– No convencerás a Grozak de semejante cosa. El dinero es lo que hace que su mundo gire.
– Y también el tuyo.
– No negaré que me gusta. No hace que gire mi mundo, pero me intriga. Es como la presa en la caza mayor. -Apretó los labios-. Y me atengo a las normas. Grozak no.
– Que te jodan. La vida no es un juego de mesa. Y tú eres tan malvado como Grozak, si crees que es así.
– No, no lo soy. Te lo seguro, en cuanto lo conozcas estarás de acuerdo conmigo.
– No deseo conocerlo. Quiero verlo entre rejas. -Le sostuvo la mirada-. En cuanto lleguemos a Escocia voy a llamar a Joe y darle el nombre de Grozak.
– Pensé que lo harías. Por eso quería un poco de tiempo, para que superases tu primera reacción emocional y fueras capaz de volver a razonar.
– Recurrir a la ley es razonable.
– Razonable, pero no efectivo si quieres a Grozak. Lleva años eludiendo a la justicia, y se le da muy bien. Tú no quieres que suspenda las operaciones y desaparezca, si huele problemas.
– Tampoco quiero que el hijo de puta que mató a Mike ande libre por ahí con una sonrisa en los labios.
– Eres hija de policía. Conoces el gran porcentaje de asesinos que no son atrapados nunca. Y la mayoría no tiene tantos contactos ni tanta gente protegiéndolos como Grozak.
– No va a escapar.
– Nunca dije que lo fuera a hacer. No puedo permitir que lo haga. Es un peligro, y tiene que ser eliminado. -Las palabras fueron dichas con sencillez aunque con absoluta frialdad, lo que hizo que una oleada de miedo recorriera a Jane. Trevor solía ser tan sobrio que a veces ella se olvidaba de lo letal que podía ser.
– ¿Y cómo pretendes hacerlo?
– Él me quiere muerto, quiere el oro. Puesto que no puede tener ni lo uno ni lo otro, le dejaré que se acerque lo suficiente para abalanzarme sobre él. -Sonrió-. Y me abalanzo muy bien, Jane.
– Imagino que sí. -Apartó la mirada de él-. Pero sigue sin convencerme que deba confiar en ti, en lugar de en la policía.
– ¿Qué te parece si te lo digo? Porque te compensaré.
– No quiero el oro.
– Ya hemos tratado ese tema. Sé lo que quieres. -Se inclinó hacia ella, y su voz disminuyó hasta adquirir una suavidad aterciopelada-. Y te lo daré. Todo, lo que quieras.
Su mirada volvió como una flecha a la cara de Trevor y se vio atrapada, cautivada, por la intensidad y el carisma que electrizaba su expresión. Había dibujado aquella cara cientos de veces y conocía cada arruga y hendidura de sus labios, y el azul de los ojos, que a menudo podían ser fríos y que sin embargo en otras eran cálidos como un mar tropical. En ese momento aquellos ojos eran muy cálidos. No podía estar refiriéndose a… No, por supuesto que no. No sin esfuerzo, Jane apartó la mirada.
– Los pergaminos. Estás hablando de los pergaminos.
– ¿Ah, sí? -Su sonrisa se desvaneció-. Por supuesto. ¿De qué si no? -Trevor se metió la mano en el bolsillo de su chaqueta-. Te he traído un regalo.
Un piedra azul con una talla cabojón reposaba en su mano.
– Es uno de los lapislázulis de los contenedores de bronce de los pergaminos. No es muy bonita, pero pensé que te gustaría.
Dos mil años de antigüedad.
Jane alargó la mano y tocó el lapislázuli con cautela.
– Es tan antigua… No deberías haberla quitado de su sitio.
– No lo hice. Se cayó cuando estaba abriendo el tubo. -Su mano rozó la de Jane cuando depositó el lapislázuli en su palma.
