—Cierra el pico, gai’shain —dijo, pero como si no le importara un pimiento que obedeciera.
Anteriormente habría tenido que hacerlo, pero una vez que se habían dado cuenta de que obedecía cualquier orden de cualquiera de ellos, habían sido muchos los que se habían divertido mandándole hacer encargos estúpidos que la tenían ocupada cuando Therava o Sevanna requerían su presencia. Ahora sólo tenía que obedecer a ciertas Sabias y a Sevanna, de modo que pateó y se sacudió frenéticamente y chilló con la apremiante esperanza de que alguien que supiera que le pertenecía a Therava la oyera. Ojalá le hubieran permitido llevar un cuchillo. Hasta eso habría sido de cierta ayuda. ¿Cómo era posible que aquel hombre no la reconociera o no supiera, al menos, lo que significaban el cinturón enjoyado y el collar? El campamento era inmenso, tan lleno de gente como muchas ciudades grandes, pero aun así parecía que todos identificaban a la mascota de las tierras húmedas de Therava. La Sabia haría despellejar a ese tipo, y ella se proponía disfrutar cada minuto de ello sin perder detalle.
Enseguida se hizo patente que un cuchillo no le habría servido de nada. A pesar de sus forcejeos, el bruto la manejó con facilidad; le cubrió la cabeza con la capucha, tapándole la vista, y después le metió en la boca tanta tela de la misma capucha como le fue posible antes de atársela como una mordaza. Después la puso boca abajo y le ató prietamente muñecas y tobillos. ¡Y todo con tanta facilidad como si fuera una niña pequeña! Siguió debatiéndose, pero fue un esfuerzo vano.
—Quiere algunos gai’shain que no sean Aiel, Gaul, pero ¿una vestida de seda y joyas y que sale a pasear a caballo? —dijo un hombre, y Galina se puso en tensión. Esa voz no era de un Aiel. ¡Tenía acento murandiano!—. Seguro que eso no entra en vuestras costumbres, ¿verdad?
—Shaido. —El nombre lo pronunció como quien escupe una maldición.
—Bueno, todavía tenemos que encontrar unos pocos más para que pueda descubrir algo útil. Puede que con unos pocos no sea suficiente. Hay decenas de miles de personas vestidas de blanco allí abajo, y ella puede encontrarse en cualquier lugar entre ellos.
—Creo que ésta podría decirle a Perrin Aybara lo que necesita saber, Fager Neald.
Si antes se había puesto tensa, ahora se quedó helada. Fue como si se le formara hielo en el estómago y en el corazón. ¿Perrin Aybara había enviado a esos hombres? Si atacaba a los Shaido para rescatar a su esposa lo matarían, acabaría con la influencia que tenía sobre Faile. A esa mujer no le importaría lo que pudiera revelar una vez que su hombre estuviera muerto, y las demás no tenían secretos que temieran que sacara a la luz. Galina vio, aterrada, que sus esperanzas de conseguir la vara se desvanecían. Tenía que frenar a ese hombre, pero ¿cómo?
—¿Y por qué crees eso, Gaul?
—Es Aes Sedai. Y, por lo visto, amiga de Sevanna.
—Conque Aes Sedai, ¿eh? —dijo el murandiano con timbre pensativo.
Lo extraño era que ninguno de los dos hombres parecía en absoluto inquieto por haber puesto las manos encima a una Aes Sedai. Y por lo visto el Aiel lo había hecho sabiendo a la perfección quién era ella. Aun en el caso de que fuera un Shaido renegado, debía de ignorar el hecho de que no podía encauzar sin permiso. Sólo Sevanna y un puñado de Sabias lo sabían. Aquello se iba volviendo más confuso a cada momento que pasaba.
De repente la subieron en vilo y la dejaron boca abajo en una silla de montar; la suya, comprendió, y al momento empezaba a botar sobre el duro cuero mientras uno de los hombres utilizaba una mano para evitar que se cayera de la yegua cuando el animal empezó a trotar.
—Vayamos a un lugar donde puedas hacer uno de tus agujeros, Fager Neald.
—Al otro lado de la cuesta, Gaul. Vaya, he venido aquí tantas veces ya, que puedo abrir un acceso casi en cualquier parte. ¿Los Aiel vais corriendo a todas partes?
