Выбрать главу

– ¿Cómo podía saber eso?

– Lo ignoro. Pero Reilly me dijo que usted estuvo a punto de robarle un documento. Tenía que ser este documento. Porque Reilly siguió y cogió a Jock por una razón. Usted me dijo que Reilly probablemente pensaba que había descubierto algo sobre el oro en uno de sus viajes a Herculano. Que sabía que Jock entraba y salía del castillo y que podría saber algo más.

– ¿No es eso razonable?

– Por supuesto. Esa es la razón de que no le hiciera ninguna pregunta. Hasta que leí la carta de Cira y el cuaderno de bitácora de Demónidas. Hasta que Reilly me dijo que después de leer el documento había llegado a nuevas y diferentes conclusiones acerca de Cira.

MacDuff la miró inquisitivamente.

– No juegue conmigo. Usted sabía que Reilly tenía ese cuaderno de bitácora.

– ¿Cómo iba a saberlo?

– Usted iba detrás del cuaderno de bitácora de Demónidas al mismo tiempo que Reilly. Pero él le echó el guante primero. Y después de que Reilly lo hiciera traducir, recordó que usted también lo había querido. Qué mala suerte. Y le entró la curiosidad. Pero Jock no pudo decirle nada, así que lo dejó a usted en segundo plano temporalmente. Estaba muy ocupado intentando conseguir los pergaminos de Cira y manipulando a Grozak.

– No tan en segundo plano -dijo MacDuff-. Me había estado siguiendo, y en una ocasión envió a uno de sus gnomos a intentar golpearme en la cabeza y secuestrarme.

Jane se puso tensa.

– ¿Entonces lo admite?

– Ante usted. No ante Trevor ni Venable ni ningún otro.

– ¿Por qué no?

– Porque esto es entre nosotros dos. Voy a conseguir el oro de todos modos, y no quiero injerencias.

– ¿Todavía no lo tiene?

Él negó con la cabeza.

– Pero está ahí y lo encontraré.

– ¿Cómo sabe que está ahí?

MacDuff sonrió.

– Dígamelo usted. Me doy cuenta de que está llegando a una conclusión.

Jane guardó silencio un instante.

– Cira y Antonio abandonaron Kent y vinieron aquí, a Escocia. Era un país salvaje y en guerra, y ella seguía huyendo de Julius. Decidieron ir tierra adentro, al corazón de las Highlands. Allí podían perderse de vista y aguardar al momento en que pudieran hacerse más visibles y adoptar el estilo de vida que Cira siempre había querido.

– ¿Y lo hizo?

– Estoy segura de que sí. Pero tuvo que ser cuidadosa, y un poco de oro habría dado para mucho en un lugar tan primitivo. No habrían necesitado mucho de sus reservas de oro para que ella y Antonio se establecieran con bastante comodidad, incluso de manera lujosa para lo habitual entre aquellos salvajes escotos. ¿No es así, MacDuff?

El terrateniente levantó las cejas.

– Parece razonable. Diría que está en lo cierto.

– ¿No lo sabe?

MacDuff no habló durante un instante, y entonces asintió lentamente con la cabeza y sonrió.

– Con una miseria habría sido suficiente, y Cira era muy astuta.

– Sí, sí que lo era. -Ella le devolvió la sonrisa-. Y se quedó allí y prosperó, y ella y Antonio cambiaron sus nombres y criaron a su familia. A sus descendientes debió de gustarles aquello, porque jamás se trasladaron a la costa, ni siquiera cuando ya no había peligro. Hasta que Angus decidió construir este castillo en el 1350. ¿Por qué lo hizo, MacDuff?

– Siempre fue un hombre montaraz. Quiso caminar solo y hacerse su propio hueco en la vida. Lo entiendo. ¿Usted, no?

– Sí. ¿Cuándo averiguó usted lo del linaje de Cira? ¿O ese era otro de los viejos secretos familiares?

– No. Cira debió de olvidarse de Herculano cuando se estableció en las Highlands. No hay ningún cuento de bacanales romanas ni historias de Italia que pasaran de padres a hijos. Era como si hubieran brotado de la tierra allí y la hicieran suya. Angus y Torra eran montaraces y libres, y de vez en cuando tan salvajes como la gente que los rodeaba.

