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– ¿Beth?

La música cesó bruscamente y el perro ladró.

– Dime.

– Cielo, quería hablar contigo.

La puerta se entreabrió y la cabeza morena de su hija asomó por arriba, al tiempo que la del cachorro aparecía debajo.

– Dime -repitió Beth. Reed parpadeó y de pronto no supo qué decir. La adolescente levantó las cejas, las bajó y las frunció-. Papá, ¿estás bien?

– Me acabo de dar cuenta de que hace tiempo que no hacemos algo juntos. Este fin de semana podríamos ir… podríamos ir al cine o a otro espectáculo.

Beth entornó los ojos con actitud recelosa.

– ¿Por qué?

Solliday rio.

– Porque te echo de menos.

La adolescente parpadeó.

– Una amiga me ha invitado a pasar el fin de semana en su casa.

Reed intentó disimular el chasco que acababa de llevarse.

– ¿Quién es?

– Jenny Q. El pasado mes de septiembre conociste a su madre en el día de la escuela.

Reed arrugó el entrecejo.

– No me acuerdo. Tendré que verla de nuevo antes de que vayas.

Beth puso los ojos en blanco.

– Me parece bien. Jenny Q y yo estamos haciendo un trabajo de ciencias. Mañana por la noche me llevas en coche y así verás a su madre.

– ¿Has dicho «me llevas»? ¿Qué tal si le añadimos «por favor, papá»? No pongas los ojos en blanco cuando te hablo -espetó al ver que Beth lo hacía. Lanzó un suspiro. No había ido a discutir con su hija, aunque últimamente era lo que más hacía-. Mañana me la presentarás.

Beth suavizó su mueca de contrariedad.

– Gracias, papá.

La adolescente cerró la puerta con delicadeza y Solliday permaneció quieto durante unos instantes antes de dirigirse a su dormitorio.

En cuanto entró se detuvo y bufó. Sus sábanas seguían cubiertas de pisadas embarradas. Deshizo la cama, se sentó en el colchón y cogió la foto de Christine. Christine había sido… había sido la única. La echaba de menos. «De todas maneras, me gusta mi vida tal como es». Le agradaba en lo que la había convertido, aunque en ocasiones añoraba tener a alguien con quien charlar en los momentos de tranquilidad. Reconoció que también debía tomar en consideración los aspectos físicos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer. No hacía falta que Lauren se lo recordase.

Jamás había buscado a una sustituta de Christine. Nadie podía suplantarla. Christine había llenado su mundo de belleza y alimentado su alma. Claro que su cuerpo también tenía necesidades. En los primeros años posteriores a su muerte, pensó que podría… que podría cubrir discretamente sus necesidades con mujeres a las que no les interesasen las relaciones con futuro. No tardó en descubrir que en este planeta esos seres no existen. Cada mujer que se comprometió a que no habría ataduras acabó por necesitarlas. Cada una se sintió herida porque Reed era un hombre que cumplía su palabra.

Lamentablemente, ni ataduras ni dolor equivalía a nada de sexo. Por lo tanto, había prescindido del sexo. No era agradable, aunque tampoco se trataba del fin del mundo. Al fin y al cabo, la disciplina existía. Las lecciones que había aprendido con los militares le resultaron muy útiles. Le gustaba su vida, su vida tranquila, pero esa noche la tranquilidad le resultó más intensa que de costumbre.

Dejó la foto de Christine sobre la mesilla de noche y abrió el cajón en el que durante once años había escondido el libro bajo una pila de tarjetas de felicitación de cumpleaños y del día del padre. Lo retiró con cuidado de su lugar seguro y con el pulgar acarició la cubierta. No era más grande que la palma de su mano y estaba lleno de Christine. El libro se abrió en la página más sobada, la del poema que había titulado, sencillamente, «Nosotros».

Pálida rama verde y dorada,

tallo flexible y hojas tiernas,

demasiado nuevas para ser certeras.

