—No lo haré —dijo de un modo tal que parecía creer que se hubiera vuelto loca.
El ghealdano se había quedado boquiabierto, en tanto que la criada la miraba de hito en hito con la candela encendida en la mano, peligrosamente cerca de la falda.
—Lo exijo —pidió firmemente Galina. Iba a necesitar hasta la última pizca de verosimilitud de cara a Therava—. ¡Hacedlo!
—No creo que os haga caso —intervino Berelain, que se adelantó con su paso deslizante y la falda recogida—. Tiene unas costumbres muy rurales. Si me permitís…
Galina asintió con la cabeza, impaciente. No quedaba más remedio, aunque seguramente la mujer no dejaría una marca muy convin… Se le oscureció la vista, y cuando la recuperó se estaba balanceando ligeramente. Saboreó sangre. Se llevó la mano a la mejilla e hizo un gesto de dolor.
—¿Demasiado fuerte? —inquirió con aire anhelante Berelain.
—No —masculló Galina mientras se esforzaba para mantener el gesto impasible. ¡De haber podido encauzar le habría arrancado la cabeza a esa mujer! Claro que si hubiera podido encauzar nada de eso habría sido necesario—. Ahora, en la otra mejilla. Y mandad que alguien traiga mi yegua.
Cabalgó hacia el bosque con el murandiano hasta un lugar donde varios de los inmensos árboles estaban tumbados y sesgados de un modo extraño, convencida de que le iba a ser difícil utilizar el agujero en el aire, pero cuando el hombre hizo aparecer una fisura vertical y plateada que se ensanchó hasta dejar ver una pronunciada pendiente, no pensó en el saidin contaminado cuando taconeó a Rauda para que cruzara la abertura. Ni un solo pensamiento aparte de Therava.
Casi aulló cuando se dio cuenta de que se encontraba en la otra vertiente de la elevación que daba al campamento. Compitió en una carrera frenética con el sol poniente. Y perdió.
Desgraciadamente, no se había equivocado. Therava no aceptó excusas. Y las contusiones la molestaron sobremanera. Ella jamás le marcaba la cara. Lo que siguió igualó fácilmente sus pesadillas, y duró mucho más. A veces, cuando gritaba a pleno pulmón, casi olvidaba la imperiosa necesidad que tenía de conseguir la vara. Pero se aferró a eso. Conseguir la vara, matar a Faile y a sus amigas, y estaría libre.
Egwene volvió en sí lentamente y, con lo atontada que estaba, casi no tuvo presencia de ánimo para mantener los ojos cerrados. Fingir que seguía inconsciente le resultó muy fácil. Tenía la cabeza recostada pesadamente en el hombro de una mujer y habría sido incapaz de levantarla aunque lo hubiera intentado. El hombro de una Aes Sedai; percibía la habilidad en la mujer. Sentía el cerebro como relleno de lana y los pensamientos le llegaban despacio y dando bandazos; notaba los miembros entumecidos. Se dio cuenta de que el traje de montar de paño y la capa estaban secos a pesar del remojón que se había dado en el río. Bueno, eso se arreglaba fácilmente con el Poder. Sin embargo, era poco probable que se hubieran tomado el trabajo de escurrirle las ropas para su comodidad. Estaba sentada, apretada entre dos hermanas, una de las cuales llevaba un perfume florido, y ambas usaban una mano para mantenerla más o menos derecha. Se hallaban en un carruaje, a juzgar por la forma en la que se mecían todas y por la trápala de los cascos de un tiro de caballos al trote sobre el pavimento adoquinado. Con cuidado entreabrió los párpados una mínima rendija.
Las cortinillas laterales del carruaje iban recogidas, aunque el mal olor a basura podrida le hizo pensar que mejor habrían estado corridas. ¡Hedor a basura! ¡A podrido! ¿Cómo había llegado a eso Tar Valon? Semejante negligencia para con la ciudad era por sí misma razón suficiente para destituir a Elaida. Por las ventanillas entraba bastante luz para entrever borrosamente a tres Aes Sedai sentadas enfrente, en el asiento trasero del carruaje. Aun en el caso de que no hubiera sabido que podían encauzar, los chales de flecos se lo habrían dejado claro. En Tar Valon llevar un chal con flecos podía suponerle un disgusto a una mujer que no fuera Aes Sedai. Curiosamente, la hermana de la izquierda parecía ir acurrucada contra el costado del vehículo, separada de las otras dos, las cuales, aunque en realidad no iban apretujadas, al menos sí estaban sentadas muy juntas, como para evitar el contacto con la tercera Aes Sedai. Muy raro.
