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– El sábado por la noche se produjo un incendio en Oak Park -comenzó a explicar Solliday-. En la cocina encontramos un cadáver de mujer. Esta mañana el forense me ha telefoneado e informado de que las radiografías demuestran que en el cráneo tenía un orificio de bala.

– ¿Y monóxido de carbono en los pulmones? -inquirió Mitchell.

– Barrington tiene que comprobarlo. Me ha hecho saber lo del orificio de bala porque modifica el carácter de la investigación.

– Y las competencias -murmuró la detective-. ¿Ha visto el cadáver?

– Acudiré al depósito en cuanto terminemos.

– ¿Ha identificado a la víctima?

– De forma provisional. La casa es propiedad de Joe y Donna Dougherty. Se han ido fuera a pasar Acción de Gracias y contrataron a Caitlin Burnette para que vigilase la casa. El cadáver presenta la configuración física y la edad adecuadas y el coche que encontramos en el garaje está a nombre de Roger Burnette, de modo que, de momento, suponemos que corresponde a Caitlin. El forense tendrá que confirmar la identificación basándose en su historial dental o en el ADN.

Aunque el movimiento fue casi imperceptible, Mia retrocedió al oír esas palabras.

Spinnelli le entregó una hoja y comentó:

– Hemos hecho una copia de su permiso de conducir, que hemos cogido de los archivos de Tráfico.

Mitchell ojeó la página.

– Solo tenía diecinueve años -musitó en tono grave y ronco. Alzó la mirada, que se había vuelto sombría-. ¿Ha informado a los padres?

La idea de comunicarles la noticia a los padres de la joven provocó náuseas en Reed. Siempre ocurría lo mismo. Se preguntó cómo se las apañaban los detectives de Homicidios para cumplir cada día con esa tarea.

– Todavía no. Ayer fuimos dos veces a casa de los Burnette, pero no había nadie.

Spinnelli suspiró y apostilló:

– Mia, eso no es todo.

Reed hizo una mueca.

– Si el cadáver que se encuentra en el depósito corresponde a Caitlin Burnette, hay que decir que su padre es policía.

– Lo conozco -afirmó Spinnelli-. Es el sargento Roger Burnette. Durante los últimos cinco años ha formado parte de la brigada antivicio.

– ¡Mierda! -Mitchell apoyó la frente en la palma antes de pasarse la mano por el pelo corto, que le quedó de punta-. ¿Podría tratarse de un asesinato por venganza?

Reed se había planteado lo mismo.

– Tendremos que comprobarlo. Los Dougherty regresarán hoy mismo en avión. Los interrogaré cuando lleguen a su casa.

La detective lo miró a los ojos durante un fugaz instante y lo corrigió con tono sereno:

– Los interrogaremos.

El desafío estaba implícito. Molesto, Solliday asintió.

– Por supuesto.

– Tendremos que enviar una unidad especializada en escenarios de crímenes. -Mia frunció el ceño-. Ya han estado en la casa, ¿correcto? Mierda, esta lluvia complicará la investigación.

– Ayer pasamos el día allí. Fotografié todas las habitaciones y cogí muestras para el laboratorio. Afortunadamente, cubrimos el techo con lona alquitranada, por lo que la lluvia no causará problemas.

Mitchell asintió ecuánimemente.

– Entendido. ¿Qué muestras tomaron?

– De la moqueta y de la madera. Me dediqué a buscar pruebas de catalizadores.

La detective ladeó ligeramente la cabeza.

– Continúe.

– Según mi instrumental, están presentes, y el perro experto en catalizadores captó dos clases de sustancias: gasolina y otra. El laboratorio tendrá los resultados hoy mismo.

Mitchell meneó la cabeza.

– Marc, en lo que a escenarios del crimen se refiere, este es como enseñarle a una madre a hacer hijos.

Reed se enderezó en el asiento.

– Nuestro procedimiento consiste en reunir pruebas lo antes posible a fin de sustentar el cargo de incendio provocado. Tenemos la autorización. Solo cogimos lo necesario para establecer origen y causa a fin de averiguar cómo murió la muchacha. Hicimos un registro limpio.

Mia suavizó un poco la mirada.

