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El idiota la miró como si sus palabras le hubieran pasado por un oído y le hubieran salido por otro. En verdad que esos ojos eran inquietantes.

—¿Dónde duerme? Ella y todas las que capturaron junto con ella. Mostrádmelo.

—No puedo —repuso con voz desapasionada—. Los gai’shain rara vez duermen en el mismo sitio dos noches seguidas. —Con esa mentira se desvanecía la última oportunidad de poder dejar con vida a Faile y a las otras. Oh, en ningún momento había tenido intención de aumentar el riesgo de su propia huida ayudándolas, pero eso siempre se habría podido explicar después como un cambio en las circunstancias. Sin embargo, no podía dejar al azar la posibilidad de que encontraran la forma de escapar algún día y descubrieran su mentira clara y directa.

—La liberaré —gruñó Aybara en voz tan queda que casi no lo oyó—. Cueste lo que cueste.

Los pensamientos pasaron veloces por su mente. No parecía haber forma alguna de apartarlo de esa idea, pero a lo mejor sí podía retrasar que la llevara a cabo. Tenía que conseguir eso al menos.

—¿Querríais al menos posponer el ataque? Es posible que logre finalizar el asunto que estoy tratando dentro de unos cuantos días, tal vez una semana. —Una fecha límite aguzaría el empeño de Faile y la haría esforzarse más. Antes habría sido peligroso; una amenaza que no se puede llevar a cabo pierde toda su fuerza y la posibilidad de que la mujer no fuera capaz de conseguir la vara a tiempo había sido demasiado grande. Ahora era preciso correr el riesgo—. Si lo hago y saco de allí a vuestra esposa y a las demás no habrá razón de que muráis inútilmente. Una semana.

Con la frustración pintada en el rostro, Aybara asestó un puñetazo en la mesa lo bastante fuerte para que el mueble botara.

—Tenéis unos días —gruñó—, tal vez una semana o más, si… —Se tragó lo que quiera que había estado a punto de decir. Aquellos ojos extraños se centraron en el rostro de Galina—. Pero no puedo prometer cuántos —prosiguió—. De tener opción, atacaría ahora mismo. No dejaré a Faile un día más de lo necesario sólo para que fructifiquen los planes de las Aes Sedai para los Shaido. Decís que está bajo vuestra protección, pero ¿qué protección podéis darle realmente llevando esas ropas? Hay indicios de embriaguez en el campamento. Hasta los centinelas beben. ¿Se han entregado también las Sabias a la bebida?

El cambio repentino de tema casi la hizo parpadear.

—Las Sabias sólo beben agua, de modo que no penséis en que vais a encontrarlas sumidas a todas en un sopor etílico —repuso secamente. Y con absoluta sinceridad. Siempre le hacía gracia que la verdad conviniera a sus propósitos. Tampoco es que el ejemplo de las Sabias estuviera teniendo mucho fruto. La embriaguez abundaba entre los Shaido. De cada incursión se traían todo el vino que encontraban. Docenas y docenas de pequeños alambiques producían asqueroso alcohol de grano, y cada vez que las Sabias destruían uno de esos alambiques, surgían dos para reemplazarlo. Sin embargo, decirle eso habría servido sólo para animarlo—. En cuanto a los demás, no es la primera vez que estoy con un ejército y he visto beber más que con los Shaido. Si hay cien borrachos entre decenas de miles, ¿de qué os serviría? En serio que lo mejor será que me prometáis una semana. Y dos serían mejor aún.

Los ojos del hombre se desviaron fugazmente hacia el mapa y de nuevo apretó el puño derecho, pero cuando habló no había cólera en la voz.

—¿Entran los Shaido en la ciudad amurallada con frecuencia?

Galina soltó la copa en la mesa y se irguió. Sostener la mirada de los ojos amarillos requirió un gran esfuerzo por su parte, pero se las arregló para hacerlo sin vacilar.

—Creo que va siendo hora de que me mostréis más respeto. Soy una Aes Sedai, no una criada.

—¿Entran los Shaido en la ciudad amurallada con frecuencia? —repitió, exactamente con el mismo tono. Galina habría querido rechinar los dientes.

—No —espetó—. Ya han saqueado todo lo que merecía la pena robar y algunas cosas que no la merecían. —Lamentó lo que había dicho nada más pronunciar las palabras. No había parecido peligroso, hasta que recordó que había hombres capaces de aparecer a través de agujeros en el aire—. Eso no quiere decir que no entren nunca. La mayoría de los días pasan algunos. Puede haber veinte o treinta en cualquier momento, más de vez en cuando, en grupos de dos o tres. —¿Tendría el hombre suficiente mollera para comprender lo que significaba eso? Más valía asegurarse de que lo entendía—. No podríais reducirlos a todos. Inevitablemente algunos escaparían para dar la alarma al campamento.

Aybara se limitó a asentir con la cabeza.

—Cuando veáis a Faile, decidle que el día que vea niebla en las cumbres y oiga aullar a los lobos de día, ella y las otras han de dirigirse a la fortaleza de lady Cairen, en la punta norte de la ciudad, y que se escondan allí. Decidle que la amo. Decidle que voy a buscarla.

¿Lobos? ¿Estaba chiflado ese hombre? ¿Cómo podía asegurar que los lobos…? De pronto, con aquellos ojos amarillos clavados en ella, Galina no estuvo tan segura de querer saberlo.

—Se lo diré —mintió. ¿No sería que su intención era utilizar a los hombres de chaqueta negra para rescatar a su mujer exclusivamente? Pero, en tal caso, ¿para qué esperar a nada? Los ojos de lobo ocultaban secretos que ella habría querido desvelar. ¿Con quién intentaba tener una reunión? Con Sevanna no, obviamente. Habría dado las gracias a la Luz por ello de no haber abandonado esa necedad mucho tiempo atrás. ¿Quién estaba preparado para acudir ante él de inmediato? Se había mencionado a un hombre, pero eso podía significar un rey con un ejército. ¿O sería el propio al’Thor? A ése, ojalá no volviera a verlo nunca.

Su promesa pareció tranquilizar en parte al hombre, que soltó aire lentamente al tiempo que se le borraba del rostro una tensión en la que no había reparado Galina.

—El problema con los rompecabezas de herreros siempre es poner la pieza clave en su sitio —musitó mientras daba golpecitos en el contorno de Malden con el dedo—. Bueno, eso ya está hecho. O lo estará pronto.

—¿Vais a quedaros a cenar? —preguntó Berelain—. Casi es la hora.

A través de la solapa de la entrada se veía que la luz menguaba. Una criada delgada, vestida con paño oscuro y recogido el blanco cabello en un moño bajo, entró y empezó a encender las lámparas.

—¿Me prometéis al menos darme una semana? —demandó Galina, pero Aybara sacudió la cabeza—. En tal caso, cada hora cuenta. —En ningún momento se había planteado alargar el momento de marcharse más de lo necesario, pero tuvo que forzarse a pronunciar las siguientes palabras—. ¿Podéis ordenar a uno de vuestros… hombres que me lleve de vuelta al campamento lo más cerca posible?

—Hazlo, Neald —mandó Aybara—. Y al menos intenta ser amable.

¡Y él decía eso! Galina respiró hondo y se echó la capucha hacia atrás.

—Quiero que me golpeéis aquí. —Se tocó la mejilla—. Con bastante fuerza para dejar marca.

Por fin había dicho algo que llegó al hombre. Los ojos dorados se abrieron de par en par mientras metía los pulgares por el cinturón como para sujetarse las manos.