Выбрать главу

La actual Maestra de las Novicias —al menos en la Torre— se encontraba de pie cuando entraron. Era una mujer fornida y casi tan alta como Barasine, con el cabello oscuro peinado en un moño bajo y una barbilla cuadrada que le daba un aire resuelto. Su empaque proclamaba que Silviana Brehon no toleraba tonterías. Era una Roja, y la falda de color negro como el carbón tenía discretas cuchilladas rojas, pero en lugar de llevarlo puesto, su chal reposaba sobre el respaldo de la silla que había detrás del escritorio. Los grandes ojos resultaban inquietantes y pareció que asimilaban todo lo referente a Egwene en una mirada, como si la mujer no sólo supiera todos los pensamientos que tenía en la cabeza, sino también lo que pensaría al día siguiente.

—Dejadla conmigo y esperad fuera —dijo Silviana en voz baja pero firme.

—¿Dejarla? —repitió Katerine con incredulidad.

—¿Cuál de las palabras que he dicho no has entendido, Katerine? ¿Es que voy a tener que repetirlas?

Por lo visto no haría falta. Katerine se sonrojó, pero no dijo una sola palabra más. El brillo del saidar envolvió a Silviana, que se encargó del escudo con suavidad, sin dejar el menor resquicio por donde Egwene pudiera abrazar el Poder. La joven sabía que ya estaba en condiciones de hacerlo. Sólo que Silviana distaba mucho de ser débil; no había la menor esperanza de romper el escudo de la mujer. La mordaza de Aire desapareció al mismo tiempo, y Egwene tuvo que contentarse con sacar un pañuelo de la escarcela, con el que se limpió la barbilla calmosamente. Le habían registrado la escarcela —siempre llevaba el pañuelo encima, no debajo de todo lo demás—, pero descubrir qué más le habían quitado aparte del anillo tendría que esperar. De todos modos, nada de lo que guardaba normalmente habría servido de mucho a una prisionera: un peine, un paquete de agujas, unas tijeras pequeñas… Menudencias. La estola de Amyrlin. Qué clase de dignidad sería capaz de mantener mientras la azotaban era algo que la sobrepasaba, pero eso era el futuro, y esto era ahora.

Silviana la estudió, cruzada de brazos, hasta que la puerta se cerró detrás de las dos Rojas.

—No estás histérica en absoluto —dijo entonces—. Eso facilita las cosas, pero ¿por qué no lo estás?

—¿Serviría de algo? —repuso Egwene mientras guardaba el pañuelo en la escarcela—. Yo no lo creo.

Silviana se acercó al escritorio y leyó una hoja de papel que había allí a la vez que alzaba la vista de vez en cuando. Su expresión era la máscara perfecta de serenidad Aes Sedai, indescifrable. Egwene esperó pacientemente, con las manos enlazadas a la altura del talle. Incluso del revés identificó la letra característica de Elaida en aquella página, aunque no alcanzó a leer lo que decía. La mujer no tenía que pensar que se pondría nerviosa por esperar. La paciencia era una de las pocas armas que le quedaban actualmente.

—Parece que la Amyrlin ha pasado tiempo cavilando qué hacer contigo —dijo al fin Silviana. Si había esperado que Egwene empezara a rebullir o a retorcerse las manos, no mostró indicios de sentirse desilusionada—. Ha preparado un plan muy completo. No quiere que la Torre te pierda. Ni yo. Elaida ha llegado a la conclusión de que otras te han utilizado como una incauta y que no se te puede hacer responsable por ello. En consecuencia, no se te acusará de proclamarte Amyrlin. Ha tachado tu nombre de la lista de Aceptadas y lo ha anotado de nuevo en el libro de novicias. Francamente, estoy de acuerdo con esa decisión, a pesar de que no se haya hecho nunca. Tengas la habilidad que tengas con el Poder, has pasado por alto casi todo lo demás que debiste aprender como novicia. Sin embargo, no debes temer que tengas que volver a pasar la prueba. No obligaría a nadie a pasar por eso dos veces.