¿Un acceso? ¿De qué diantre hablaba ese hombre? Desechando semejante necedad, se centró en considerar sus opciones, pero no encontró ninguna buena. Atada como un cordero para el mercado, amordazada de forma que nadie la oiría a diez pasos aunque se desgañitara, sus posibilidades de escapar eran nulas a no ser que los centinelas Shaido interceptaran a sus captores. Pero ¿acaso quería que ocurriera tal cosa? A menos que llegara hasta Aybara no podría impedirle que echara todo a perder. Por otro lado ¿a cuántos días de distancia se encontraba su campamento? No podía estar cerca o los Shaido lo habrían descubierto a esas alturas. Sabía que los exploradores habían rastreado la zona hasta una distancia de diez millas desde el campamento. Y fueran cuantos fueran los días necesarios para llegar hasta él, harían falta otros tantos para regresar. Nada de llegar tarde unos minutos, sino días.
Therava no la mataría por eso. Sólo haría que deseara estar muerta. Podría explicarlo, contar una historia sobre una partida de forajidos que la habían capturado. No, un par de ellos; ya resultaba bastante difícil creer que dos hombres hubieran llegado tan cerca del campamento sin que los detectaran como para hablar de una banda. Incapaz de encauzar, había necesitado tiempo para escapar. Podía presentar una historia convincente. Tal vez persuadiera a Therava si decía… Era inútil. La primera vez que Therava la había castigado por llegar tarde había sido porque la cincha de la silla se rompió y tuvo que hacer el camino de vuelta a pie, llevando al animal de las riendas. La mujer no había aceptado esa excusa y tampoco aceptaría la del rapto. Galina quiso llorar. De hecho, se dio cuenta de que estaba llorando; lágrimas desesperadas que fue incapaz de contener.
El caballo se paró y, sin pensarlo dos veces, Galina se retorció violentamente en un intento de tirarse de la silla al tiempo que gritaba tan alto como se lo permitía la mordaza. Debían de estar intentando esquivar a los centinelas. Seguro que Therava lo entendería si los centinelas regresaban con ella y sus captores, aunque llegara tarde. Seguro que encontraría la forma de manejar a Faile aunque su marido muriera.
Una dura manaza le dio un azote.
—Silencio —dijo el Aiel y reanudaron el trote.
Galina empezó a llorar de nuevo y la capucha de seda que le cubría la cara se fue humedeciendo. Therava la haría aullar. No obstante, y aunque seguía llorando, empezó a darle vueltas a lo que le diría a Aybara. Al menos salvaría la posibilidad de conseguir la vara. Therava iba a… No. ¡No! Tenía que concentrarse en lo que haría ella. A su mente acudieron imágenes de la Sabia de ojos crueles asiendo una vara flexible o una correa o un manojo de cuerdas, pero las rechazó una y otra vez mientras repasaba todas las preguntas que Aybara podría hacerle y las respuestas que le daría. Y en lo que le contaría para conseguir que dejara la seguridad de su esposa en sus manos.
En ninguno de sus cálculos había contemplado que la bajaran y la dejaran de pie alrededor de una hora después de haberla capturado.
—Desensilla su montura, Noren, y estácala con los demás —dijo el murandiano.
—De inmediato, maese Neald —respondió una voz que tenía acento cairhienino.
Le soltaron las ataduras de los tobillos y la hoja de un cuchillo cortó las de las muñecas; después siguió lo que quiera que le sujetara la mordaza en su sitio. Escupió seda empapada con su propia saliva y sacudió la cabeza para echar hacia atrás la capucha.
Un hombre bajo, con chaqueta oscura, conducía a Rauda a través de un fárrago de tiendas grandes de color marrón y parcheadas, chozas que parecían hechas con ramas de árbol, incluidas ramas de pino con las agujas secas. ¿Cuánto tiempo tenía que haber pasado para que se hubieran marchitado? Días, o más bien semanas. Los sesenta o setenta hombres que atendían las lumbres o estaban sentados en banquetas tenían pinta de granjeros con las toscas chaquetas, pero algunos afilaban espadas, y había lanzas, alabardas y otras armas de asta apiladas en una docena de sitios. En los huecos que había entre las tiendas y chozos se veían más hombres moviéndose de aquí para allí, algunos con yelmos y petos, montados y empuñando lanzas largas adornadas con cintas; soldados que salían de patrulla. ¿Cuántos más habría fuera del alcance de su vista? Daba igual. ¡Lo que tenía ante los ojos era imposible! Los Shaido tenían centinelas a más distancia del campamento que lo que éste se hallaba. ¡Estaba convencida de que era así!