—A vosotras, a Saerin, a cualquiera —contestó sosegadamente la Blanca. Sus temores previos de que el Ajah Negro pudiera saber qué encargo le había asignado Elaida habían desaparecido por completo. Los azules ojos de Seaine conservaban cierta calidez, pero aparte de eso volvía a ser el prototipo de una Blanca, una mujer de fría serenidad—. Tengo noticias urgentes —empezó, como quien habla del tiempo—. La menos apremiante es que esta mañana vi una carta de Ayako Norsoni que había llegado hacía unos días. Desde Cairhien. Ella, Toveine y todas las demás han sido capturadas por los Asha’man y… —Ladeó la cabeza y las observó primero a una y luego a la otra—. No os habéis sorprendido lo más mínimo. Claro. También habéis visto cartas. Bueno, de todos modos nada se puede hacer ya al respecto.
Pevara intercambió una mirada con Yukiri.
—¿Y eso es lo menos urgente, Seaine? —inquirió después.
La compostura de la Asentada Blanca se borró bajo una expresión preocupada que le atirantó la boca y marcó arrugas en el rabillo de los ojos. Las manos se crisparon al apuñar el chal que sujetaban.
—Para nosotras, sí. Ahora mismo vengo de una reunión a la que me convocó Elaida. Quería saber cómo me iba. —Seaine respiró hondo—. Si había descubierto alguna prueba de que Alviarin mantenía correspondencia traicionera con el Dragón Renacido. De verdad, fue tan circunspecta al principio, tan indirecta, que no es de extrañar que entendiera mal lo que quería.
—Me parece que alguien ha pisado sobre mi tumba —murmuró Yukiri.
Pevara asintió en silencio. Su única seguridad de que la propia Elaida no pertenecía al Ajah Negro había sido que hubiera instigado la caza de las hermanas Negras, pero puesto que no había ordenado tal cosa… Al menos el Ajah Negro seguía en la ignorancia respecto a ellas. Al menos les quedaba eso. Pero ¿durante cuánto tiempo más?
—Sobre la mía también —susurró.
Alviarin avanzaba —casi deslizándose— por los corredores de la zona baja de la Torre con un aire de serenidad que le costaba un triunfo mantener. La noche parecía aferrarse a las paredes a pesar de las lámparas de pie con espejos, y sombras fantasmagóricas danzaban donde no debía haberlas. Sin duda era obra de su imaginación, pero se movían en el límite de su campo visual. Los pasillos estaban casi vacíos a despecho de que el segundo turno de cenas acababa de terminar. Actualmente la mayoría de las hermanas prefería que le subieran las comidas a sus aposentos, pero las más duras e indómitas se aventuraban a ir a los comedores de vez en cuando, y un puñado aún tomaba muchas de las comidas abajo. No quería correr el riesgo de que las hermanas la vieran nerviosa y con prisa; se negaba a permitir que creyeran que iba de un sitio a otro furtivamente. A decir verdad, no le hacía gracia que la mirara cualquiera, ni poco ni mucho. Por fuera, parecía sosegada; por dentro, hervía de rabia.
De repente se dio cuenta de que se estaba toqueteando el punto de la frente donde Shaidar Haran la había tocado. Donde el Gran Señor en persona la había marcado como suya. Aquel pensamiento casi consiguió que la histeria burbujeara hasta la superficie, pero Alviarin mantuvo el gesto sereno por pura fuerza de voluntad y se recogió los vuelos de la falda de seda con ligereza. Eso le mantendría las manos ocupadas. El Gran Señor la había marcado. Mejor no pensar en ello. Pero ¿cómo evitarlo? El Gran Señor… De cara al exterior mostraba total compostura, pero por dentro era un agitado revoltijo de humillación, odio y algo muy próximo a un farfullante terror. Sin embargo, lo que importaba era la serenidad exterior. Y había un rayo de esperanza. Eso también era importante. Era algo extraño pensar en ello como esperanzador, pero se aferraría a cualquier cosa que la mantuviera con vida.
