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Encauzó un globo de luz el tiempo suficiente para localizar el farol colgado del poste principal de la tienda y lo encendió con un hilo de Fuego. La llama daba una luz débil y titilante. Había más lámparas y faroles, pero Gareth no dejaba de repetir el poco aceite que quedaba en existencias. El brasero no lo encendió; Gareth no era tan parco con el carbón como con el aceite —el carbón era más fácil de conseguir— pero Siuan casi no notaba el aire helado. Miró la yacija del hombre, situada al otro lado de la tienda, con el entrecejo fruncido; seguía intacta. Sin duda estaba al tanto del descubrimiento de la barca y a quién había transportado. Las hermanas hacían todo lo posible por guardar secretos a Gareth pero, de algún modo, lo conseguían muchas menos veces de lo que algunas creían. En más de una ocasión ese hombre la había sorprendido con lo que sabía. ¿Estaría ahí fuera organizando a sus soldados para lo que quiera que la Antecámara hubiera decidido? ¿O habría partido ya, dejando atrás lo que era una causa perdida? Ya no lo era, pero él no podía saberlo.

—No —murmuró, asaltada por una especie de sensación de… deslealtad por haber dudado del hombre, aunque sólo fuera para sus adentros. Seguiría allí al salir el sol y todos los amaneceres hasta que la Antecámara le ordenara marcharse. Puede que más. Siuan no creía que Gareth abandonara a Egwene, ordenara lo que ordenara la Antecámara. Era tan testarudo, tan orgulloso… No, no era por eso. La palabra de Gareth Bryne era su honor. Una vez dada la mantenía, costara lo que le costara, a menos que lo eximieran de ella. Y quizá —sólo quizá— tuviera otras razones para quedarse. Rehusó pensar en eso.

Apartó a Gareth de su mente. ¿Por qué habría ido a la tienda de ese hombre? Habría sido mucho más fácil dormir en la suya, en el campamento de las hermanas, a pesar de lo abarrotado que estaba, o incluso haber aguantado la llorosa compañía de Chesa, si bien, pensándolo mejor, aquella última noche la había superado por completo. No soportaba los llantos, y la doncella de Egwene no paraba de llorar. Apartando a Gareth con firmeza de su mente, se cepilló el cabello con rapidez, se cambió de muda y se vistió tan deprisa como pudo a la tenue luz del farol. El sencillo traje de montar de paño azul estaba arrugado, además de salpicado de barro en el repulgo —había bajado al borde del río para ver la barca con sus propios ojos— pero no perdió tiempo en limpiarlo y plancharlo con el Poder. Tenía que darse prisa.

La tienda distaba mucho de ser el espacioso habitáculo que se esperaría para un general, de modo que apresurarse significó golpearse la cadera contra el pico de un escritorio con bastante fuerza para que una de las patas casi se plegara antes de que Siuan la agarrara y estuviera a punto de derribar una banqueta de campamento, que era lo más parecido a una silla que había en la tienda; y que se atizara en las espinillas con los arcones guarnecidos con latón que estaban desperdigados. Aquello la hizo soltar un juramento que habría puesto coloradas las orejas a cualquiera que la hubiera oído. Los arcones eran de doble uso, ya que se usaban como asientos además de guardar cosas, y uno de tapa plana hacía las veces de palanganero provisional, con una jofaina y un aguamanil blancos encima. A decir verdad, se encontraban dispuestos de una manera bastante ordenada, pero al estilo de Gareth. Él era capaz de moverse entre los arcones en la más absoluta oscuridad. Cualquier otro se rompería una pierna intentando llegar al catre. Siuan sospechaba que a Gareth le preocupaban posibles asesinos, aunque nunca lo manifestara.

Recogió la capa oscura de encima de uno de los arcones y se la echó doblada sobre el brazo; se detuvo cuando se disponía a apagar el farol con un flujo de Aire y se quedó mirando un instante el segundo par de botas de Gareth, colocado al pie del catre. Encauzó otra pequeña esfera de luz y se acercó a las botas. Justo lo que había pensado. Recién lustradas. El puñetero hombre insistía en que saldara su deuda realizando trabajos para él y después, a su espalda —o, lo que era peor, en sus narices mientras ella dormía—, ¡se limpiaba las botas él mismo! ¡El puñetero Gareth Bryne, que la trataba como a una sirvienta sin intentar siquiera darle un beso…!