– Teniente, no me refería al registro, sino a los escenarios de incendios en un sentido general. -Se dirigió a Spinnelli-: ¿Puedes enviar un policía de guardia a casa de los Dougherty? Quiero que se cerciore de que nadie toca nada hasta que lleguemos.

– En el escenario hemos apostado un guardia de seguridad -intervino Reed con cierta rigidez-. Claro que si quiere firmar la factura de vigilancia durante veinticuatro horas le pediré a nuestro hombre que se retire. No contamos con un presupuesto tan amplio como el suyo.

– De acuerdo. Puesto que se trata de un homicidio, prefiero tener un policía a mano. No se ofenda -se apresuró a añadir la detective-. Llamaré a Jack y le pediré que se reúna con nosotros en la casa, acompañado de la CSU, unidad especializada en escenarios de crímenes.

– Foster Richards y Ben Trammell, dos miembros de mi equipo, los esperan en la casa. Les dejarán pasar y les mostrarán lo que hicimos ayer.

Solliday ya había telefoneado para pedirles que se dispusieran a recibir al equipo que estaba seguro que Homicidios enviaría. Le añadió a Foster la advertencia de que jugasen limpio con los miembros de la unidad. También le hizo a Ben la advertencia de que vigilara a Foster.

La detective se puso de pie.

– De acuerdo. Ante todo vayamos al depósito de cadáveres y veamos qué dice Caitlin.

Spinnelli también abandonó la silla.

– Avísame cuando se lo notifiquéis a los padres. Me pondré en contacto con el capitán de Burnette para que su comisaría envíe flores o lo que consideren adecuado.

– Hay que modificar la autorización, ya que la nuestra se refiere estrictamente al incendio provocado -puntualizó Reed.

Spinnelli asintió.

– Llamaré a la oficina del fiscal del estado y cuando lleguéis al escenario del crimen ya tendréis la autorización.

Mitchell inclinó la cabeza hacia Spinnelli y preguntó:

– Teniente Solliday, ¿nos concede unos minutos? Espere junto a mi escritorio. Es el de al lado del que está vacío.

– Por supuesto.

El teniente cerró la puerta y, en lugar de dirigirse al escritorio de la detective, se apoyó en la pared y ladeó la cabeza hacia la puerta a fin de oír todo lo que pudiera.

– Marc, hablemos del caso de Abe -propuso Mia.

Reed se dio cuenta de que era la segunda vez que Mitchell mencionaba al tal Abe. Miró hacia el escritorio vacío y dedujo que era el de Abe. El tono de Spinnelli fue de advertencia cuando replicó:

– Howard y Brooks están investigando.

– Murphy dice que la pista se ha congelado.

– Es cierto. Mia, deberías…

– Ya lo sé, Marc. El incendio es mi prioridad y sabes que lo será, pero si me entero de algo, si alguien se entera de algo y estoy disponible… Maldita sea, Marc, lo vi. -Su tono se tornó impetuoso-. Si veo al capullo que hirió a Abe lo reconoceré.

– Mia, también resultaste herida.

– Marc, por favor, solo fue un rasguño. -Hizo una pausa-. Por favor, se lo debo a Abe.

Spinnelli también hizo una pausa, suspiró y respondió:

– Si estás disponible te avisaré.

– Te lo agradezco.

La puerta se abrió y Reed no intentó moverse. Quería que la detective supiera que había oído la conversación.

Mia se puso como un tomate y entrecerró los ojos al verlo junto a la puerta. Durante unos segundos se limitó a mirarlo con actitud de fastidio.

– Vayamos al depósito de cadáveres -propuso con un tono tajante; se acercó a su escritorio y cogió la chaqueta y el sombrero raídos-. Aquí tiene su paraguas.

Se lo lanzó y se puso con cuidado la chaqueta de cuero, empezando por el brazo derecho. Spinnelli había dicho que la detective estaba totalmente recuperada, pero Reed tenía sus dudas. En el caso de que no estuviese bien al cien por cien, hablaría sin ambages con Spinnelli para que le asignase otro detective. Mitchell bajó los escalones de dos en dos y Reed supuso que era una mezcla de ira acumulada y el deseo de obligarlo a correr para seguirle el paso. Como esa mañana ya había entrenado, Solliday bajó la escalera un peldaño tras otro y la obligó a esperar en la calle. Abrió el paraguas, pero Mia lo rechazó.