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– ¿Qué pasa?

– Soy la detective Mitchell y mi compañero es el teniente Solliday. ¿Podemos pasar?

Sin pronunciar palabra, la señora Burnette los condujo a la sala y tomó asiento en el sofá. El marido permaneció tras ella, con las manos apoyadas en sus hombros.

Mia se sentó en el borde de una silla.

– Hemos venido por Caitlin.

Ellen Burnette dio un respingo, como si la hubiesen abofeteado.

– ¡Ay, Dios mío!

Roger Burnette apretó los puños.

– ¿Ha tenido un accidente?

– ¿Cuándo hablaron con ella por última vez? -preguntó Mia con gran delicadeza.

Roger Burnette miró a Mia con furia y su nuez subió y bajó violentamente. Conocía la rutina y eludirla era lo peor.

– El viernes por la noche.

– Discutimos -reconoció la señora Burnette-. Caitlin se fue a la residencia de su hermandad estudiantil y nosotros nos marchamos a casa de mi madre para pasar el fin de semana. Ayer intenté ponerme en contacto con ella, pero no estaba.

Mia tensó la columna vertebral y añadió:

– Tenemos un cuerpo sin identificar y creemos que corresponde a Caitlin.

La señora Burnette hundió los hombros y se tapó la cara con las manos.

– No puede ser.

Roger Burnette manoteó el aire y finalmente se agarró al sofá.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– El teniente Solliday está adscrito a la oficina de investigaciones de incendios. Durante el fin de semana la casa de Joe y Donna Dougherty ardió hasta los cimientos. Tenemos motivos para pensar que Caitlin estaba en el interior.

La señora Burnette se puso a llorar y murmuró:

– Roger…

Aturdido, el hombre tomó asiento junto a su esposa.

– Solo tenía que recoger el correo y dar de comer al gato. ¿Por qué no abandonó la casa?

Mia miró a Solliday. Aunque su expresión era impasible, su mirada estaba cargada de dolor. Además, permaneció en silencio y la dejó llevar la voz cantante.

– Señor, no murió a causa del incendio -explicó la detective y reparó en que la señora Burnette alzaba bruscamente la cabeza-. Le dispararon. Suponemos que su muerte es un homicidio.

La señora Burnette se cobijó en los brazos de su marido.

– No puede ser.

La mirada de Roger Burnette no se apartó de Mia mientras mecía a su esposa y preguntó:

– ¿Hay alguna pista?

Mia negó con la cabeza.

– Todavía no. Sé que no es el momento más adecuado, pero tengo que hacerles varias preguntas. Ha dicho que Caitlin vivía en la residencia de la hermandad estudiantil. ¿En cuál?

– En TriEpsilon -respondió el señor Burnette-. Son buenas chicas.

Eso todavía estaba por verse.

– ¿Puede darnos los nombres de sus amigas?

– Su compañera de habitación se llama Judy Walters -respondió el padre con los dientes apretados.

– ¿Tenía novio?

– Lo tenía, pero rompieron. Su nombre es Joel Rebinowitz -repuso el señor Burnette con la mandíbula rígida.

Mia lo apuntó en la libreta.

– Señor, ¿el chico le caía mal?

– Hacía mucho el tonto y se corría demasiadas juergas. Caitlin tenía futuro.

Mia inclinó la cabeza.

– ¿A qué se debió la discusión del viernes?

– A sus notas -replicó el señor Burnette con tono seco-. Estaba a punto de suspender dos asignaturas.

Solliday carraspeó e intervino:

– ¿Qué asignaturas?

El señor Burnette se mostró muy desconcertado.

– Me parece que una es estadística. Caray, no lo sé.

Mia se irguió.

– Lo lamento, pero tengo que preguntarlo. ¿Su hija tenía algún problema con las drogas o el alcohol?

Roger Burnette entornó los ojos.

– Caitlin no tomaba drogas ni bebía alcohol.

Era exactamente la respuesta que la detective esperaba.

– Muchas gracias. -Mitchell se puso de pie y Solliday hizo lo propio. Mia había reservado lo peor para el final-. Aún no hemos identificado el cadáver.

El señor Burnette levantó el mentón y se ofreció:

– Iré yo.

