– Todavía no tengo el vehículo de mi departamento y mi coche es muy pequeño -reconoció y no se volvió cuando el teniente la alcanzó-. Usted no encajaría.
El doble sentido de sus palabras era evidente. Reed optó por no hacer caso de la pulla y se centró en el medio de transporte.
– Conduzco yo. -Solliday pensó en ayudarla a subir al todoterreno, pero la detective montó en el habitáculo con sorprendente agilidad y un gruñido de dolor casi imperceptible. Reed tomó asiento tras el volante, la miró significativamente y preguntó-: ¿Verdad que todavía no está en condiciones de volver a trabajar?
Mitchell le regaló una mirada colérica antes de girar la cabeza hacia delante.
– Estoy autorizada a trabajar.
Reed encendió el motor, se acomodó en el asiento y aguardó a que sus miradas se encontrasen. Pasaron un minuto en silencio hasta que Mia volvió la cabeza con el ceño fruncido y preguntó:
– ¿Por qué seguimos aquí?
– ¿Quién es Abe?
La detective apretó los dientes.
– Mi compañero.
«Cosa que tú no eres», fue la muda apostilla.
– ¿Qué le pasó?
– Le dispararon.
– Supongo que se recuperará.
Reed no la habría visto inmutarse si no lo hubiese previsto.
– A la larga sí.
– A usted también le pegaron un tiro.
Mia apretó los carrillos.
– No fue más que un rasguño.
Solliday dudó de la veracidad de esa respuesta.
– ¿Por qué esta mañana tenía la mirada fija en el cristal de la entrada?
Los ojos de Mia echaron chispas.
– No es asunto suyo.
Era exactamente la respuesta que Reed esperaba. De todos modos, decidió manifestar su opinión:
– Lamentablemente, no estoy de acuerdo. Le guste o no, durante un futuro previsible es mi compañera. Esta mañana cualquiera podría haberle cogido la delantera, arrebatado el arma o agredido, tanto a usted como a otros. Repetiré la pregunta porque necesito saber que no mirará las musarañas en el momento en el que la necesite. ¿Por qué esta mañana tenía la mirada fija en el cristal de la entrada?
En las palabras de Reed hubo algo que tocó una fibra sensible, ya que la actitud de Mitchell se tornó gélida.
– Teniente, si le preocupa que no le cubra las espaldas, quédese tranquilo. Lo que ha ocurrido esta mañana es asunto mío y no permitiré que mis asuntos interfieran en nuestro trabajo. Se lo garantizo.
Mientras hablaba, Mia sostuvo la mirada de Solliday y cuando terminó siguió observándolo como si lo desafiase a contradecirla.
– Detective, como no la conozco, sus garantías no son demasiado importantes para mí. -Solliday levantó la mano cuando Mitchell abrió la boca para lanzar una andanada que, estaba seguro, sería imposible reproducir-. Sin embargo, conozco a Marc Spinnelli, que confía en su capacidad. Dejaremos estar lo de esta mañana pero, si vuelve a suceder, le pediré a Spinnelli que me envíe a otra persona. Se lo garantizo.
La detective parpadeó varias veces y apretó los dientes con tanta fuerza que fue un milagro que no se rompieran.
– Teniente, por favor, vayamos al depósito.
Satisfecho de haber dejado clara la situación, Reed puso la marcha y repitió:
– Al depósito.
Lunes, 27 de noviembre, 10:05 horas
Mia se apeó del todoterreno de Solliday antes de que se hubiese detenido por completo. «Amenazas con hablar con mi jefe. ¡Que te zurzan!» Como si ese hombre nunca se hubiera abstraído. «No fastidies. No es nada del otro mundo. ¿Está claro?» Tuvo que hacer esfuerzos para no apretar los dientes mientras Solliday la seguía por el aparcamiento. «Craso error». Era importante. El teniente tenía razón. Cualquiera podría haberla sorprendido y haberle arrebatado el arma. Aminoró el paso y se dijo que, una vez más, no había tenido cuidado.
