Brooke sonrió.
– Pues vayamos a hacer cola. Las patatas rellenas desaparecen enseguida.
Devin sonrió de oreja a oreja.
– Y cuando te las tiran no hacen daño. Hasta luego, Julian.
– Todavía no he participado en una batalla de comida -comentó Brooke mientras caminaban por el pasillo.
– Yo me estrené el verano pasado. Por desgracia, ese día tocaban manzanas, que al golpearte hacen daño. Brooke, yo no me preocuparía demasiado por El señor de las moscas. La mayoría de los chicos han visto cosas mucho peores. -La sonrisa de Devin se esfumó-. Si las supieras se te partiría el corazón.
– Te preocupas por ellos -afirmó la profesora en tono bajo.
– Es difícil no hacerlo, ya que acabas por encariñarte.
– ¡Señor White!
Un trío de muchachos con cara de susto se reunió con los profesores.
Devin sonrió y preguntó:
– ¿Qué pasa?
– Necesitamos ayuda antes del examen -respondió uno de los muchachos y a Brooke se le cayó el alma a los pies.
«Adiós a las patatas rellenas -pensó-. Volveré a comer en mi mesa de trabajo».
Devin le dedicó a Brooke una sonrisa con la que le pidió disculpas.
– Lo siento. Luego nos vemos.
Brooke suspiró en silencio y lo vio alejarse. Las patatas rellenas con Devin White era lo más parecido a una cita que había tenido en mucho tiempo, lo cual era patético. Se dirigió a su aula y frenó en seco al doblar en el recodo.
Manny Rodríguez miró a un lado y a otro antes de arrojar algo al cubo de basura situado en la puerta del comedor. ¿Era un periódico? Le resultó imposible imaginar que Manny quisiera hacer algo constructivo con un diario. Esperó a que el chico se alejara, quitó la tapa del cubo, frunció la nariz y lo rescató. Supuso que serviría de envoltorio de algo pesado, pero al retirarlo comprobó que no contenía nada.
Era el Trib del día. Adoptó una expresión adusta y abrió el periódico hasta encontrar un recorte de bordes irregulares. Manny había arrancado un trozo. ¿Se trataba de un artículo o tal vez de una foto? Fuera lo que fuese, correspondía a la página A-12. Pensó en quedarse con el ejemplar, pero al final lo depositó en el cubo. La mitad de las páginas estaban impregnadas con salsa de queso. Si había algún problema, Julian podría utilizar esa información durante la terapia.
Decidió ir a la biblioteca del centro y hojear el Trib. Quizá no era más que el anuncio de un videojuego, aunque tuvo sus dudas al recordar la expresión de Manny.
Lunes, 27 de noviembre, 13:15 horas
– ¿Cuántos años tiene su hija?
Sorprendido, Reed levantó la cabeza. Eran las primeras palabras que Mitchell pronunciaba desde que habían cogido las bandejas y se habían sentado a la mesa de la hamburguesería elegida por ella. Supuso que su compañera seguía enfadada por lo ocurrido por la mañana. A nadie le gusta que, si duele, le digan la verdad, y Solliday se había limitado a expresarla. Si la detective no estaba en condiciones de trabajar, pediría que le asignasen otra persona.
Era comprensible que no estuviera en condiciones de trabajar. Bastaron unas pocas preguntas al forense para resolver el rompecabezas y la propia Mitchell colocó la última pieza: el compañero herido y la muerte de su padre. Si a ello le sumaba la herida en el hombro, la mujer había hecho un pleno de tres aciertos. No era de extrañar que a primera hora de la mañana estuviera ensimismada. Desde entonces no la había visto perder la concentración ni una sola vez. Se había mostrado firme y segura con los padres de la chica y había dado voz a los comentarios adecuados para suavizar en la medida de lo posible el sufrimiento del padre. En casa de los Dougherty había llegado a las mismas conclusiones que él con respecto al escenario.
Tal vez ese silencio era la manera que Mitchell tenía de procesar la información y no se debía a la cólera contenida. Fuera como fuese, la pregunta fue como una tregua.
