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Nada podía hacer por los muertos, pero sí ofrecer sus conocimientos de Curación a los demás. No era su mejor habilidad, ni mucho menos; apenas tenía fuerza, aunque parecía que había vuelto a ella por completo cuando Nynaeve la había Curado, pero dudaba que hubiera otra hermana en este campamento. La mayoría evitaba a los soldados, así que su pericia, aunque mermada, sería mejor que nada. Podría hacerlo, salvo que llevaba noticias importantes y urgía que llegaran a las personas adecuadas cuanto antes. De modo que cerró los oídos a gemidos y llantos por igual, hizo caso omiso de brazos que colgaban rotos o de los trapos que se pegaban a cabezas ensangrentadas, y se dirigió presurosa a las hileras de caballos situadas al borde del campamento, donde el olor dulzón a estiércol de caballo empezaba a imponerse sobre el de azufre. Un tipo huesudo y sin afeitar, de rostro macilento, intentó pasarla deprisa, pero lo agarró por la manga de la chaqueta.

—Ensíllame el caballo más manso que encuentres —le dijo—, y hazlo ahora mismo.

Bela habría servido estupendamente, sólo que Siuan no tenía ni idea de en qué hilera habrían atado a la robusta yegua y no estaba dispuesta a esperar a que la encontraran.

—¿Quieres cabalgar? —inquirió con incredulidad el hombre al mismo tiempo que se soltaba la manga de un tirón—. Si tienes un caballo propio, entonces ensíllalo tú misma si eres tan tonta que quieres montar. Yo tengo que estarme lo que queda de noche pasando frío y atendiendo a los que se han hecho daño, y suerte habrá si al menos no muere alguno.

Siuan rechinó los dientes. El imbécil la tomaba por una de las costureras. ¡O una de las esposas! Por alguna razón, eso último le parecía peor. Alzó el puño derecho delante de la cara del hombre con tanta rapidez que él se echó hacia atrás soltando un juramento, pero Siuan le acercó la mano a la nariz lo suficiente para que sólo viera el anillo de la Gran Serpiente. El tipo se puso bizco al mirarlo.

—La montura más mansa que encuentres —repitió en un tono inexpresivo y frío—. Pero rápido.

El anillo funcionó. El hombre tragó saliva con esfuerzo y luego se rascó la cabeza mientras echaba una ojeada a las hileras de caballos, donde todos los animales parecían estar pateando el suelo o temblando.

—Manso —murmuró—. Veré qué puedo hacer, Aes Sedai. Manso. —Tras tocarse la frente con los nudillos en un saludo, recorrió apresuradamente las hileras de caballos rezongando entre dientes.

Siuan también rezongó mientras caminaba de aquí para allí, tres pasos para un lado y tres para el otro. La nieve, deshecha al pisarla y helada de nuevo, crujía bajo los fuertes zapatos. Por lo que alcanzaba a ver, ese hombre tardaría horas en encontrar un animal que no la tirara al suelo si oía gruñir a un cerdo. Se echó la capa sobre los hombros y pasó el pequeño prendedor redondo de plata con un gesto impaciente; estuvo a punto de pincharse el dedo gordo. Conque asustada, ¿verdad? ¡Se iba a enterar ese puñetero Gareth Bryne de las narices! Adelante y atrás, adelante y atrás. A lo mejor debería recorrer el largo trecho a pie. Sería incómodo, pero mejor eso que salir disparada de la silla de montar y tal vez romperse un hueso. Nunca montaba un caballo, incluida Bela, sin pensar en huesos rotos. Pero el tipo regresó con una yegua oscura que llevaba una silla de arzón alto.

—¿Es mansa? —demandó, escéptica. El animal daba pasos como si estuviera a punto de ponerse a bailar y su aspecto era lustroso. Eso se suponía que indicaba velocidad.

Dama de Noche es delicada como agua de leche, Aes Sedai. Es de mi esposa, y Nemaris prefiere la delicadeza antes que una montura fogosa.

—Si tú lo dices —contestó Siuan con gesto de desdén. Según su experiencia, los caballos rara vez eran mansos.