De pronto cayó en la cuenta de que no la tenían escudada. Estaría confusa, pero no le encontraba sentido a aquello. Tenían que estar notando su fuerza igual que a la inversa, y, aunque ninguna de ellas era débil, Egwene creía ser capaz de superar a las cinco si actuaba con suficiente rapidez. La Fuente Verdadera era un vasto sol situado justo al borde de su campo visual; y la llamaba. La primera cuestión era ¿debería intentarlo ya? Tal como tenía la cabeza, que pensar era como avanzar metida en barro hasta la rodilla, no era seguro que pudiera abrazar el saidar, y tanto si tenía éxito como si no, ellas lo sabrían en cuanto lo hubiera intentado. Mejor esperar antes a recuperarse un poco. La segunda cuestión era ¿cuánto tiempo debería esperar? No la dejarían sin escudar indefinidamente. De forma experimental intentó mover los dedos de los pies dentro de los fuertes zapatos de cuero, y quedó encantada al comprobar que le obedecían. Parecía que la vida iba retornando lentamente a los brazos y las piernas. Ahora se sentía capaz de levantar la cabeza si fuera necesario. El efecto de lo que quiera que le hubieran administrado se le estaba pasando. ¿Cuánto tiempo más?
La decisión se la quitó de las manos la hermana de cabello oscuro que estaba sentada en el centro del asiento trasero y que se echó hacia adelante para abofetearla con tanta fuerza que Egwene cayó sobre el regazo de la mujer en la que había tenido la cabeza recostada. Como si tuviera voluntad propia, la mano se le fue a la mejilla. Adiós a la idea de fingir que seguía desmayada.
—Eso no es necesario, Katerine —dijo una voz áspera por encima de Egwene mientras su dueña la volvía a poner derecha.
Aún era incapaz de sostener la cabeza erguida, y se le giró. Katerine. Debía de ser Katerine Alruddin, una Roja. Parecía importante identificar a las que la habían capturado por alguna razón, aunque no sabía nada de Katerine aparte del nombre y del Ajah. La hermana sobre la que había caído tenía el cabello rubio, pero el rostro —entre luces y sombras de luna— pertenecía a una desconocida.
—Creo que le diste demasiada horcaria —añadió la mujer.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¡De modo que eso era lo que le habían administrado! Se devanó los sesos para recordar todo lo que Nynaeve le había contado sobre esa horrible infusión, pero el cerebro todavía le funcionaba despacio. Por lo visto, mejor así. Estaba segura de que Nynaeve le había dicho que los efectos tardaban en desaparecer del todo.
—Le di la dosis exacta, Felaana —repuso secamente la hermana que le había pegado—. Y como puedes ver la está dejando precisamente como debe estar. Quiero que sea capaz de caminar para cuando lleguemos a la Torre. Desde luego no estoy dispuesta a ayudar a cargar con ella otra vez —acabó al tiempo que fulminaba con la mirada a la hermana que tenía Egwene a su izquierda y que sacudió la cabeza con aire desdeñoso. Ésa era Pritalle Nerbaijan, una Amarilla que había hecho todo lo posible para no enseñar a novicias o Aceptadas y que no se molestaba en disimular su desagrado cuando se veía obligada a realizar esa tarea.
—Hacer que mi Harril cargara con ella habría sido muy impropio —dijo fríamente. De hecho, su voz sonó gélida—. En lo que a mí respecta, me alegraré si puede andar, pero si no, que así sea. De todos modos estoy deseando ponerla en manos de otras. Si no quieres cargar con ella otra vez, Katerine, a mí no me apetece estar de guardia la mitad de la noche en las celdas.
La aludida hizo un gesto despectivo con la cabeza. Las celdas. Por supuesto; la llevaban a uno de esos cuartos pequeños y oscuros del primer nivel del sótano de la Torre. Elaida la acusaría de proclamar falsamente ser la Sede Amyrlin. La pena por eso era la muerte. Extraño, pero ese pensamiento no le provocó miedo. Tal vez se debía a la hierba que la tenía afectada. ¿Cederían Romanda o Lelaine, accediendo a ser ascendida a Amyrlin después de que ella hubiera muerto? ¿O seguirían luchando una contra otra hasta que la rebelión se tambaleara y fracasara y las hermanas volvieran poco a poco a someterse a Elaida? Ése era un pensamiento triste. Profunda y terriblemente triste. Pero, si podía sentir pena, la horcaria no le estaba atenuando las emociones. Entonces ¿por qué no tenía miedo? Toqueteó el anillo de la Gran Serpiente. O eso intentó; se encontró con que había desaparecido. La rabia llameó al rojo vivo dentro de ella. Podrían matarla, pero no le negarían que era una Aes Sedai.