Reed la alcanzó al llegar al ascensor y Mia pulsó el botón sin pronunciar palabra. Solliday la siguió en silencio y se aproximó lo suficiente como para que la detective notase el calor que su cuerpo despedía. Era como un monolito de granito y había cruzado los brazos sobre el pecho, lo que la llevó a sentirse como una niña de ocho años. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no encogerse en un rincón, por lo que clavó la mirada en el tablero donde aparecía el número de las plantas.
– Espero que con esa proeza haya cumplido su objetivo -comentó Solliday.
Mia quedó tan sorprendida que lo miró, pero el teniente mantuvo la vista fija hacia delante y una expresión de contrariedad.
– ¿Cómo dice?
– Me refiero a que ha saltado del coche antes de que se detuviera. Sé que está enfadada conmigo, pero el vehículo es muy alto y podría haberse roto una pierna.
Mia rio con incredulidad.
– Teniente Solliday, usted no es mi padre.
– No se imagina cuánto me alegro. -Las puertas del ascensor se abrieron y el teniente esperó a que Mitchell saliese-. Por una actitud como esa habría castigado una semana a mi hija y dos en el caso de que me hubiese respondido.
«Niña, no seas respondona». A Mia le costó reprimir un respingo. De pequeña, esa frase solía ir acompañada de un golpe en la cabeza, gracias al cual veía las estrellas. Cuando creció, el mero hecho de oír a su padre pronunciar esas palabras bastaba para que retrocediese, con lo que se ganó la desdeñosa risa de su progenitor. Odiaba esa risa. Odiaba a su padre. «Odio a mi propio padre».
No era su padre el hombre que tenía al lado, sino Reed Solliday, que mantenía abierta la puerta que conducía al depósito de cadáveres.
– ¿Le afectan estas situaciones? -quiso saber el teniente-. La víctima esta en pésimas condiciones, carbonizada mas allá de todo reconocimiento.
Desde luego que le afectaban, pero prefería morir antes que Solliday lo supiese.
– Estoy segura de que he visto cosas peores.
– Me lo imagino -musitó Reed y se detuvo ante la ventana de cristal que comunicaba con la sala de identificaciones-. Barrington está ocupado. Tenemos que esperar.
A Mia se le cerró la boca del estómago, pero no tuvo nada que ver con el cadáver depositado sobre la mesa metálica y tapado con una sábana. Aidan Reagan se encontraba junto al forense y examinaba las radiografías. Se dijo que Aidan la vería, que no tenía escapatoria. Era probable que el hermano de Abe se mostrase tan enfadado como lo había estado su esposa. Aidan dejó de mirar las radiografías, frunció el ceño en el acto y sus miradas se encontraron a través del cristal. Asintió ante algo que el forense Barrington dijo, pero en ningún momento interrumpió el contacto ocular con ella. Aidan franqueó la puerta y se detuvo.
Solliday se acercó a la puerta, pero frenó al percatarse de que se cocía algo. Curioso, paseó la mirada de Aidan a Mia y enarcó las oscuras cejas.
«¡Por Dios, Solliday se parece al diablo!», pensó Mitchell y vio que Aidan estaba, simplemente, alterado.
– Solliday, ¿nos concede un minuto? -inquirió la detective.
El teniente asintió y quedó claro que todavía sentía curiosidad.
– La espero dentro.
Mia se volvió hacia Aidan Reagan y, sin darle tiempo a tomar la palabra, espetó:
– Esta mañana Kristen me ha puesto de vuelta y media, pero esta noche iré al hospital a visitar a Abe. Si quieres reunirte conmigo allí y acabar de soltarme la bronca, adelante.
Aidan estudió tranquilamente su rostro, tal como había hecho Kristen.
– De acuerdo, te haré caso.
El tono de Aidan fue de decepción. Mia detestaba que la gente se sintiera decepcionada y odiaba detestarlo.
– Tengo que irme.
– Mia, espera un momento. -Aidan extendió una mano y la dejó caer a un lado del cuerpo-. Estábamos preocupados.