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– Sí, ya lo sé. Escucha, Aidan, la he fastidiado. Se lo compensaré a Abe.

La detective echó a andar hacia la puerta. Aidan la cogió del brazo y Mia dejó escapar un jadeo de dolor.

Aidan la soltó en el acto.

– Todavía te duele.

– Sobreviviré -afirmó escuetamente-. Estoy mucho mejor que Abe. -Vio que Solliday hablaba con el forense-. Aidan, tengo que irme.

Aidan siguió la dirección de su mirada a través del cristal.

– ¿Quién es ese tío?

– Se llama Solliday, pertenece a la OFI y es mi nuevo compañero hasta que Abe regrese o resolvamos el homicidio descubierto por los bomberos. Los hombres de Solliday encontraron un cadáver con un orificio de bala.

Aidan hizo una mueca.

– Pues sí, lo he visto. Mia, es mejor que te haya tocado a ti más que a mí.

– Caramba, no sabes cuánto te lo agradezco.

Mia entró en la sala e intentó restarle importancia al olor predominante. Ese día era mucho peor que de costumbre. Las sustancias químicas combinadas con el hedor a carne quemada le revolvieron el estómago. El forense Barrington colocó las radiografías en la pantalla y Mia se obligó a abandonar la autocompasión y a dedicarse a su tarea de detective.

En las radiografías aparecía un orificio redondo en la base del cráneo.

– No hay orificio de salida -explicó Barrington-. La bala sigue alojada y desconozco en qué estado se encuentra. Detective Mitchell, me alegro de volver a verla.

– Gracias. -Mitchell estudió la radiografía y centró sus pensamientos-. ¿La bala procede de un arma del calibre veintidós?

– Supongo. -Barrington quitó la radiografía-. Los pulmones no contienen monóxido de carbono, por lo que murió antes de que comenzara el incendio.

– Le dispararon como si la ejecutaran -terció Solliday y Barrington confirmó con un asentimiento de cabeza.

– Descubrí tres fracturas en una pierna. Dos son actuales. La tercera está curada y han reducido el hueso correctamente hace al menos varios años, por lo que sabemos que en algún momento de su vida tuvo acceso a asistencia sanitaria de calidad.

– Su padre es policía -afirmó Mia.

El forense no parpadeó ni manifestó la más mínima emoción.

– En ese caso habrá que averiguar quién es su dentista. Conseguiré su historia dental y realizaré una identificación formal. Hasta entonces es anónima.

Barrington se acercó a una mesa y retiró cuidadosamente la sábana. Mia miró durante una fracción de segundo y le costó lo suyo retener el frugal desayuno que había tomado. Era terrible, peor de lo que esperaba, peor incluso de lo que había visto hasta entonces.

Miró a Solliday y vio que tensaba el cuerpo y palidecía. El teniente había visto ese cadáver con anterioridad y, probablemente, otros tan terribles como ese. En su expresión, Mia no detectó repugnancia, sino dolor, y recordó que tenía una hija todavía lo bastante joven como para portarse mal. Al darse cuenta de que en el interior del pulcro traje latía un corazón pudo superar sus náuseas ante el cadáver carbonizado. Se obligó a mirar los restos de una muchacha de diecinueve años y se dijo que debía hacer su trabajo.

El rostro macabro y ennegrecido la miró fijamente desde el plateado brillante de la mesa. La piel quemada se tensaba sobre los huesos faciales. Quedaban unos pocos mechones de pelo. El cabello era rubio, como el de la chica de la foto del permiso de conducir que Solliday le había mostrado. Era una muchacha muy bonita y joven que le había sonreído a la cámara. Su nariz había desaparecido y su boca permanecía grotescamente abierta, como si emitiera un grito eterno y definitivo. «Caitlin, ¿qué te han hecho?»

– ¿La víctima fue agredida sexualmente? -inquirió Mia con tono sereno.

– No lo sé. En el caso de que la agredieran, es posible que nunca lo sepamos, aunque creo que existe la posibilidad de que la hayan atacado. Encontré fibras de nailon de su ropa fundidas con el torso, aunque no hay nada por debajo de la cintura o en las piernas. Tal vez llevaba ropa de algodón, aunque… -Barrington no concluyó la frase-. Haré más pruebas, pero supongo que solo llevaba puesta una camisa.

