… Y flotar, incorpórea y sin forma, en la oscuridad que se hallaba entre el mundo de vigilia y el Tel’aran’rhiod, la angosta brecha entre el sueño y la realidad, un vasto vacío rebosante de miríadas de titilantes puntos de luz que eran los sueños de todos los durmientes del mundo. Flotaban a su alrededor en ese lugar donde no había arriba o abajo, hasta donde alcanzaba la vista, parpadeando hasta apagarse al terminar un sueño o irradiando de repente cuando empezaba uno. Reconocía algunos de vista y podía ponerles el nombre del soñador, pero no veía el que buscaba.
Era con Siuan con quien necesitaba hablar. Siuan, que seguramente sabía a estas alturas que había sobrevenido el desastre, que sería incapaz de conciliar el sueño hasta que el agotamiento la venciera. Se dispuso a esperar. Allí no se tenía noción del tiempo; no se cansaría de esperar. Sin embargo tenía que plantearse qué decir. Eran tantas cosas las que habían cambiado desde que se había despertado… Se había enterado de tantas otras… Y luego había estado segura de que moriría pronto; había estado convencida de que las hermanas de la Torre formaban un ejército consistente detrás de Elaida. Y ahora… Elaida la creía a buen recaudo. Podía hablar cuanto quisiera sobre hacerla novicia otra vez; incluso si Elaida lo creía realmente, Egwene al’Vere no. Tampoco se consideraba una prisionera. Había llevado la lucha al mismísimo corazón de la Torre. De haber tenido labios donde se encontraba en esos momentos, habría sonreído.
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Al sonar la postrera
La Rueda del Tiempo gira, y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene en mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la tercera por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento sobre la montaña truncada llamada Monte del Dragón. El viento no fue un inicio, pues no existen ni comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un principio.
Originado bajo el fulgor de una henchida luna que se ponía, a una altitud en la que los hombres no podrían respirar, nacido entre enroscadas corrientes térmicas que calentaban los fuegos del interior del quebrado pico, el viento fue un céfiro al principio, aunque cobró fuerza a medida que descendía, veloz, por la ladera abrupta y accidentada. Arrastrando consigo ceniza y hedor a azufre ardiente de las alturas, el viento pasó atronador entre colinas cubiertas de nieve que se alzaban de forma brusca sobre el llano contorno de la inconcebible altitud del Monte del Dragón.
Alejándose de las colinas, el viento aulló hacia el este, a través de un enorme campamento en los pastizales, un pueblo de considerable tamaño compuesto de tiendas y pasarelas de madera que se alineaban en las calles surcadas de roderas heladas. Esos surcos no tardarían en desaparecer y los últimos restos de nieve se fundirían para ser reemplazados por lluvias primaverales y barro. Contando, claro, con que el campamento permaneciera allí hasta que ocurriera ese cambio. A despecho de la hora, muchas Aes Sedai estaban despiertas y reunidas en pequeños grupos protegidos con salvaguardas para que nadie escuchara a escondidas. Hablaban de lo que había ocurrido esa noche. No pocas de aquellas conversaciones eran muy vivas, tanto que faltaba muy poco para que fueran discusiones. Se podría haber llegado a amenazar con el puño o puede que algo peor si no hubieran sido Aes Sedai. La cuestión era qué hacer a continuación. A esas alturas todas las hermanas estaban enteradas de las noticias de la orilla del río, si bien los detalles seguían siendo imprecisos. La propia Amyrlin había ido a clausurar el Puerto del Norte en secreto y el bote al que había subido se había encontrado volcado y enganchado en los carrizos. Sobrevivir en aquella corriente rápida y helada parecía improbable, y menos a medida que pasaban las horas, cuando la certidumbre cobró consistencia. La Sede Amyrlin había muerto. Todas las hermanas del campamento sabían que su futuro y, tal vez, su vida pendían de un hilo, por no mencionar el futuro de la propia Torre Blanca. ¿Qué hacer ahora? Con todo, las voces enmudecieron y las cabezas se alzaron cuando la violenta ráfaga que alcanzó al campamento agitó las tiendas de lona como banderas y las roció con pegotes de nieve. El repentino hedor a azufre ardiente que impregnaba el aire anunció de dónde había llegado esa ventolera, y más de una Aes Sedai elevó una silenciosa plegaria contra el mal. Sin embargo, en cuestión de segundos la racha de viento había pasado y las hermanas reanudaron sus deliberaciones sobre un futuro tan sombrío que se correspondía con la peste intensa que había quedado en el aire y que empezaba a atenuarse.
