– No quiero acabar harta como… -Brooke dominó su contrariedad.
– ¿Como yo? Me alegro, Brooke, pero debes tener cuidado. Los chicos son peligrosos. -Devin dirigió la mirada al televisor colocado encima de la barra-. Parece que va a nevar.
El cambio de tema fue brusco, pero eficaz. Brooke cogió el abrigo y el bolso y apostilló:
– Disculpa, Devin. Me he pasado.
El profesor se mostró apenado.
– No, tienes razón. Estoy harto. Lamentablemente, si no lo estás acaban por machacarte. Estoy a medio camino entre salvarlos y encerrarlos de por vida. A veces me asustan demasiado. -Reparó en que la joven había cogido el abrigo e inquirió-: ¿No te quedas a ver el partido?
Brooke estaba famélica, pero las compras navideñas habían consumido gran parte de su presupuesto, por lo que hasta enero no podría cenar fuera de casa.
– No. Tengo que preparar la clase de mañana.
Sorprendida, Brooke vio que Devin se incorporaba y la ayudaba a ponerse el abrigo.
– Está oscuro y el barrio no es muy seguro. Te acompaño al coche.
Lunes, 27 de noviembre, 19:45 horas
Reed se quejó al recibir un codazo en el estómago. Miró furioso a su hermana, que hizo lo propio con el mismo fervor, y volvió a dejar el plato en el fregadero.
– Me ha dolido.
– Era lo que pretendía. Siéntate antes de que me cabree de verdad. -Lauren lo fulminó burlonamente con la mirada-. Tenemos un acuerdo y no cumples tu parte. Reed, siéntate.
Solliday tomó asiento y comentó:
– Pagas el alquiler con puntualidad y cuidas a Beth. Para mí es suficiente.
– Acordamos un alquiler barato a cambio de hacer de canguro y limpiar. Reed, cierra el pico.
El alquiler modesto del otro lado del dúplex de Reed le permitía a Lauren trabajar media jornada y asistir a la universidad. El horario flexible de su hermana suponía que Reed no se preocupaba de encontrar a alguien que cuidase de Beth cuando le tocaba trabajar. En su opinión, era una situación ventajosa, pero no había contado con que Lauren tenía su orgullo.
– ¿Te pidió Beth que la llevases de compras? -quiso saber el teniente.
Lauren se echó a reír.
– Ya lo creo. Me sorprende que un hombre grande como tú le tema al burro lleno de perchas con ropa.
– Tú ves perchas con ropa, y yo, monstruos con etiquetas en lugar de colmillos. ¿La acompañarás?
– Por supuesto. Si quieres, hasta elegiré algunas prendas para los regalos navideños.
«¡Qué poco falta para Navidad!», pensó Reed.
– Nunca había esperado tanto para hacer las compras navideñas. Ya no sé qué le gusta a Beth.
Esa certeza lo dejó… lo dejó desconsolado.
– Reed, ya no es una niña.
– No dejas de decírmelo. -Solliday miró el techo con actitud nostálgica. Pocos meses antes nada habría apartado a Beth del partido del lunes por la noche. Últimamente se disculpaba después de cenar y aseguraba que tenía que estudiar-. Jamás imaginé que al crecer comenzarían a disgustarle las cosas que nos encantaban.
Lauren lo miró comprensivamente.
– Hasta ahora lo has tenido fácil. Tu niña placaba, saltaba y paraba la pelota con la misma habilidad que los niños. Has de tener en cuenta que los marimachos crecen y empiezan a gustarles las ropas con muchos adornos.
La palabra «marimacho» lo llevó a pensar en Mia Mitchell y en el sombrero «cómodo».
– No a todos los marimachos les ocurre lo mismo. Deberías ver a mi nueva compañera.
Sorprendida, Lauren abrió desmesuradamente los ojos.
– ¿La OFI ha contratado a una mujer?
– No, es detective de Homicidios.
Su hermana hizo una mueca.
– Vaya, qué horror.
Reed pensó en Caitlin Burnette, que yacía en el depósito de cadáveres.
– No te lo puedes ni imaginar.
– Cuéntame algo más. ¿Qué tal es la nueva tía?
Reed la censuró con la mirada.
– Si yo la llamara «tía» me pegarías.
Lauren sonrió.