Jane se estremeció y se obligó a mantener firme la mano. ¡Por Dios!, apenas la había tocado, y ella había sentido como si las ondas de una descarga eléctrica se hubieran mecido entre ellos. Levantó la vista y se lo encontró estudiándole la expresión.
– Y tenía razón, tiene mejor aspecto contigo.
– ¿Es esto alguna especie de soborno?
– Considéralo más como una promesa. Prometo dejarte leer el pergamino que estaba en ese tubo, si me concedes un poco de tiempo para encontrar ese cofre y eliminar a Grozak de este ámbito terrenal.
– ¿Sólo ese pergamino?
Trevor se rió entre dientes.
– Ávida. No, te los dejaré leer todos. Pero este era particularmente interesante, y creo que te entusiasmarás tanto como me entusiasmé yo.
Jane sintió la excitación cuando bajó la mirada al lapislázuli.
– ¿Por qué? ¿En qué era diferente?
– Lo escribió Cira.
Levantó la vista, sobresaltada.
– ¿Qué?
– Cira. Los demás fueron escritos por Julius Precebio y sus escribas, pero este sin duda era de Cira.
– ¡Dios mío! -susurró ella.
– Sólo un poco de tiempo -dijo Trevor persuasivamente-. Quédate conmigo. Déjame que te mantenga a salvo. ¿Quieres a Grozak? Lo tendrás. ¿Quieres leer los pergaminos? Los tendrás. Es una situación en la que no tienes nada que perder.
La determinación de Jane estaba cediendo, inclinándose a cada palabra. Tenía que borrárselo de la mente, tenía que pensar. Podía sentir como iba cayendo bajo el encanto de Trevor.
Sólo un poco de tiempo.
Él no le había pedido un compromiso irrevocable.
Una situación en la que no tienes nada que perder.
¡Señor!, Jane no sabía si Trevor tenía razón, pero de repente supo que iba a averiguarlo.
Se recostó en el asiento.
– Dos días. Te daré dos días.
Capítulo 5
Las rocas salieron disparadas por todas partes.
Que dolor.
¡Sangre!
No moriría en aquel túnel de mil demonios, pensó Cira, aturdida por el dolor. Tenían que estar cerca del final del pasadizo. Ya no se detendría. Se había dado sólo un segundo, y luego había…
– Corre. -Cira pudo oír a Antonio maldiciendo mientras la agarraba del brazo y la arrastraba por el túnel-. Ya te quejarás luego.
¿Quejarse?, pensó con indignación. ¿Se estaba quejando por detenerse porque estaba aturdida y sangrando? La ira hizo que la sangre corriera con fuerza por sus venas y se metiera en la letárgica frialdad de sus piernas.
Corrió.
Las piedras caían alrededor de ambos.
Calor.
No había aire.
Una noche sin aire.
La mano de Antonio sujetaba la suya en la oscuridad.
¿Oscuridad?
No, la oscuridad era menor en ese momento
Y allá delante… ¿era luz aquello?
El corazón le dio un brinco, y echó a correr.
Antonio se reía mientras le seguía el ritmo.
– Te dije que te sacaría de aquí.
No lo mires.
– Si dejaba de quejarme -dijo ella con aspereza-. Y habría conseguido salir al final.
– ¿Puedo señalar que no hay mucho tiempo para hacer pruebas? -preguntó Antonio-. Admito que acertaste al confiar en mí.
Ya estaban muy cerca de la luz. Casi a salvo. Si es que alguien podía estar a salvo mientras el mundo se acababa a su alrededor, pensó Cira con tristeza.
– No confío en ti. Sólo sé que querías salir tanto como yo. Todavía podrías traicionarme. Ya lo has hecho antes.
– Cometí un error. Estaba hambriento, sin dinero y…
– La ambición te cegó.
– Sí, me cegó la ambición. ¿Y a ti no? Dime que no lucharías con uñas y dientes para salir de los bajos fondos y tener tu propia casa.