Mitchell se irguió y sus ojos azules y redondos mostraron sorpresa.
– Es un asunto de mi incumbencia. Si me deja en la comisaría cogeré mi coche.
– Muéstreme la rotación completa. Gire el brazo como si fuera a lanzar desde el montículo.
Mia intentó encestar la pelota de papel en el cubo de basura e hizo una mueca.
– ¡Mierda! Me ha dolido.
– Debería seguir de baja, pero no piensa pedirla, ¿me equivoco?
La detective lo miró a los ojos.
– Solliday, le dispararon a mi compañero como si fuese un perro callejero. Es un buen hombre y lo hicieron picadillo. El cabrón que lo hirió se jacta de sus actos. Si estuviera en mi lugar, ¿volvería a casa y se metería en la cama?
Reed se dio cuenta de que la detective sabía expresar claramente sus pensamientos.
– No, no lo haría. Escuche, la llevaré, pero antes llamaré a Spinnelli. Pida refuerzos o tendré que intervenir.
Mia se puso en pie con expresión decidida.
– Es mi problema.
– De acuerdo. Resuelva su problema y luego nos ocuparemos de Caitlin Burnette.
– En marcha, Solliday. Con un poco de suerte, encontraremos a los cabrones en su abrevadero habitual. A las dos y media, como mucho a las tres, estaremos en la universidad.
Reed cogió las bandejas y echó los restos en el cubo.
– A las tres. De acuerdo.
Lunes, 27 de noviembre, 16:00 horas
– Hola. Por favor, ¿puedo hablar con Emily Richter?
– Si quiere vender algo…
– Señora, no soy vendedor -se apresuró a interrumpirla-. Me llamo Harry Porter y trabajo en el Trib.
– Ya he hablado con ustedes.
– Lo sé -comentó el hombre con tono tranquilizador-. Me gustaría saber qué opinan los Dougherty, los dueños de la casa. ¿Sabe dónde puedo encontrarlos?
La señora Richter se sorbió la nariz.
– No están, se han ido de vacaciones.
– ¡Vaya! Señora, gracias por haberme dedicado unos minutos.
– Los periodistas deberían hablar entre sí en lugar de molestarme -se quejó la mujer.
Le habría gustado retorcerle el pescuezo, pero de momento la necesitaba.
Al día siguiente volvería a intentarlo. Guardó el móvil con expresión de fastidio y se olvidó de Laura Dougherty. Esa noche le tocaba bailar con Penny Hill y estaba deseoso de que la hora llegara.
Lunes, 27 de noviembre, 16:00 horas
La señora Schuster apartó la mirada del ordenador cuando Brooke entró en la biblioteca.
– Hola, Brooke, ¿en qué puedo ayudarte?
Brooke señaló los periódicos.
– Quería echarle un vistazo al diario de hoy.
– La sección de deportes no está -le informó la bibliotecaria y dejó escapar un suspiro de resignación-. Devin se la llevó. Analiza las estadísticas porque la semana que viene quiere ganar la quiniela. Me parece injusto que un profesor de matemáticas haga la quiniela. Es como tener información privilegiada.
Brooke rio.
– Deduzco que la semana pasada perdiste.
La señora Schuster sonrió.
– ¡A lo grande! Brooke, no hay prisa con el periódico.
– Gracias.
Brooke cogió el diario, lo abrió en la página A-12 y suspiró. El artículo que Manny había arrancado se refería al incendio de una casa. La vivienda había ardido hasta los cimientos y había una víctima.
Hizo dos fotocopias del artículo y se preguntó cuántas informaciones había recortado Manny. Aunque en el centro no podía provocar incendios, lo cierto es que el chico fomentaba pasivamente su adicción, por lo que se trataba de un tema que podían evaluar en terapia.
Pasó por la sala de profesores e introdujo una de las fotocopias en un sobre para dejársela a Julian Thompson. Acababa de meterlo en el buzón cuando la puerta se abrió y Devin White entró en compañía de dos profesores. Era el final de la jornada, momento en el que todos pasaban por la sala a ver si tenían correspondencia, por lo que la presencia de Devin no fue una verdadera sorpresa. De todos modos, el corazón de Brooke dio un brinco.
