Выбрать главу

Que Ituralde viera, nadie en Serana mostraba interés alguno por los tres pares de centinelas con llamativas listas pintadas en los petos que iban y venían en sus caballos a más o menos un cuarto de milla de distancia. El lago, bastante más ancho que el pueblo, protegía el cuarto lado de forma muy efectiva. Al parecer la presencia de los centinelas era algo corriente de cada día, al igual que el campamento seanchan que ampliaba Serana a más del doble de su tamaño original.

Ituralde sacudió suavemente la cabeza. Él no habría instalado el campamento pegado al pueblo de esa forma. Las techumbres de Serana eran todas de tejas rojas, verdes o azules, pero los edificios en sí eran de madera; un incendio en la población se propagaría fácilmente al campamento, donde las tiendas de almacenaje, de lona y grandes como casas, superaban con mucho el número de las otras tiendas pequeñas en donde los hombres dormían, y grandes montones de barriles, toneles y cajas ocupaban tanto espacio como los dos tipos de tiendas juntos. Mantener lejos de allí a los lugareños amigos de lo ajeno sería poco menos que imposible. Todas las poblaciones tenían unos pocos picabueyes que cogían cualquier cosa que pensaran que podían llevarse a casa, e incluso hombres un poco más honrados podrían verse tentados al tenerlo tan a mano. La ubicación significaba menos camino que recorrer para coger agua del lago y una distancia aún más corta para que los soldados llegaran a la cerveza o al vino del pueblo cuando estaban fuera de servicio, pero eso sugería un comandante que no mantenía mucha disciplina.

Con disciplina o sin ella, también había movimiento en el campamento. Las horas de actividad de un soldado hacían que las de un granjero parecieran descansadas en comparación. Unos hombres revisaban las largas hileras de caballos estacados; los alféreces pasaban revista a soldados en formación; cientos de trabajadores cargaban o descargaban carretas; mozos de cuadra enganchaban tiros de caballos. A diario llegaban por la calzada filas de carretas procedentes del este y del oeste, en tanto que otras partían. Ituralde admiraba la eficiencia seanchan en cuanto a proporcionar a sus soldados lo que necesitaban donde y cuando lo necesitaban. Juramentados del Dragón allí en Tarabon, en su mayor parte hombres de gesto agrio que culpaban a los seanchan de haber puesto fin a su sueño, se habían mostrado más que deseosos de contarle lo que sabían aunque no a cabalgar con él. Ese campamento tenía de todo, desde botas y espadas, pasando por flechas y herraduras, hasta cantimploras, todo en suficiente número para equipar a miles de hombres de la cabeza a los pies. Lamentarían su pérdida.

Bajó el visor de lentes para espantar una pesada mosca verde que le zumbaba en la cara. Casi de inmediato la sustituyeron otras dos. Tarabon estaba repleto de moscas. ¿Llegaban allí tan pronto todos los años? En su tierra empezarían a salir de los huevos justo cuando volviera a pisar Arad Doman. Si es que lo hacía. No; nada de pensamientos funestos. Cuando volviera, punto. De otra forma, Tamsin se enojaría y sería de tontos enfadarla.

La mayoría de los hombres que había allá abajo eran trabajadores contratados, no soldados, y sólo había alrededor de un centenar de esos seanchan. Con todo, una compañía de trescientos taraboneses con sus armaduras de listas había llegado al mediodía de la jornada anterior, con lo que doblaron el número de sus efectivos y lo obligaron a cambiar de plan. Otro grupo de taraboneses igual de grande entró en el campamento a la puesta de sol, justo a tiempo de cenar y acostarse donde buenamente pudieron extender las mantas. Las velas y las lámparas de aceite eran un lujo para los soldados. También había llegado una de esas mujeres sujetas con cadena, una damane. Ituralde habría querido poder esperar hasta que se hubiera marchado del campamento —debían de conducirla a alguna otra parte, porque ¿qué utilidad tenía una damane en un campamento de suministros?— pero aquél era el día fijado y no se podía permitir dar motivo a los taraboneses para que le echaran en cara que se estaba rezagando. Habría algunos que aprovecharían cualquier excusa para hacer las cosas a su aire. Sabía que no lo seguirían mucho más tiempo, pero necesitaba retener a todos los que pudiera unos cuantos días más.