– ¿Torra?

– Significa «la del castillo». Un nombre digno de ser escogido por Cira que refleja con exactitud sus intenciones.

– ¿Y Angus?

– Fue el primer Angus. No difiere demasiado de Antonio.

– Y si no había historias familiares, ¿cómo llegó entonces a saber de Cira?

– Me lo dijo usted.

– ¿Cómo?

– Usted, y Eve, y Trevor. Leí el artículo en aquel periódico.

Ella lo miró fijamente con incredulidad.

MacDuff se rió entre dientes.

– ¿No me cree, eh? Pues es verdad. ¿Quiere que se lo demuestre? -Cogió uno de los faroles y atravesó la habitación hacia los objetos cubiertos que estaban apoyados contra la pared del fondo-. La vida es extraña. Pero esto era demasiado extraño. -Apartó las telas de un tirón para dejar a la vista una pintura… No, un retrato, se percató Jane, cuando él volvió la pintura hacia ella.

– Fiona.

– ¡Dios mío!

Él asintió con la cabeza.

– Es clavada.

MacDuff retrocedió y levantó el farol.

La mujer del retrato era una joven de veintipocos años e iba vestida con un vestido verde escotado. No estaba sonriendo, sino que miraba hacia fuera del retrato con tenacidad e impaciencia. Pero su vitalidad y belleza eran inconfundibles.

– Cira.

– Y usted. -Empezó a apartar las telas de las demás pinturas-. No hay ninguna otra con un parecido tan grande como el de Fiona, pero hay atisbos, indicios de parecidos. -MacDuff señaló a un joven vestido con un traje Tudor-. Su boca tiene la misma forma que la de Cira. -Hizo un gesto hacia una anciana con unos impertinentes y el pelo recogido en un rodete-. Y estos pómulos se transmitieron casi a todas las generaciones. Sin duda Cira dejó su sello en sus descendientes. -Hizo una mueca-. Tuve que bajar todos los retratos y esconderlos aquí cuando supe que le iba a alquilar el lugar a Trevor.

– Por eso hay tantos tapices en las paredes -murmuró Jane-. Pero usted no guarda el menor parecido.

– Puede que haya salido a Antonio.

– Tal vez. -Jane paseó la mirada de un retrato a otro-. Es sorprendente…

– Eso es lo que pensé. Al principio sólo sentí curiosidad. Luego, empecé a ahondar un poco y a hacer una investigación más intensa en la historia familiar.

– ¿Y qué fue lo que averiguó?

– Nada en concreto. Cira y Antonio borraron sus huellas muy bien. Excepto por una vieja carta destrozada que encontré enterrada junto a algunos documentos que Angus había traído de las Highlands. En realidad era un pergamino guardado en un estuche de latón.

– ¿De Cira?

– No, de Demónidas.

– Imposible.

– Era una carta muy interesante. Le alegrará saber que estaba dirigida a Cira, no a Pía. Estaba escrita en unos términos muy floridos, aunque en esencia era una carta de chantaje. Según parece, cuando Demónidas volvió a Herculano, se enteró de que Julius andaba buscando a Cira y decidió que iba a ver si conseguía sacarle más dinero a ella del que podría obtener de Julius por decirle dónde estaba Cira. Demónidas aceptó reunirse con Cira y Antonio para recibir su tajada. -Sonrió-. Craso error. Nunca más se volvió a oír nada de Demónidas.

– Excepto el cuaderno de bitácora.

– Eso fue escrito tres años antes de que intentara llenarse el bolsillo. Debió de haberlo dejado en su casa de Nápoles. Pero cuando me enteré de su existencia, supe que tenía que intentar apoderarme de él. No sabía lo que contenía, pero no quería correr el riesgo de que relacionara a Cira con mi familia.

– ¿Por qué?

– Por el oro. Es mío y va a seguir siendo mío. No podía permitir que nadie supiera que podría no estar en Herculano. Si se enteraban de que existía siquiera fuera una posibilidad de que estuviera aquí, encontrarían la manera de destruir este lugar.

– ¿Y lo encontrarían?

– Tal vez. Yo, todavía no.

– ¿Cómo sabe que no lo encontró algún descendiente de Cira y se lo gastó?