Sujeto en un puño peñascoso

que la sombra protege,

mantiene firmes las raíces como cabellos de ángel,

repele el viento

y suaviza las gotas de lluvia

hasta convertirlas en un beso.

Despliega sus frondas

agazapada en la ladera barbuda de la roca

y absorbe la luz matinal.

Alimentada por su esencia mineral,

se torna florida en la vida que él le ofrece

hasta que no sabes quién salvó a quién.

Su dosel se ha convertido en el tejado que cubre la cabeza del hombre.

Su hendidura pétrea se ha trocado en los cimientos mismos de la mujer.

Alguien llamó delicadamente a la puerta y a Solliday se le disparó el corazón. Guardó el libro bajo las tarjetas y se sintió ridículo. Solo se trataba de un libro y no tenía motivos para ocultarlo como si fuera un secreto terrible.

No, no solamente era un libro, sino un recuerdo. «Es mi recuerdo».

– Adelante.

Lauren asomó la cabeza con expresión de descontento.

– Perdona, Reed, me he pasado.

– No te preocupes. Déjalo estar.

– De acuerdo… Buenas noches.

Lauren cerró la puerta y Solliday soltó un suspiro.

De repente rio porque de la nada evocó la imagen de Mia Mitchell de puntillas y cara a cara con aquel arrogante aspirante a abogado.

– Un rapero matón que quiere que seas su mejor amigo… -musitó.

Supuso que, para la detective, la lectura de poesía no sería su primera cita ideal. Mia Mitchell preferiría una actividad física, como un partido de fútbol o de hockey. «Si la invitara a salir, iríamos a un partido», pensó, y meneó la cabeza al reparar en el serpenteo de sus divagaciones. Jamás la invitaría a salir.

No habría primera cita con Mia Mitchell. No era el tipo de mujer que le gustaba. Miró largamente la foto de Christine y supo que ella sí que era su tipo de mujer. Su esposa había sido pura gracia y elegancia y la mirada se le iluminaba cuando tenía ganas de hacer travesuras o divertirse. Mitchell era desfachatada y descarada, sus movimientos estaban cargados de energía contenida y sus comentarios carecían de matices.

Clavó la mirada en el cajón donde había escondido el libro. Esos versos habían transmitido los sentimientos de Christine y también los suyos. Le pareció imposible que una mujer como Mia Mitchell apreciase el delicado equilibrio entre palabras y emociones. Claro que eso no convertía a Mia en una mala persona; simplemente, no era el tipo de mujer que le gustaba.

Tampoco tenía la menor importancia. Su trato era estrictamente profesional y transitorio. Cuando atrapasen al asesino de Caitlin Burnette, Reed volvería a su rutina, que era exactamente lo que le gustaba. Recogió las sábanas sucias y se dijo que durante el descanso tendría tiempo de poner una lavadora. Vería el partido, se comería la pizza que había sobrado el fin de semana y bebería una cerveza. Era una buena vida.

Lunes, 27 de noviembre, 20:00 horas

Beth Solliday se quitó el albornoz que se había puesto a la carrera cuando su padre llamó a la puerta y se situó ante el espejo de cuerpo entero. Analizó críticamente el equilibrio de color y estilo de la ropa que había elegido para el fin de semana. Jenny Q la había encargado por internet. Era imposible que su padre se enterase de que la había comprado. Durante dos meses se había saltado el almuerzo a fin de ahorrar para adquirirla y sabía que valía la pena.

Llamó a Jenny.

– Soy Beth. -Sonrió-. Mejor dicho, Liz.

– ¿Seguimos adelante?

– Ya está todo listo. Le dije que el otoño pasado había conocido a tu madre.

– Perfecto. Le diré a mi madre que lo conoce. Como nunca se acuerda de nada…

– Bueno. Nos vemos mañana por la noche.

– Tráelo todo.

– ¡Ya lo creo!

Beth colgó y giró sobre sí misma. Se puso el pijama y escondió la ropa comprada por internet. No tardaría en empezar a salir y a vivir la vida. Había dejado de ser una cría.