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Pensó objetivamente desde la serenidad de su mente y reconoció que, por mucho que se pareciera al demonio cuando enarcaba las cejas, no había nadie tan apuesto como Reed Solliday. Su delgada perilla enmarcaba una boca tentadora. Fantaseó con que una boca tan tentadora sería una ventaja para ciertas actividades… lo mismo que la gracia felina.

«La señora Solliday tiene que ser una mujer muy satisfecha», pensó. Durante una fracción de segundo la envidió sanamente. Sofocó ese sentimiento con gran rapidez. No se liaba con polis. Era el mantra de su vida. «Claro que no es poli».

– Pero se parece demasiado a un madero -musitó.

De todas maneras, nada le impedía mirarlo. Reed Solliday era un hombre digno de ser observado.

El teniente había llegado a la caja y se disponía a pagar. El empleado hizo una mueca y echó las monedas en la bolsa que Solliday mantuvo abierta. Reed abrió la portezuela del todoterreno sin dejar de menear la cabeza y Mia arrinconó sus pensamientos caprichosos y cogió la comida.

– Lo que más temo es que Beth traiga a casa un chico como ese y que tenga que fingir que me cae bien -se lamentó y se sentó. Retiró de la bolsa varios sobres individuales de condimentos-. Los botes estaban vacíos, así que tendrá que apañarse con los sobres.

– No será la primera vez. Ahora que lo pienso, lo paso peor cuando Abe elige el sitio en el que comemos. Se ha aficionado a la comida vegetariana. Gracias. -Mia rasgó un sobre de mostaza mientras Solliday abría el compartimento situado entre los asientos. Entre varios casetes había un bote de cerámica lleno hasta la mitad de monedas. Solliday vació el contenido de la bolsa en el bote y cerró el compartimento. La detective lo miró y parpadeó-. ¡Caramba! En ese bote debe de haber diez dólares en monedas.

– Es probable.

Solliday desenvolvió uno de los frankfurts y comenzó a comérselo a palo seco.

Desconcertada, Mitchell lo miró boquiabierta.

– ¿No le pone nada, ni siquiera mostaza?

Reed miró el frankfurt con desagrado y titubeó. Al cabo de unos segundos se encogió de hombros.

– Tengo dificultades para manipular cosas pequeñas.

De repente el bote de monedas adquirió sentido.

– ¿Como la calderilla?

Solliday dio un mordisco y puso cara de resignación.

– Pues sí.

– ¿Y los sobres de mostaza?

– Lamentablemente, así es.

Mia puso los ojos en blanco.

– Solliday, páseme su maldito frankfurt y le pondré mostaza.

El teniente se lo entregó al tiempo que preguntaba:

– ¿Puede ponerle también un poco de salsa?

– Por descontado. -Mitchell meneó la cabeza-. ¿Por qué no lo ha pedido antes?

Solliday volvió a encogerse de hombros.

– Supongo que por orgullo.

– Dada la evaluación que esta mañana ha hecho de mí, habría supuesto que era por vergüenza -replicó y el teniente se echó a reír.

Reed poseía una risa agradable, grave y con matices, y la sonrisa hizo que su cara dejara de parecerse a la del demonio para… bueno, ¡caramba! Durante unos segundos, Mia lo observó con detenimiento. «¡Caramba!» La detective parpadeó con decisión y dirigió la vista hacia la caja de cartón que tenía en su regazo. Resultaba evidente que la señora Solliday era muy afortunada.

– Tocado, Mitchell. Debo reconocer de forma oficial que esta tarde he quedado gratamente impresionado por sus aptitudes. No había visto una jugada parecida desde la escuela secundaria.

Mia le pasó el frankfurt.

– Déjeme adivinarlo. ¿Jugaba de linebacker?

– No, de extremo, pero desde entonces ha pasado mucho tiempo.

Comieron en silencio y, cuando terminó, Mia dobló su caja de cartón.

– Dígame, ¿qué pasó?

Solliday la miró mientras masticaba el último bocado de frankfurt.

– No es asunto suyo.

Mitchell rio.

