Cabía la posibilidad de que, si se enteraban de que estaba allí, los Dougherty se enfadaran y no quisieran pagarle. Caitlin suspiró. Por si eso fuera poco, su padre también se enteraría y se lo pasaría en grande. Tanto lío por un gato estúpido y peludo que se llamaba ni más ni menos que Percy.
No estaba de más ser cuidadosa. Caitlin salió sigilosamente del cuarto de huéspedes que los Dougherty usaban como despacho y se dirigió al dormitorio principal; sacó la pistola del cajón de la mesilla de noche de la señora Dougherty y le quitó el seguro. La había descubierto en una ocasión en la que buscaba un bolígrafo. Era del calibre 22, igual que la que había disparado infinidad de veces cuando su padre la llevaba al campo de tiro. Bajó la escalera con el arma apoyada en el muslo. Estaba oscuro como boca de lobo, pero tuvo miedo de encender la luz. «Caitlin, déjalo estar y llama a la policía». Siguió bajando, sin hacer ruido, hasta que a dos peldaños enmoquetados del final la madera crujió. Se detuvo con el pulso acelerado y aguzó el oído.
Oyó un siseo. En la casa había alguien que siseaba.
El chirrido de algo pesado que arrastraban tapó el siseo. Fue entonces cuando olió a gas.
«Sal y pide ayuda». Se echó hacia delante y trastabilló al golpear el suelo de madera dura de la base de la escalera. Cayó de rodillas, el arma escapó de su mano y se deslizó ruidosamente por el suelo.
El siseo se interrumpió. Desesperada, Caitlin intentó recobrar el arma, la buscó a tientas en la penumbra y palpó frenética el suelo frío. Por fin dio con la pistola y se incorporó. «¡Sal, sal, sal!»
Había dado dos pasos en dirección a la puerta cuando recibió un golpe por detrás y cayó. Intentó gritar, pero no pudo respirar. Se deslizaron unos metros hasta que el hombre la puso boca arriba y se tumbó sobre ella. Era enorme. «¡Por favor, Dios mío!». Forcejeó, pero el individuo era muy fornido y en un segundo le arrebató la pistola. El aliento ardiente del desconocido resonó en el oído de Caitlin. La respiración del hombre se volvió entrecortada y la muchacha notó que tenía una erección. «Dios, por favor, eso sí que no».
Cerró los ojos con fuerza mientras el desconocido agitaba las caderas con evidente intención.
– Por favor, déjeme ir. No debería estar aquí. Le prometo que no se lo diré a nadie.
– No deberías estar aquí -repitió-. Has tenido mala suerte.
La voz del hombre sonó falsamente ronca, como una pésima imitación de Darth Vader. Empeñada en recordar hasta el último detalle para contárselo a la policía en cuanto escapase, Caitlin se centró en la situación y musitó:
– Por favor, no me haga daño.
El desconocido titubeó. Caitlin notó que el hombre aspiraba y contenía la respiración mientras el tiempo parecía detenerse. Al final exhaló y rio.
Domingo, 26 de noviembre, 1:10 horas
Reed Solliday se movió entre los congregados y prestó atención a cuanto ocurría. Observó sus rostros mientras la casa ardía. Era un barrio con solera, de clase media, y las personas que aguantaban el frío parecían conocerse. Estaban conmocionadas e incrédulas y temían que el viento impulsase las llamas hasta sus hogares. A un lado se encontraban tres señoras mayores, con caras de preocupación iluminadas por los restos del incendio cuyo control había requerido dos dotaciones de bomberos. Ese incendio era demasiado intenso, alto y había empezado en demasiados puntos del interior de la casa como para ser accidental.
A pesar de la conmoción, era el mejor momento para interrogar a los curiosos, ya que todavía no habían tenido tiempo de compartir historias. Aunque se tratara de grupos que no tenían nada que ocultar, las historias compartidas se convertían en relatos homogeneizados en los que podías pasar por alto detalles significativos.
Los incendiarios podían quedar en libertad y el trabajo de Reed consistía en impedir que ocurriese.