Se irguió bruscamente mientras la boca se le tensaba como una maroma de amarre. Vaya ¿de dónde había salido ese pensamiento? Dijera lo que dijera Egwene, no estaba enamorada del puñetero Gareth Bryne. ¡Por supuesto que no! Tenía mucho que hacer para dejarse atrapar en esa clase de tontería. «Y es por eso por lo que dejaste de ponerte ropa bordada, supongo —susurró una vocecilla dentro de su cabeza—. Todas esas cosas bonitas metidas en baúles sólo porque tienes miedo». ¿Miedo? ¡Que la asparan si tenía miedo de él o de cualquier hombre!

Encauzando cuidadosamente Tierra, Fuego y Aire en ese orden, dirigió el tejido a las botas. Hasta el último rastro de betún y también la mayor parte del tinte se desprendieron y formaron una brillante y perfecta esfera que flotó en el aire, dejando el cuero totalmente grisáceo. Se planteó durante un instante si dejaba la bola negra entre las sábanas. ¡Sería una buena sorpresa que se llevaría cuando se acostara finalmente!

Con un suspiro, abrió el faldón de entrada y dirigió la bola al oscuro exterior para dejarla caer al suelo con un ruido de salpicadura. Ese hombre tenía muy malas maneras, absolutamente irrespetuosas, cuando ella se dejaba llevar por el genio y llegaba demasiado lejos, como lo descubrió la primera vez que le atizó en la cabeza con las botas que le estaba limpiando. Y cuando la enfureció tanto que le echó sal en el té. Bastante sal, sí, pero no había sido culpa suya que él tuviera tanta prisa que se tragó de golpe toda la taza. O lo había intentado, al menos. Oh, no parecía importarle que ella gritara, y a veces él daba voces también —otras veces sonreía, simplemente, ¡y eso la encorajinaba a más no poder!— pero tenía un límite. Podría haberlo parado con un sencillo tejido de Aire, por supuesto, ¡pero ella tenía en tanto su honor como él el suyo, condenado hombre! De todos modos tenía que estar cerca de él. Min lo había dicho, y la chica parecía infalible. Ésa era la única razón de que no hubiera metido un puñado de oro a Gareth Bryne por el gañote y le hubiera dicho que estaba pagada la deuda y que se fuera a tomar viento. ¡La única razón! Aparte de su propio honor, claro.

Bostezando, dejó atrás el negro y brillante charco a la fría luz de la luna. Si el hombre lo pisaba antes de que se secara y metía la porquería dentro, la culpa sería de él, no de ella. Al menos el olor de azufre había cedido un poco. Los ojos le habían dejado de lloriquear, pero lo que alcanzaba a ver era un caos.

En este campamento, ahora envuelto en la noche, nunca había habido mucho orden. Las calles marcadas de surcos eran bastante rectas, sí, y anchas para que los soldados se movieran por ellas, pero el resto siempre había tenido el aspecto de un despliegue al azar de tiendas, toscos refugios y agujeros de lumbre de cocinas rodeados de piedras. Ahora parecía que hubiera sufrido un ataque, con tiendas desplomadas por doquier, algunas caídas sobre otras que aún se sostenían en pie, si bien muchas de ésas estaban ladeadas, y docenas de carretas y carros se encontraban volcados de lado o boca abajo. Llegaban voces desde todas partes pidiendo ayuda para los heridos, de los que parecía haber un número considerable. Delante de la tienda de Gareth pasaban hombres que cojeaban al caminar, apoyados en otros; mientras, pequeños grupos se movían deprisa acarreando mantas que hacían las veces de camillas. Un poco más lejos Siuan vio cuatro formas tendidas en el suelo y cubiertas con mantas; junto a tres de ellas, unas mujeres arrodilladas se mecían atrás y adelante mientras lloraban la muerte de sus seres queridos.