Tomó las riendas, subió torpemente a la silla, y después tuvo que desplazarse para tirar de la capa, sobre la que se había sentado, para no estrangularse cada vez que se movía. La yegua bailoteaba, tirara de las riendas atrás o adelante. Sabía desde el principio que iba a hacerlo. Así que intentando romperle los huesos ya, ¿verdad? Un bote —con uno o dos remos— era lo mejor; la llevaba a una donde quería y se paraba cuando una quería, a no ser que fuera una estúpida redomada, sin saber nada de corrientes, mareas y vientos. Pero los caballos tenían cerebro, aunque fuera pequeño, y eso significaba que se les podía meter en la cabeza la idea de no hacer caso de brida ni riendas ni de lo que el jinete quisiera. Eso debía tenerse en cuenta cuando había que sentarse a horcajadas sobre un puñetero caballo.

—Una cosa, Aes Sedai —dijo el hombre mientras ella intentaba encontrar una postura cómoda. ¿Por qué las sillas parecían ser siempre más duras que la madera?—. Yo que vos la mantendría al paso esta noche. Ese viento y esa peste, ¿sabéis? Pues eso, que podría estar un poco suscepti…

—No tengo tiempo —lo interrumpió Siuan, que clavó tacones en los flancos del animal.

La «delicada como agua de leche» Dama de Noche arrancó de un salto tan brusco que Siuan estuvo a punto de caer hacia atrás sobre el arzón trasero. Sólo la rápida reacción de aferrarse a la perilla la mantuvo en la silla. Le pareció oír que el tipo le gritaba algo, pero no estaba segura. Por la Luz, ¿a qué llamaría «fogosa» la tal Nemaris? La yegua pasó por el campamento a toda velocidad, como si tratara de ganar una carrera, y se dirigió a galope hacia la luna que se ponía y al Monte del Dragón, una aguja oscura que se elevaba contra el cielo estrellado.

Con la capa ondeando tras ella, Siuan no hizo el menor intento de frenarla, sino que volvió a hincar los talones al tiempo que sacudía las riendas contra el cuello de la yegua como había visto hacer a otros cuando querían azuzar a las monturas. Tenía que hablar con las hermanas antes de que alguien hiciera algo irreparable. Muchas posibilidades —demasiadas— le vinieron a la cabeza. La yegua dejó atrás pequeñas arboledas, aldehuelas y granjas desperdigadas con sus pastizales y campos cercados con piedra. Sus habitantes, cómodos bajo los techos de pizarra cubiertos de nieve y detrás de las paredes de piedra o de ladrillo, no se habían despertado con el violento ventarrón; todos los edificios estaban a oscuras y en silencio. Seguro que hasta las malditas vacas y ovejas estarían disfrutando de una buena noche de sueño. Los granjeros siempre tenían vacas y ovejas. Y cerdos.

Rebotando en el duro cuero de la silla, Siuan intentó echarse hacia adelante, sobre el cuello de la yegua. Así era como lo hacían; lo había visto. Casi al instante se le escapó el estribo izquierdo y faltó poco para que resbalara hacia ese lado; no sin esfuerzo, logró echarse hacia atrás para meter de nuevo el pie en el estribo. Lo único que estaba a su alcance era quedarse derecha, agarrada con una mano a la perilla con todas sus fuerzas, y con la otra a las riendas, aún más fuerte. La capa ondeante le causaba molestias en el cuello, y ella botaba con tanta fuerza que los dientes le castañeteaban si abría la boca a destiempo, pero siguió adelante, e incluso taconeó al animal otra vez. Oh, Luz, iba a sufrir tantas magulladuras que estaría en un tris de perder la vida. Siguió a través de la noche, golpeándose el trasero en la silla con cada zancada de la yegua. Al menos, el hecho de llevar prietos los dientes evitó que bostezara.

Por fin las hileras de caballos y filas de carreras que rodeaban el campamento de las Aes Sedai aparecieron en la oscuridad a través de un ralo cerco de árboles y, con un suspiro de alivio, tiró de las riendas tan fuerte como pudo. Para un animal que cabalgara a tal velocidad sin duda haría falta tirar con ganas para que frenara. Dama de Noche se paró, pero tan bruscamente que Siuan habría salido despedida por encima de la cabeza de la yegua si ésta no se hubiera encabritado al mismo tiempo. Con los ojos desorbitados, Siuan se asió al cuello del animal hasta que finalmente plantó las cuatro patas en el suelo. Y también durante un rato más después de que lo hubo hecho.