La detective miró a Solliday, cuyo rostro continuaba estoicamente inexpresivo, aunque sus ojos se llenaron de compasión. Mia suspiró casi en silencio.

– Señor, no es necesario. Utilizaremos su historia dental.

La señora Burnette se incorporó bruscamente. Echó a correr al cuarto de baño y Mia dio un respingo al oírla vomitar. El señor Burnette se puso de pie sin tenerlas todas consigo y su cara adquirió un tono gris letal.

– Le daré los datos de nuestro dentista -afirmó y se dirigió a la cocina.

Mia lo siguió.

– Sargento, veo que cojea.

Roger Burnette dejó de mirar el pequeño listín negro y adoptó expresión de pesar.

– Sufrí un tirón.

– ¿Mientras trabajaba? -preguntó Solliday en un tono bajo y se detuvo detrás de la detective.

– Sí, perseguía a… -Dejó de hablar-. ¡Ay, Dios mío! Es por mi culpa. -Se apoyó en un taburete, junto a la encimera-. Alguien intenta vengarse de mí.

– Sargento, no lo sabemos -reconoció Mia-. Como sabe, tenemos que plantear las preguntas imprescindibles. Necesito los nombres de cuantos les hayan amenazado, tanto a su familia como a usted.

La risa de Roger Burnette sonó ronca.

– Detective, necesitará más hojas de las que tiene su libreta. Por favor, este asunto matará a mi esposa.

Mia titubeó, tomó una decisión y apoyó una mano en el brazo del sargento.

– Pudo ser azaroso. La investigación continúa. Si me dice el nombre del dentista le haremos una visita.

– Es el doctor Bloom. Vive en este barrio. -Burnette miró a Mia y apostilló con tono bajo-: Dígame, ¿la han… la han…?

Mia volvió a dudar antes de responder:

– Lo desconocemos.

El sargento desvió la mirada y espetó:

– Lo comprendo.

Mitchell se inclinó y volvió a llamar su atención.

– Sargento, lo que estoy diciendo es que realmente no lo sabemos. No se me ocurriría mentirle.

– Se lo agradezco. -Mia se alejó, pero el señor Burnette la sujetó del brazo y estuvo a punto de retorcerse de dolor. Aguantó y se emocionó al ver que al sargento se le llenaban los ojos de lágrimas-. Atrape al cabrón que le hizo esa barbaridad a mi niña -murmuró y la soltó.

Mia se irguió y el hombro le ardió.

– Le aseguro que lo atraparemos. -Dejó una tarjeta sobre la encimera-. Si me necesita, en el reverso figura mi número de móvil. Le agradeceré que no les comunique lo ocurrido a los amigos de Caitlin.

– Detective, conozco el protocolo -dijo Roger Burnette con los dientes apretados-. Entréguenosla lo antes posible… lo antes posible para que podamos enterrarla. -Se le quebró la voz.

– Haré cuanto esté en mi mano. Conocemos la salida… -Mia esperó a sentarse en el todoterreno de Solliday antes de soltar un bufido de dolor-. ¡Maldita sea, sí que me ha hecho daño!

– En la guantera hay analgésicos -ofreció Solliday.

Mia movió el brazo y se sobresaltó por la llamarada que pareció recorrerle el hombro.

– Acepto. -Buscó el frasco y se tragó dos pastillas sin agua-. El estómago no me lo perdonará, pero mi brazo le está muy agradecido.

El teniente esbozó una sonrisa.

– No hay de qué.

– Detesto esta clase de visitas. Sus hijos nunca la lían ni tienen problemas.

– Yo diría que si son policías es aún peor -opinó Solliday.

– Es verdad.

Mia se dio cuenta de que había pronunciado esas palabras con más fervor del que pretendía.

El teniente la miró antes de arrancar.

– ¿Lo dice por experiencia personal?

Mitchell supo que, si no se lo decía, Solliday acabaría por preguntárselo.

– Mi padre era policía.

El teniente levantó una ceja y, una vez más, se pareció al diablo.

– Ah. ¿Está jubilado?

– No, está muerto -respondió Mia-. Antes de que lo pregunte le diré que murió hace tres semanas.