– Hola, Brooke. -Jackie Kersey le dedicó una sonrisa alentadora-. Vamos a tomar algo, acompáñanos.
Brooke lanzó una fugaz mirada en dirección a Devin, que había girado la cabeza y miraba su buzón, situado en la hilera inferior. Desde donde se encontraba tuvo una interesante perspectiva de su trasero.
– No debería ir -masculló.
Jackie esbozó una sonrisa al reparar en la dirección de la mirada de Brooke y apostilló:
– Es la happy hour en Flannagan, dos copas al precio de una. Pediré una cerveza y podrás tomarte la otra.
Devin la miró y sonrió.
– Ven, Brooke, te sentará bien.
Ella rio casi sin aliento.
– Pensaba volver a casa y corregir exámenes, pero allí nos veremos.
Capítulo 5
Lunes, 27 de noviembre, 17:20 horas
Mia abrió los ojos cuando Solliday detuvo el todoterreno. Estaban frente a un establecimiento de comida preparada.
– ¿Qué hacemos aquí? -preguntó la detective con el cuerpo rígido.
Estaba dolorida como si le hubiesen dado una paliza y aún faltaba lo peor: decirle a Abe que el cabrón que le había disparado seguía libre.
Solliday enarcó una ceja.
– Mientras esperaba me he bebido tres tazas de café.
Mia dio un respingo.
– Lo siento. No pensé que tardaría tanto.
Habían aguardado dos horas a que DuPree apareciera con el brazo en cabestrillo. Esperaron a Getts, el agresor, hasta que la detective reparó en que DuPree intentaba escapar por la puerta trasera del bar. DuPree echó a correr y a Mitchell no le quedó más opción que derribarlo. El cabrón le plantó cara a pesar de que llevaba el brazo en cabestrillo.
– Tendría que haber ido a la residencia estudiantil y entrevistado a las chicas de la hermandad.
– Sí, por supuesto, y perderme el espectáculo -ironizó Reed secamente-. Por mucho que no haya cogido a Getts, ver cómo aplastaba a un capullo drogado que la dobla en tamaño ha merecido la pena.
– ¡Cabrón! -exclamó Mia en tono bajo-. Debió de darse cuenta de nuestra presencia.
– Ya cogerá a Getts. Además, esta noche, cuando se acueste, sabrá que su amigo está en el calabozo.
Solliday habló convencido y con sinceridad. A decir verdad, parecía bastante impresionado. Mia pensó que tal vez le había dado una segunda oportunidad tras la primera impresión.
– Gracias por meterse en el callejón y cortar la retirada a DuPree. Esta noche se lo contaré a mi compañero. Vayamos a la residencia estudiantil y así podrá volver a su casa.
El teniente se apeó del todoterreno.
– Más tarde. El segundo motivo por el que estamos aquí responde a que estoy famélico y a que usted tiene que comer algo para tomar más calmantes. Me sorprende que no se haya dislocado el hombro. ¿Con qué acompaña el frankfurt?
– Con todo, salvo kétchup. Gracias, Solliday.
Había caminado todo el día junto a Reed Solliday y se había sentido pequeña. En ese momento lo observó mientras entraba en el establecimiento. El teniente se desplazó con una gracia sinuosa poco corriente en un hombre de su corpulencia. Al verlo andar, Mia pensó en Guy. Supuso que la comparación era inevitable. Hacía tiempo que no se acordaba de Guy LeCroix, lo que en sí mismo resultaba revelador, y de pronto lo recordó con asombrosa claridad.
Guy tenía la misma forma de moverse. Fue lo que le atrajo desde el principio: la gracia felina de un hombre corpulento. Guy pensó que la amaba y, en última instancia, quiso mucho más que lo que Mia podía darle. Si era sincera consigo misma, no lo echaba de menos, lo que también resultaba revelador. Tampoco había querido hacerle daño. Albergaba la esperanza de que con su actual esposa Guy hubiese encontrado lo que buscaba y fuera feliz. Desde Guy el manantial había estado prácticamente seco. Se había visto con unos pocos hombres aquí y allá, sobre todo allá, con los que no había tenido nada serio.