—Soy Aes Sedai en virtud de haber sido ascendida a Sede Amyrlin —repuso serenamente Egwene. No había incongruencia en defender un título cuando reivindicarlo podía conducir a la muerte. Su aquiescencia sería un golpe tan grave para la rebelión como su ejecución. Puede que más. ¿Otra vez de novicia? ¡Era ridículo!—. Puedo citar los pasajes correspondientes de la ley, si queréis.

Silviana enarcó una ceja y se sentó para abrir un libro grande encuadernado en cuero. El libro de castigos. Mojó la pluma en un sencillo tintero de cristal e hizo una anotación.

—Acabas de ganarte la primera visita a este estudio. Te daré la noche para que lo pienses en lugar de ponerte sobre mis rodillas ahora. Confiemos en que la contemplación sirva para intensificar el efecto saludable.

—¿Pensáis que me haréis negar lo que soy a fuerza de tundas? —Egwene pasó por un buen aprieto para evitar que la incredulidad le tiñera la voz; no estuvo segura de haberlo conseguido.

—Hay tundas y tundas —replicó la otra mujer. Limpió la plumilla en un trozo de papel, colocó el cálamo en el soporte de cristal y contempló a Egwene—. Estás acostumbrada a Sheriam Bayanar como Maestra de las Novicias. —Silviana sacudió la cabeza con desaprobación—. He echado un vistazo a su libro de castigos. Dejaba que las chicas escaparan impunes de muchas cosas y era excesivamente indulgente con sus favoritas. Como resultado, se veía obligada a imponer castigos con mucha más frecuencia de la que habría sido menester. Yo administro un tercio de castigos al mes de los que imponía Sheriam porque me aseguro de que cada chica que escarmiento se marche de aquí deseando por encima de todas las cosas que no la vuelvan a mandar a mi presencia.

—Hagáis lo que hagáis, nunca conseguiréis que niegue quien soy —manifestó firmemente Egwene—. ¿Cómo podéis pensar que lograréis que funcione esto? ¿Me escoltarán para ir a clase y me tendréis escudada durante todo el tiempo?

Silviana se recostó en el respaldo cubierto por el chal, con las manos apoyadas en el borde del escritorio.

—Te propones resistir mientras puedas, ¿verdad?

—Haré lo que debo hacer.

—Y yo también haré lo que debo. Durante el día no estarás escudada, pero se te administrará una tintura suave de horcaria cada hora. —Silviana torció la boca al pronunciar el nombre de la hierba. Recogió la hoja que contenía las instrucciones de Elaida como si fuera a leer; después la soltó sobre el escritorio y se frotó las puntas de los dedos como si hubiese tocado algo nocivo—. No me gusta esa porquería. Parece pensada específicamente contra las Aes Sedai. Una persona que no encauza puede beber cinco veces la cantidad que hace desmayarse a una hermana y apenas si le produce un leve mareo. Una poción repugnante. Pero útil, al parecer. A lo mejor se podría utilizar con esos Asha’man. La tintura no te aturdirá, pero no podrás encauzar lo suficiente para causar problemas, sólo pizcas insignificantes. Si te niegas a beber la tintura, te la verterán garganta abajo a la fuerza. También se te vigilará estrechamente, de modo que no intentes escabullirte a pie. De noche estarás escudada, puesto que administrarte suficiente horcaria para hacerte dormir toda la noche te provocaría retortijones en el estómago que te tendrían doblada al día siguiente.

»Eres una novicia, Egwene, y serás una novicia. Muchas hermanas te siguen considerando una fugitiva, te diera las órdenes que te diera Siuan Sanche, y sin duda hay otras que pensarán que Elaida se equivoca al no mandar que te decapiten. Estarán atentas a cualquier infracción, a cualquier fallo. Ahora puedes mofarte de recibir una tunda, antes de que te la dé, pero ¿y cuando hayas tenido que presentarte aquí cinco, seis, siete veces al día? Veremos cuánto tardas en cambiar de opinión.

Egwene se sorprendió al soltar una risita, y las cejas de Silviana se arquearon de golpe. Un leve movimiento en la mano pareció indicar que pensaba tomar la pluma.