Se detuvo delante de un tapiz que representaba una mujer que lucía una trabajada corona y que se postraba de rodillas ante una Sede Amyrlin de largo tiempo atrás, y fingió examinarlo al tiempo que echaba rápidas ojeadas a izquierda y derecha. Aparte de ella, el corredor seguía tan desprovisto de vida como una tumba abandonada. Acercó rápidamente una mano al borde del tapiz y tanteó detrás; un instante después seguía caminando con el mensaje doblado dentro de la mano bien apretada. Un milagro que le hubiera llegado tan pronto. El papel parecía quemarle la palma, pero no podía leerlo allí. Con paso comedido subió de mala gana al sector del Ajah Blanco. Por fuera, sosegada e imperturbable. El Gran Señor la había marcado. Otras hermanas iban a mirarla.
El Blanco era el Ajah más reducido y actualmente había apenas una veintena de hermanas en la Torre, pero daba la impresión de que casi todas ellas se encontraran en el corredor principal. El recorrido a lo largo de las baldosas blancas era como una carrera de baquetas.
Seaine y Ferane se encaminaban a la salida a despecho de la hora, con los chales echados por los brazos, y Seaine le dedicó una sonrisa conmiserativa, lo que hizo que deseara matar a la Asentada, que siempre tenía que meter las narices donde no se la llamaba. En Ferane no había compasión alguna. La miró ceñuda, con más furia de la que cualquier hermana se habría permitido mostrar abiertamente. Lo único que podía hacer era intentar actuar como si no viera a la mujer de tez cobriza sin que su actitud resultase obvia. Baja, fornida y de semblante redondo —por lo general bondadoso y apacible— y una mancha de tinta en la nariz, Ferane no era la imagen que se tenía de una domani, pero la Razonadora Mayor sí poseía el feroz temperamento de su país de procedencia. Era muy capaz de dictar un castigo por cualquier pequeñez, sobre todo a una hermana que había llevado el «descrédito» tanto a sí misma como al Ajah Blanco.
El Ajah acusaba profundamente la vergüenza de que la hubieran despojado de la estola de Guardiana. La mayoría también se sentía furiosa por la pérdida de influencia. Había demasiadas miradas fulminantes, algunas de hermanas que estaban tan por debajo de ella en fuerza como para que tuvieran que apresurarse a obedecer si les impartiera una orden. Otras le daban la espalda a propósito.
Caminó entre ceños y desaires con paso tranquilo, sin prisa, pero notó que las mejillas empezaban a arderle. Trató de sumergirse en la condición tranquilizadora del sector Blanco. Las paredes lisas y blancas, jalonadas de espejos plateados de cuerpo entero, sólo se adornaban con unos pocos tapices sencillos, imágenes de montañas con las cumbres nevadas, bosques umbríos, cañizales de bambú entre los que se colaban los rayos oblicuos del sol. Desde que se había ganado el chal había utilizado esas imágenes para alcanzar la serenidad en momentos de ansiedad. El Gran Señor la había marcado. Apretó la falda con las manos para mantenerlas a los costados. El mensaje parecía quemarle la palma. Mantener un paso medido, regular.
Dos de las hermanas ante las que pasó no le hicieron caso sencillamente porque no la vieron. Astrelle y Tesan hablaban sobre el deterioro de alimentos; más bien discutían, los semblantes serenos pero los ojos encendidos y las voces rayando en el acaloramiento. Eran matemáticas, nada menos, como si la lógica se pudiera reducir a números, y parecían discrepar en cómo se habían utilizado esas cifras.
—Calculando con la Pauta de desviación de Radun, el índice es once veces superior a lo que debería ser —expuso Astrelle con un timbre tirante—. Además, esto debería indicar la intervención de la Sombra…
—La Sombra, sí —la interrumpió Tesan, cuyas trencillas con cuentas tintinearon al sacudir la cabeza—, pero la Pauta de Radun está obsoleta. Tienes que usar la Primera regla de medianas de Covanen, y calcular por separado la carne podrida y la carne en proceso de putrefacción. Las respuestas correctas, como he dicho, son trece y nueve. Todavía no lo he aplicado a las alubias y las lentejas, pero parece intuitivamente obvio que…
Astrelle se infló, y considerando que era una mujer regordeta con un busto formidable, ese gesto podía resultar impresionante.