Galad sacudió la cabeza con rabia. Trom tenía razón, pero las cosas no deberían ser así. Había muchas cosas que estaban mal.
—¿Y vais a licenciar también a estos otros hombres? Sabéis que Asunawa encontrará el modo de acusarlos también. ¿Licenciaréis a los Hijos que no quieran ayudar a los seanchan a ocupar nuestros países en nombre de alguien que murió hace más de un milenio? —Varios taraboneses intercambiaron una mirada y asintieron en silencio, al igual que hicieron otros, y no todos eran amadicienses—. ¿Y qué pasa con los hombres que defendieron la Fortaleza de la Luz? ¿Acaso una licencia les quitará las cadenas o impedirá que los seanchan sigan haciéndolos trabajar como si fueran bestias de carga?
Se alzaron más murmullos iracundos; esos prisioneros eran como una herida abierta para todos los Hijos. Cruzado de brazos, Trom lo observó como si lo viera por primera vez.
—Entonces ¿qué harías tú?
—Trataría de que los Hijos encontraran a alguien, cualquiera, que combatiera a los seanchan, y de que se aliaran con esas personas. Me aseguraría de que los Hijos de la Luz cabalgan hacia la Última Batalla, en lugar de ayudar a los seanchan a dar caza a los Aiel y a que nos despojen de nuestras naciones.
—¿Cualquiera? —preguntó un cairhienino llamado Doirellin en un tono de voz agudo. Nadie hacía mofa de su voz. Aunque de estatura baja, era casi tan ancho como alto, y no había un gramo de grasa en su cuerpo, además de ser capaz de colocarse nueces entre todos los dedos y partirlas al apretar el puño—. Eso podría significar Aes Sedai.
—Si lo que quieres es estar en el Tarmon Gai’don, entonces tendrás que luchar al lado de Aes Sedai —argumentó sosegadamente Galad.
El joven Bornhald torció el gesto con profundo desagrado, y no fue el único. Byar empezó a incorporarse, pero se agachó de nuevo y continuó con su tarea. Sin embargo, nadie se manifestó en desacuerdo. Doirellin asintió lentamente con la cabeza, como si no hubiera considerado la posibilidad hasta ese momento.
—Yo no puedo estar más en contra de las brujas que cualquier otro hombre —dijo al cabo Byar sin levantar la cabeza de su trabajo. La sangre iba empapando las vendas aun mientras las envolvía—. Pero los Preceptos dicen que para combatir al cuervo uno puede aliarse con la serpiente hasta que la batalla haya terminado. —Los hombres mostraron su conformidad con cabeceos generalizados. El cuervo representaba a la Sombra, pero todos sabían que también era el emblema imperial de los seanchan.
—Combatiré al lado de las brujas —manifestó un desgarbado tarabonés—, o incluso con esos Asha’man de los que habla todo el mundo, si luchan contra los seanchan. O en la Última Batalla. Y me enfrentaré a cualquier hombre que me diga que me equivoco. —Dirigió una mirada feroz a su alrededor como si estuviera dispuesto a emprenderla a golpes en ese mismo instante con quien fuera.
—Parece que las cosas van a salir como deseas, milord capitán general —dijo Trom al tiempo que hacía una reverencia a Galad mucho más profunda que la que había hecho a Valda—. Al menos, hasta cierto punto. ¿Quién sabe lo que nos depara el destino dentro de una hora, cuanto menos mañana?
Galad se sorprendió al soltar una carcajada. Desde el día anterior había tenido la seguridad de que nunca volvería a reír.
—Ése es un mal chiste, Trom.
—Es lo que marca la ley escrita. Y Valda hizo la proclamación. Además, has tenido el coraje de decir lo que muchos pensaban pero se lo callaban, yo entre ellos. Tu plan es mejor para los Hijos que cualquiera de los que he oído desde que Pedron Niall murió.
—Sigue siendo un mal chiste. —Por mucho que estipulara la ley, esa parte se había pasado por alto desde el final de la Guerra de los Cien Años.
—Veremos qué tienen que decir los Hijos al respecto cuando les pidas que nos sigan al Tarmon Gai’don para luchar al lado de las brujas —repuso Trom con una sonrisa de oreja a oreja.