– Eso es lo que más me gusta de ti. Eres un hombre muy listo y atractivo.
– Mi nueva compañera es del tipo atlético. -Su nueva compañera había sido capaz de responder a todos los desafíos que se le plantearon, ya fuese un padre desconsolado, un drogata de noventa kilos o un arrogante abogado en pañales. Los había afrontado con gran habilidad-. Eso es todo.
Lauren puso los ojos en blanco.
– ¿Eso es todo? ¿Cómo se llama?
– Mitchell.
Su hermana volvió a poner los ojos en blanco.
– Me refiero a su nombre de pila.
– Mia. -Reed descubrió que la sonoridad del nombre le agradaba y que iba con ella-. Es realmente imprevisible.
– ¿Y qué más? ¿Es rubia, morena o pelirroja? ¿Es alta o baja?
En ese momento le tocó a Solliday poner los ojos en blanco.
– Es rubia y menuda.
El teniente recordó que la coronilla de Mitchell apenas le llegaba al hombro. Dio un respingo cuando por su mente pasó la imagen de la rubia cabeza de Mia apoyada en su hombro. «Como si alguna vez pudiera pasar». Por alguna razón, fue incapaz de imaginar a Mia Mitchell apoyada en alguien. El mero hecho de haber tenido esa idea lo perturbó. «Solliday, ni se te ocurra meterte en honduras. Esa mujer no es para ti».
Lauren se había puesto seria.
– ¿Es demasiado menuda para cubrirte las espaldas?
Reed evocó la forma en la que Mitchell había dominado a DuPree.
– Está bien.
Lauren lo observaba con suma atención.
– Está claro que te ha impresionado.
– Lauren, es mi compañera, eso es todo.
– Eso es todo -se burló su hermana-. Nunca tendré más sobrinos.
Reed se quedó boquiabierto.
– ¿Qué has dicho? ¿Qué te ha hecho pensar que los tendrías? -Solliday meneó la cabeza-. Ten tus propios hijos. Yo no quiero más. Soy demasiado viejo.
– No eres viejo, simplemente actúas como si lo fueras. ¿Cuándo tuviste por última vez una cita de verdad? No me refiero a una reunión con una profesora de Beth ni a la visita a la higienista dental.
– Gracias por recordármelo. Tengo que pedir hora para la limpieza bucal.
Lauren sacó la mano del agua enjabonada y le pegó a su hermano en el brazo.
– Hablo en serio.
– ¡Ay! Esta noche no haces más que golpearme -se quejó él y se frotó el brazo.
– Y tú te dedicas a fastidiarme. Reed, ¿cuánto hace? ¿Cuándo fue tu última cita?
Reed se preguntó si su hermana se refería a una cita a la que había acudido de buena gana. Había sido hacía dieciséis años, cuando llevó a Christine a tomar café después de la clase de poesía clásica que tanto temía hasta la noche en la que la conoció. Al cabo de un rato, Christine le leyó sus poemas y fue entonces cuando bebió los vientos por ella.
– Lauren, estoy cansado. El día ha sido muy largo. Déjame en paz.
Su hermana no se dejó intimidar.
– No has tenido una cita desde… desde las navidades de hace tres años.
Solliday se estremeció.
– ¡Ni me lo recuerdes! A Beth le cayó fatal.
«Y a mí», se dijo el teniente.
– El apoyo de Beth es importante y eres joven. Cualquier día Beth será adulta y te quedarás solo. -Lauren adoptó expresión de pena-. No quiero que estés solo.
Las palabras de su hermana le afectaron, ya que la imagen de Beth adulta y fuera de casa resultó sumamente real. Como Lauren se preocupaba por él, Reed se tragó el comentario tajante de que se metiera en sus asuntos y la besó en la coronilla.
– Lauren, mi vida me gusta. Cómprale a Beth unos tejanos que no le hagan parecer una mujer de veinticinco años, ¿de acuerdo?
Reed retrocedió y su hermana le taladró la espalda con la mirada.
Una vez arriba, el aporreo de la música que Beth oía llegó hasta sus oídos a través de la puerta del dormitorio. Solliday supuso que eso también tenía que ver con crecer. Le habría gustado que no ocurriera tan rápido. Llamó a la puerta con energía y preguntó: