.