Unos hombres empezaron de nuevo a golpearse el hombro, más fuerte que cuando habían celebrado su victoria. Al principio sólo fueron unos pocos, pero luego se les fueron uniendo más hasta que todos, incluido Trom, mostraron su aprobación. Es decir, todos menos Kashgar. Haciendo una profunda reverencia, el saldaenino sostuvo con las dos manos la espada con la marca de la garza enfundada en la vaina y se la ofreció.
—Es vuestra ahora, milord capitán general.
Galad suspiró. Esperaba que aquella tontería fuera perdiendo fuerza hasta consumirse antes de que llegaran al campamento. Volver allí ya era una estupidez bastante grande para que además se sumara semejante pretensión. Con toda seguridad se les echarían encima y los cargarían de cadenas; eso si no los mataban a golpes antes. Pero tenía que ir. Era lo que debía hacer.
La luz del día empezaba a alumbrar esa fría mañana de primavera, aunque el sol ni siquiera había empezado a asomar sobre el horizonte, y Rodel Ituralde alzó el visor de lentes con bandas doradas para observar el pueblo al pie de la colina donde se encontraba con su castrado ruano, en lo más profundo de Tarabon. Detestaba tener que esperar a que hubiera luz suficiente para ver. Con cuidado de que las lentes no lanzaran destellos, apoyó el extremo del largo tubo encima del pulgar y lo protegió con la mano ahuecada. A esa hora era cuando los centinelas estaban menos alerta, aliviados porque la oscuridad, a cuyo abrigo un posible enemigo podría aproximarse a hurtadillas, iba quedando atrás. Sin embargo, desde que habían cruzado el llano de Almoth les habían llegado rumores sobre incursiones Aiel en territorio de Tarabon. Si él fuera un centinela con la posible amenaza de tener Aiel por las cercanías estaría con cien ojos. Resultaba curioso que el campo, a costa de esos Aiel, no bullera como un hormiguero pateado. Curioso y, tal vez, inquietante. Aunque había hombres armados por doquier, seanchan y los taraboneses aliados con ellos, así como hordas de civiles seanchan que construían granjas e incluso pueblos, llegar hasta allí había sido casi demasiado fácil. Esa facilidad terminaba con el día que empezaba.
Detrás de él, entre los árboles, los caballos pateaban el suelo con impaciencia. Los cien domani que lo acompañaban guardaban silencio, salvo alguno que otro crujido del cuero cuando un hombre rebullía en la silla, pero percibía su tensión. Ojalá tuviera el doble de hombres. O cinco veces más. Al principio le pareció un gesto de buena fe que él en persona cabalgara con una fuerza compuesta principalmente de taraboneses. Ya no estaba tan seguro de que hubiera sido una buena decisión. En cualquier caso, ya era demasiado tarde para hacerse reproches.
A mitad de camino entre Elmora y la frontera amadiciense, Serana se hallaba en un valle llano y herboso rodeado de colinas boscosas; entre el pueblo y los árboles había al menos una milla de distancia en cualquier dirección excepto en la que él se encontraba, y un lago pequeño, bordeado de juncos y alimentado por dos anchos arroyos, se extendía entre su posición y el pueblo. No era una población a la que se pudiera pillar por sorpresa a la luz del día. Ya había sido una población de tamaño considerable antes de la llegada de los seanchan, un punto de parada para las caravanas de mercaderes que se dirigían al este y que contaba con más de una docena de posadas y casi el mismo número de calles. La gente del pueblo ya estaba ocupada en sus quehaceres diarios. Algunas mujeres, con cestos balanceándose sobre la cabeza, recorrían las calles, en tanto que otras encendían un fuego debajo de las perolas de agua para la colada en la parte posterior de las casas; los hombres se encaminaban a sus lugares de trabajo y a veces hacían un alto para intercambiar unas palabras. Era una mañana normal, con los niños corriendo y jugando, haciendo rodar aros o arrojando los saquitos de alubias entre la gente que pasaba. A lo lejos, se oía el apagado repiqueteo metálico de una herrería. En las chimeneas, el humo de las lumbres para el desayuno se disipaba poco a poco.