El viento sopló estruendoso en dirección a Tar Valon y cobró fuerza a medida que avanzaba; pasó aullando sobre campamentos militares próximos al río, donde los soldados y los civiles que dormían en el suelo de repente sintieron que los despojaban de las mantas, y los que se hallaban en tiendas despertaron por los tirones de las lonas, que a veces salieron volando en la oscuridad cuando las clavijas cedieron o los vientos se cortaron. Carretas cargadas se bambolearon y cayeron, las banderas se mantuvieron tirantes antes de que el ventarrón las arrancara de cuajo, y las astas, ahora convertidas en lanzas, traspasaron cuanto encontraron a su paso. Resistiendo contra el empuje del vendaval, los hombres se dirigieron trabajosamente hacia las hileras de caballos estacados para calmar a los animales encabritados, que relinchaban con terror. Nadie sabía lo que sabían las Aes Sedai, pero el olor sulfuroso y punzante que impregnaba el gélido aire de la noche parecía un mal presagio, y hombres encallecidos elevaron plegarias en voz alta con tanto fervor como los muchachos imberbes. Los civiles que acompañaban al ejército —armeros, herradores y flecheros, esposas, lavanderas y costureras— se sumaron con las suyas en voz alta, todos embargados por el repentino miedo de que algo más oscuro que la negrura acechaba en la noche.
El violento batir de lonas a punto de rasgarse, el murmullo de voces y los relinchos de caballos, tan fuertes que se imponían sobre el viento aullador, ayudaron a Siuan a esforzarse para despertar por segunda vez. El fuerte hedor de azufre ardiendo le hizo llorar los ojos, cosa de la que se alegró. Egwene sería capaz de meterse y salir del sueño como quien se pone o se quita un par de medias, pero ése no era su caso. Ya le había costado trabajo dormirse después de que por fin se pudo acostar. Cuando las noticias de la orilla del río le llegaron, estuvo segura de que no se volvería a dormir si no estaba al borde del agotamiento. Había ofrecido preces por Leane, pero todas las esperanzas de las rebeldes se apoyaban en los hombros de Egwene, y ahora parecía que esas esperanzas estaban destripadas y colgadas en el secadero. Bien, se había agotado con el nerviosismo, la preocupación y los paseos de aquí para allí. Ahora volvía a haber esperanza y no se atrevía a cerrar los párpados por miedo a volver a sumirse en el sueño y no despertarse hasta el mediodía, si es que lo hacía. El ventarrón amainó, pero los gritos de la gente y los relinchos de los caballos no disminuyeron.
Cansinamente, apartó las mantas a un lado y se tambaleó al incorporarse. La yacija no tenía nada de cómoda, extendida sobre la lona del suelo, en un rincón de la tienda cuadrada y no muy amplia; sin embargo había ido allí a pesar de que hacerlo significaba montar a caballo. Claro que, para entonces, se sentía a punto de desplomarse y seguramente el dolor la tenía trastornada. Tocó el ter’angreal del anillo torcido que llevaba colgado al cuello de un cordel. La primera vez que se despertó —tan trabajosamente como esta otra— había sido para coger el anillo guardado en la escarcela. Bien, el pesar estaba superado ya, y eso le sirvió para seguir en movimiento. Un repentino bostezo hizo que le crujieran las mandíbulas como escálamos de hierro oxidados. Servía para que aguantara, pero a duras penas. Cualquiera habría pensado que el mensaje de Egwene, el hecho de que estuviera viva para enviarlo, tendría que bastar para que desapareciera el agotamiento. Por lo visto no era así.