– Tocada, Solliday. Déme la caja y la tiraré a la basura. -Cuando regresó al todoterreno, Mia lo vio guardarse el móvil en el bolsillo-. ¿Ha habido una emergencia?

– No, solo tenía que llamar a casa.

Mia suspiró y apostilló:

– Le pido disculpas una vez más. Tiene que reunirse con su familia.

– Mi horario es tan flexible como el suyo. Alguien cuida de Beth cuando trabajo por la noche. Tome algo para calmar el dolor del hombro.

Mia se percató de que la señora Solliday no existía. Se dijo que el repentino acelerón de su corazón no fue de alivio, sino de puro interés. Tomó varios calmantes y se preguntó qué había pasado con la esposa del teniente, pero se abstuvo de plantearlo.

– ¿Dónde vamos?

– A Greek Row.

Tardarían un rato en llegar.

– ¿Puedo volver a leer sus notas?

Reed le pasó la libreta.

– ¿Qué ha hecho de bueno por Carmichael? -inquirió.

– El año pasado asesinaron a alguien próximo. Abe y yo fuimos los primeros en llegar. Estaba histérica y le hice compañía hasta que se sobrepuso. Es lo mismo que habría hecho por la familia de cualquier víctima.

– Evidentemente es más de lo que Carmichael esperaba.

– Eso creo. Desde entonces me he convertido en su fuente personal de noticias. Me la encuentro cada vez que me giro. Ahora me ha dado a DuPree. Si así pillo a Getts, Carmichael figurará para siempre en mi lista navideña. -Hojeó las notas del teniente-. ¿Estaba hecha la cama del cuarto de huéspedes?

Solliday se sorprendió.

– Sí. ¿Por qué lo pregunta?

– Cuando iba a la escuela estudiaba en la mesa de la cocina. Estoy segura de que no se me habría ocurrido utilizar la habitación de otra persona. ¿Por qué Caitlin estudiaba en el primer piso?

– Tal vez le entró sueño.

– Por eso he preguntado por la cama. Podría haber dormido en el sofá. Dormir en la cama de otra persona, sobre todo si te dicen explícitamente que no te quedes… me parece… -Buscó la palabra precisa-. Me parece descarado.

El teniente frunció los labios y repitió:

– ¿Descarado?

La detective meneó la cabeza y sonrió.

– No se meta con mis adjetivos -protestó-. Da la impresión de que Caitlin interpretó el papel de Ricitos de Oro y se fue a estudiar y a dormir a una casa a la que no había sido invitada.

– En el cuarto de huéspedes había un escritorio y un ordenador.

– Vaya, tendríamos que haberlo cogido para buscar correos electrónicos y el historial de navegación.

– Hablé con Ben mientras usted se ocupaba de DuPree. Dice que esta tarde Unger se ha llevado el ordenador. Intentará comprobar correos y el resto de las cosas para mañana.

– Me parece bien. Recapitulemos. Caitlin está estudiando, navegando o algo parecido. Oye un ruido, baja y encuentra al pirómano. Forcejean en el vestíbulo. Tal vez él la viola y, en determinado momento, le dispara. Sin embargo, no la quema para destruirla por completo… a menos que pensara que la convirtió en ceniza y solo se trate de un aficionado. ¿Estamos ante un aficionado?

– No lo sé. Atinó con el dispositivo del catalizador sólido. Se me ha ocurrido reflexionar sobre la explosión… Se tomó muchas molestias con tal de conseguir que reparasen en él, lo que me parece una actitud inmadura, casi pueril. Por otro lado, empleó un método complejo. Me sorprendería saber que es la primera vez que lo utiliza. -El teniente vaciló-. También me sorprendería si no volviera a usarlo.

– ¿Estamos ante un pirómano en serie?

– Esa idea ha pasado por mi cabeza -reconoció Reed-. Su modus operandi está perfectamente planificado y es grandioso. Lo imagino pensando que sería una lástima aplicarlo una única vez.

– ¡Mierda! Por lo tanto, lo único que tenemos es una chica muerta y varios fragmentos de un huevo de plástico.