– Fantástico -masculló Solliday-. Ya tenemos algo más que comunicarle a los padres.

En ese punto, el teniente y la detective estuvieron de acuerdo.

– Tenemos que ir a verlos lo antes posible -opinó Mia. Se alejó del cuerpo calcinado y cerró los ojos mientras respiraba hondo-. Primero visitaremos a los padres y luego nos dirigiremos al escenario del crimen.

Lunes, 27 de noviembre, 11:00 horas

Los Burnette vivían en una casita muy pulcra, la que cabe esperar de quien cobra un salario de policía. Bonitas cortinas decoraban las ventanas y en la puerta aún había una foto de un pavo.

Solliday aparcó el todoterreno en la calle. Habían permanecido en silencio la mayor parte del trayecto y Mia aprovechó para repasar las notas que el teniente había tomado del escenario del incendio en casa de los Dougherty. El profundo suspiro de Solliday rompió el mutismo y enseguida preguntó:

– ¿Quiere conducir la situación?

– Desde luego. -Era la clase de visita que más detestaba, la que la llevaba a sentirse más inepta. Mia se dio cuenta de lo mucho que añoraba a Abe, que siempre sabía lo que había que decirles a los afligidos padres-. Puede haber sido un asesinato por venganza o una caza azarosa al acecho. También cabe la posibilidad de que Caitlin estuviese implicada en algo. Tenemos que analizar las probabilidades que los padres no están dispuestos a explorar.

– Lo sé -reconoció Reed a regañadientes, a quien la tarea le entusiasmaba tanto como a ella.

Mia había evaluado mentalmente a Reed Solliday. Tras puntualizar lo que quería, el teniente no se había explayado y el trayecto en coche había transcurrido en silencio, lo que permitió que la detective se serenara y evaluase la mañana desde la perspectiva del miembro de la OFI. Se había mostrado amable, compasivo y hasta generoso. En su lugar, tal vez Mia no habría sido tan considerada.

Las notas que leyó eran concisas y estaban escritas con letra de trazos limpios y pulidos. Miró la corbata primorosamente anudada y los bordes definidos de la delgada perilla que enmarcaba la boca del teniente. Sus zapatos brillaban. En síntesis, al igual que su letra era un hombre limpio y pulido.

Algo en su interior le impidió encuadrarlo con tanta rapidez. Ese hombre era más de lo que aparentaba… y, por añadidura, lo que aparentaba resultaba muy agradable. Le había dado el paraguas cuando la había confundido con una persona necesitada. Era… era una actitud encantadora. Desasosegada, se centró en las notas e inquirió:

– ¿Hubo tres focos de origen?

– Sí, la cocina, el dormitorio y la sala -confirmó Reed-. El pirómano quería quemar la casa.

– Y destruir el cuerpo de Caitlin. -Mitchell se apeó del todoterreno-. Detesto estas visitas.

– Lo mismo que yo.

Mitchell se dio cuenta de que los investigadores jefe de incendios también realizaban esas visitas. Con anterioridad no lo había pensado. Se preguntó por enésima vez si era peor decirle a un padre que habían asesinado a su hijo o comunicarle que había fallecido en un incendio tan intenso que su cuerpo estaba irreconocible. Fuera como fuese, se trataba del aspecto más amargo del trabajo.

Mia llamó a la puerta. Las cortinas azules se abrieron y un par de ojos los observó. La persona los abrió desmesuradamente cuando Mia mostró la placa. En cuestión de segundos la puerta se abrió y vieron a una mujer de cerca de cincuenta años, cuya expresión revelaba indicios de pánico.

Era menuda, como el cadáver que yacía en la mesa del depósito.

– ¿Es usted Ellen Burnette?

– Sí. -La mujer se volvió-. ¡Roger! ¡Por favor, Roger, ven!

Se acercó un hombre fornido y descalzo que miró de aquí para allá con expresión atemorizada.