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—¿He dicho algo divertido, pequeña?

—En absoluto —contestó sinceramente. Se le había ocurrido que podría superar el dolor abrazándolo al estilo Aiel. Confiaba en que funcionara, pero con ello desaparecía toda esperanza de conservar la dignidad, al menos mientras le estuvieran aplicando el castigo. En cuanto a lo demás, sólo le restaba hacer lo que pudiera hacer.

Silviana miró la pluma, pero finalmente se incorporó sin haberla tocado.

—Entonces no tengo nada más que hablar contigo. Por hoy. Te veré antes del desayuno, sin embargo. Ven conmigo.

Se encaminó hacia la puerta, segura de que Egwene la seguiría, como así lo hizo la joven. Atacar a la otra mujer físicamente sólo tendría por resultado otro apunte en el libro. Horcaria. Bueno, ya hallaría la forma de sortear eso de algún modo. Y si no… Se negó a considerar tal posibilidad.

Decir que Katerine y Barasine se quedaron pasmadas al enterarse de los planes de Elaida para Egwene sería quedarse corto; y no les hizo ninguna gracia saber que tendrían que vigilarla y escudarla mientras durmiera, aunque Silviana les dijo que arreglaría las cosas para que otras hermanas fueran a relevarlas al cabo de una o dos horas.

—¿Por qué las dos? —quiso saber Katerine, lo que le ganó una mirada incisiva de Barasine. Si encomendaban la tarea a una sola, no sería a Katerine, que estaba por encima de ella.

—En primer lugar, porque yo lo mando. —Silviana esperó hasta que las otras dos Rojas asintieran en conformidad, y lo hicieron aunque con evidente renuencia, si bien tampoco la hicieron esperar mucho. No se había puesto el chal para salir al pasillo y, lo más extraño, era que parecía ser ella la que hacía algo inapropiado—. En segundo lugar, porque creo que la pequeña es artera. Quiero que se la vigile estrechamente, esté dormida o despierta. ¿Cuál de vosotras tiene su anillo?

Un momento después, Barasine sacaba el aro de oro de la escarcela que llevaba en el cinturón.

—Se me ocurrió guardarlo como recuerdo —masculló—. De cuando se metió en cintura a las rebeldes. Ahora sí que están acabadas, sin duda.

¿Un recuerdo? ¡Era un robo, ni más ni menos! Egwene iba a cogerlo, pero la mano de Silvana se le adelantó y fue al bolsillo de la Maestra de las Novicias donde fue a parar el anillo.

—Lo guardaré hasta que tengas derecho a ponértelo de nuevo, pequeña. Vamos, llevadla al sector de las novicias y que se instale allí. A estas alturas debe de haber un cuarto preparado.

Katerine volvió a encargarse del escudo y Barasine hizo intención de asir de nuevo el brazo a Egwene, pero la joven le habló a Silviana.

—Esperad, tengo algo que deciros. —Le había costado muchísimo decidirse. No sería raro que revelara más de lo que quería, pero tenía que hacerlo—. Poseo el Talento del Sueño. He aprendido a distinguir los sueños reales y a interpretar algunos. Soñé con una lámpara de cristal que ardía con una llama blanca. Dos cuervos salieron volando de la niebla, golpearon la lámpara y siguieron volando. La lámpara se tambaleó, de forma que lanzó al aire gotitas de aceite inflamado. Algunas ardieron en el aire, otras cayeron y se esparcieron por el suelo mientras la lámpara seguía bamboleándose, a punto de caer. Significa que los seanchan atacarán la Torre Blanca y ocasionarán un gran daño.

Barasine aspiró por la nariz con aire desdeñoso mientras Katerine soltaba un resoplido burlón.

—Una Soñadora —dijo Silviana, impávida—. ¿Hay alguien que respalde tu aseveración? Y, si es así, ¿qué seguridad hay de que tu sueño signifique los seanchan? Para mí, los cuervos indicarían a la Sombra.

—Soy una Soñadora, y cuando una Soñadora sabe algo, lo sabe. No es la Sombra. Son los seanchan. En cuanto a quién puede respaldar lo que digo… —Egwene se encogió de hombros—. La única a la que tenéis acceso es Leane Sharif, que está encerrada abajo, en las celdas. —No veía forma de meter en esto a las Sabias sin revelar demasiado.