Desvió la vista hacia el oeste, sin molestarse en usar el visor.

—Ahora —susurró y, como si hubiese sido una orden, doscientos hombres con velos de malla cubriéndoles el rostro salieron a galope de los árboles. Y se frenaron de inmediato, brincando y compitiendo por un hueco al tiempo que blandían lanzas y su cabecilla recorría la línea de arriba abajo y gesticulaba violentamente en un obvio esfuerzo de restablecer cierto orden.

A esa distancia, Ituralde no distinguía las caras; ni siquiera lo habría conseguido con el visor de lentes, pero podía imaginar la ira plasmada en el semblante de Tornay Lanasiet por tener que representar esa pantomima. El bajo y fornido Juramentado del Dragón ardía en deseos de vérselas con los seanchan; cualquier seanchan. Le había costado trabajo disuadirlo de no atacar el mismo día que cruzaron la frontera. El día anterior se había mostrado claramente encantado de poder quitar por fin las odiadas listas del peto. Eso daba igual mientras cumpliera las órdenes al pie de la letra.

Cuando los centinelas que estaban más próximos a Lanasiet hicieron volver grupas a sus monturas y regresaron a galope al pueblo y al campamento seanchan, Ituralde desvió la atención hacia allí y volvió a utilizar el visor de lentes. Los centinelas descubrirían lo innecesario de su alarma. Todo movimiento había cesado, algunos hombres señalaban hacia los jinetes al otro lado del pueblo mientras que los demás —soldados y trabajadores por igual— miraban fijamente en aquella dirección. No se esperaban incursiones. Hubiera o no ataques Aiel, los seanchan consideraban suyo Tarabon; y no les faltaban motivos. Una rápida ojeada al pueblo le mostró a gente plantada en las calles y mirando hacia los jinetes desconocidos. Tampoco ellos esperaban incursiones. Pensó que los seanchan tenían razón, opinión que no compartiría con ningún tarabonés en un futuro inmediato.

Sin embargo, con hombres bien entrenados la sorpresa sólo podía durar un tiempo. En el campamento los soldados echaban a correr ya hacia los caballos, muchos de los cuales aún no estaban ensillados, si bien los mozos se habían puesto a trabajar tan deprisa como podían. Alrededor de unos ochenta arqueros seanchan de infantería formaron filas y corrieron hacia Serana. Ante aquella evidencia de que se trataba de una amenaza real, la gente empezó a coger a los niños pequeños en brazos y a conducir a los que eran mayores hacia la supuesta seguridad de las casas. En cuestión de segundos las calles se quedaron vacías salvo por los arqueros que corrían protegidos por armaduras laqueadas y los peculiares yelmos.

Ituralde giró el visor hacia Lanasiet y vio al hombre galopando al frente de sus jinetes.

—Aguarda un poco —gruñó—. Aguarda.

De nuevo pareció que el tarabonés oía su orden, pues alzó la mano para frenar a sus hombres. Al menos seguían a media milla o más del pueblo. Se suponía que ese necio exaltado debía de estar a una milla de distancia, al borde de los árboles y aún en un aparente desorden que sería fácil de arrasar, pero tendría que bastar con la mitad de esa distancia. Reprimió el impulso de toquetearse el rubí de la oreja izquierda. La batalla había empezado ya, y en una batalla había que hacer creer a los seguidores que uno estaba completamente tranquilo, en absoluto afectado por nada. Y nada de desear soltar un puñetazo a quien era supuestamente un aliado. Las emociones parecían filtrarse del comandante a sus hombres, y unos soldados furiosos se comportaban como idiotas, con lo que sólo conseguían que los mataran y perder la batalla.