– Señoras… -Se acercó a las tres mujeres y les mostró la placa-. Soy el teniente Solliday.
Las tres le pegaron un buen repaso.
– ¿Es policía? -preguntó la del medio.
La mujer parecía rondar los setenta años y era tan escuálida que Reed se sorprendió de que el viento no la hubiera arrastrado. Llevaba los cabellos blancos recogidos con rulos y el camisón de franela sobresalía por debajo del abrigo de lana y se arrastraba por el suelo helado.
– Soy investigador jefe de incendios -respondió Reed-. Tengan la amabilidad de darme sus nombres.
– Me llamo Emily Richter y ellas son Janice Kimbrough y Darlene Desmond.
– ¿Conocen bien el barrio?
Richter se sorbió la nariz.
– Hace casi cincuenta años que vivo aquí.
– Señora, ¿quién ocupa esa casa?
– Joe y Laura Dougherty vivían aquí, pero Laura falleció y cuando Joe se jubiló se trasladó a Florida. Ahora la ocupan el hijo y la nuera. Joe se la vendió por un precio irrisorio, con lo que devaluó las propiedades del barrio.
– Ahora no están -intervino Janice Kimbrough-. Se han ido a Florida a pasar el día de Acción de Gracias con Joe.
– ¿De modo que en la casa no había nadie?
Era lo mismo que les habían dicho a los bomberos cuando llegaron.
– No hay nadie, a menos que hayan adelantado el regreso -apostilló Janice.
– Pues no han vuelto -aseguró Richter con firmeza-. La furgoneta es demasiado alta y no entra en el garaje, de modo que aparcan en la calzada de acceso. Como no está, es evidente que aún no han regresado.
– ¿Han visto por aquí a alguien que no sea del barrio?
– Ayer vi entrar y salir a una chica -repuso Richter-. El hijo de Joe contó que habían contratado a alguien para dar de comer al gato. -Volvió a sorber por la nariz-. En el pasado, Joe nos habría dado la llave y un paquete de comida para gatos, pero su hijo ha cambiado las cerraduras y ha contratado a una chica.
A Reed se le erizó el vello de la nuca. Llamémoslo intuición o lo que sea, pero la cosa no pintaba nada bien.
– ¿Ha dicho una chica?
– Una universitaria -precisó Darlene Desmond-. La nuera de Joe me dijo que no se instalaría en la casa, que solo iría un par de veces al día para darle de comer al gato.
– Señoras, ¿los Dougherty tienen más coches? -quiso saber Reed.
Janice Kimbrough frunció el entrecejo.
– La esposa de Joe hijo conduce un utilitario… me parece que un Ford.
Richter negó con la cabeza y puntualizó:
– Es un Buick.
– ¿La furgoneta y el Buick son los únicos vehículos que tienen? -Reed había visto en el garaje los restos retorcidos de dos vehículos, por lo que se le cerró la boca del estómago. Las tres señoras asintieron y cruzaron miradas de desconcierto-. Es todo. Muchas gracias, señoras, han sido de gran ayuda.
Cruzó la calle a la carrera hasta donde se encontraba el capitán Larry Fletcher, junto al equipo y con la radio en la mano.
– Hola, Larry.
– Hola, Reed. -Larry continuó mirando la casa con el ceño fruncido-. Se trata de un incendio provocado.
– Comparto tu opinión. Larry, es posible que dentro haya alguien.
El capitán meneó negativamente la cabeza.
– Las ancianas afirman que los dueños no están.
– Los dueños le encargaron a una universitaria que cuidase al gato.
Larry giro la cabeza bruscamente.
– Dijeron que en la casa no había nadie.
– Habían acordado que la muchacha no dormiría allí, pero en el garaje hay dos coches, ¿no? Los dueños de la casa solo dejaron un utilitario. El otro vehículo de que disponen es la furgoneta en la que viajaron. Larry, debemos comprobar si la chica está dentro.
Larry asintió y se acercó la radio a la boca:
– Mahoney, posible víctima en el interior.
La radio emitió interferencias.