—Esa mujer es una espontánea, no… —empezó Katerine, furiosa, pero cerró la boca de golpe cuando Silviana alzó la mano en un gesto perentorio.

La Maestra de las Novicias estudió detenidamente a Egwene, el rostro todavía una máscara indescifrable de sosiego.

—Crees realmente que eres lo que dices ser —manifestó finalmente—. Espero que tu Talento del Sueño no ocasione tantos problemas como el Talento de Predicción de la joven Nicola. Si es que realmente eres una Soñadora. De acuerdo, transmitiré tu advertencia. No veo que los seanchan puedan atacarnos aquí, en Tar Valon, pero no se pierde nada por estar alerta. E interrogaré a esa mujer que está prisionera abajo. Con mucho cuidado. Y, si no respalda tu historia, entonces tu visita de por la mañana a mi estudio será más memorable para ti. —Hizo un ademán a Katerine—. Lleváosla antes de que me presente otro dato y me tenga toda la noche sin pegar ojo.

Esta vez, Katerine rezongó tanto como Barasine, si bien ambas esperaron a hacerlo cuando estuvieron lo bastante lejos para que Silviana no las oyera. Esa mujer iba a ser una adversaria formidable. Egwene esperaba que abrazar el dolor funcionara tan bien como aseguraban las Sabias. De lo contrario… De lo contrario no quería ni pensarlo.

Una criada delgada y canosa les indicó dónde estaba el cuarto que acababa de preparar, en la tercera galería del sector de las novicias, y después se alejó apresuradamente tras hacer una reverencia a las dos Rojas. Ni siquiera se molestó en mirar a Egwene. ¿Qué importancia tenía para ella una novicia? Egwene apretó los dientes. Iba a tener que hacer que la gente no la viera como otra novicia más.

—Mira qué cara —dijo Barasine—. Creo que por fin empieza a darse cuenta de su situación.

—Soy quien soy —repuso sosegadamente la joven.

Barasine la empujó hacia la escalera que subía a través de la columna hueca de galerías que iluminaba la abultada luna menguante. El susurro de una suave brisa era lo único que se oía. Todo parecía tan tranquilo… No se colaba luz por los cercos de ninguna puerta; las novicias debían de estar dormidas a esa hora, salvo las que tuvieran encomendadas tareas que se alargaban hasta tarde. La noche estaba serena para ellas, pero no para Egwene.

El cuarto minúsculo y sin ventanas podría ser el mismo que había ocupado la primera vez que llegó a la Torre, con la cama estrecha pegada contra la pared y una lumbre exigua prendida en el pequeño hogar de ladrillos. La lámpara de la reducida mesa se encontraba encendida, pero alumbraba poco más que el tablero, y el aceite se debía de haber estropeado porque soltaba un tenue y desagradable olor. El palanganero completaba el mobiliario, aparte de una banqueta de tres patas en la que Katerine se sentó sin perder un minuto mientras extendía el vuelo de la falda como si se encontrara en un trono. Al percatarse de que no tenía dónde sentarse, Barasine se cruzó de brazos y miró a Egwene, ceñuda.

El cuarto estaba abarrotado con las tres mujeres dentro, pero Egwene hizo como si las otras dos no existieran mientras se preparaba para acostarse. Colgó la capa, el cinturón y el vestido en tres de los colgadores instalados en una de las paredes toscamente encaladas. No pidió ayuda para desabrocharse los botones. Para cuando dejó las medias pulcramente enrolladas encima de los zapatos, Barasine se había acomodado en el suelo con las piernas cruzadas y se hallaba inmersa en un libro pequeño con encuadernación de cuero que debía de haber llevado en la escarcela. Katerine no le quitaba ojo, como si esperara que echara a correr hacia la puerta en cualquier momento.

Egwene, que se había dejado puesta la ropa interior, se metió debajo de la ligera manta de lana, apoyó la cabeza en la pequeña almohada —¡de plumas de ganso, nada, por supuesto!— y se puso a practicar los ejercicios para relajar el cuerpo por partes y conciliar el sueño. Lo había hecho tan a menudo que sólo fue empezar y quedarse dormida…