– Beth tiene catorce y se comporta como si fuera a cumplir veinticinco -repuso Solliday y adoptó expresión de contrariedad.
– Está en una edad difícil -comentó Mia con actitud comprensiva. Clavó la mirada en un punto situado detrás del teniente-. Ni por todo el oro del mundo me gustaría volver a esos años.
– En eso estamos de acuerdo. ¿Qué ha visto detrás de mí?
– Una barracuda. -Mia entrecerró los ojos y siguió con la mirada a la rubia de trenza larga que se aproximaba-. Carmichael, ¿a qué debo el placer?
La mujer acercó una silla y se sentó.
– ¿Esa es forma de saludarme después de dos semanas sin vernos? -Examinó a Reed con interés-. Supuse que Reagan ya estaría de regreso.
– Volverá en cuestión de semanas.
La mujer extendió la mano y se presentó:
– Soy Joanna Carmichael.
Reed no supo si estrecharla.
– Soy el teniente Solliday…
– De la OFI, ya lo sé. Investigué la matrícula de su todoterreno antes de entrar.
Reed frunció el ceño.
– No me gusta que invadan de esa manera mi intimidad.
Carmichael se encogió de hombros.
– Es una cuestión territorial. Trabajo para el Bulletin.
Reed miró a Mitchell, que estaba muy molesta, y preguntó:
– ¿Tiene club de fans?
Carmichael rio.
– Esa mujer sería una buena redactora. Has vuelto antes de lo que suponía.
– Me he curado rápido. Carmichael, no tengo nada para ti. Reasignaron todos mis casos mientras estuve de baja.
– Esta vez soy yo la que tiene algo para ti. Estuve atenta a lo que podía interesarte y, según una de mis fuentes, antes de ser herido, tu compañero alcanzó a uno de los tíos que os dispararon. Le hizo un bonito agujero en el brazo. -Carmichael enarcó una ceja-. Más o menos como el tuyo.
Mia movió negativamente la cabeza.
– A lo largo de los últimos quince días nadie que coincida con su descripción estuvo en el hospital. Lo he comprobado cada día.
– La mamá del cabrón es auxiliar de enfermería. Se ha corrido la voz de que lo atendió ella. No ha hecho una chapuza y, por lo visto, el tío también se ha curado enseguida.
Mitchell entornó amenazadoramente los ojos.
– ¿Cómo se llama tu cabrón?
– Oscar DuPree. ¿Es el mismo que el tuyo? -preguntó Carmichael con engañoso desinterés.
Mitchell asintió.
– Sí, uno de ellos. ¿Dónde está?
– Para en un bar llamado Looney. No fue quien disparó a tu compañero. Su amigo no ha dejado de hablar de que disparó a la barriga de un policía corpulento y malvado, que se desplomó como una piedra. La zorra de la policía recibió un disparo en el hombro porque quedó encandilada como un ciervo ante los faros de un coche.
Mitchell se ruborizó.
– ¡Vaya con el muy cabrón! Carmichael, te debo una.
– No, no me debes nada. -Carmichael se puso en pie-. En cierta ocasión te portaste bien conmigo y suelo pagar mis deudas. Estamos en paz. -Consultó la hora-. Tengo que irme. Teniente, encantada de conocerlo. Si tiene una buena pista sobre el incendio con homicidio, le agradeceré los titulares.
– ¿Cómo dice? -preguntó Reed, que se mantuvo impasible.
– Venga ya, teniente, déjese de tonterías. Usted trabaja en la unidad de investigaciones de incendios y ella en Homicidios. No hace falta un experto en cohetes espaciales para encajar las piezas. ¿Qué ha pasado? ¿Cuál es la explicación?
Mitchell dobló metódicamente la envoltura de la hamburguesa hasta convertirla en un balón de papel y le dirigió a Carmichael una mirada abrasadora.
– Serás la primera en saberlo. Yo también pago mis deudas.
Carmichael se alejó sin dejar de reír entre dientes y masculló:
– El último en llegar a Looney es tonto.
– Deduzco que nos desviaremos de camino a la residencia estudiantil -comentó Reed secamente.