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Lunes, 27 de noviembre, 23:15 horas

Penny Hill no estaba en casa. ¿Por qué no estaba?, se preguntó. Miró la hora y volvió a observar la casa que la noche anterior había examinado meticulosamente. La víspera, la mujer estaba y a las once ya se había acostado. Esa noche él había regresado dispuesto a actuar, pero la mujer no estaba. Oculto por los frondosos árboles de hoja perenne, miró por la ventana hacia el interior y solo vio un perro que dormía en el suelo de la sala. Apretó los dientes.

Tenía tres opciones: la primera, regresar al día siguiente por la noche; la segunda, incendiar la vivienda en ausencia de la mujer y, la tercera, tener paciencia y esperar. Evaluó las posibilidades y los riesgos de la espera y de que lo viesen. Pensó en las recompensas de la cacería. La última vez había renunciado a la presa debido a su ansiedad por las llamas. Esa noche quería algo más. Se acordó de la pequeña Caitlin y experimentó un estremecimiento de inquietante placer. Recordó la energía que había discurrido por su cuerpo y ese ímpetu indescriptible.

Deseaba volver a sentir el mismo ímpetu, el poder total y absoluto de la vida y la muerte.

Por no hablar del dolor… Quería que la muy zorra sintiese un gran dolor y pidiera clemencia.

Quería que Penny Hill pagase. Tensó los labios con actitud lobuna y decidió esperar. Al fin y al cabo, tenía tiempo, todo el tiempo del mundo, lo que lo diferenciaba de Penny Hill. Penny Hill contaría hasta diez y se iría al infierno.

Lunes, 27 de noviembre, 23:25 horas

Mia subió la escalera y llegó a su apartamento. Suponía que correr una hora le serviría para quemar energía y nerviosismo, pero solo había conseguido acabar bañada en sudor y con dolor en el hombro cubierto de esparadrapo. En cuanto abrió la puerta del piso reparó en la diferencia. El ambiente era cálido y olía a… ¿tal vez a mantequilla de cacahuete?

– ¡No dispares, soy yo!

Mia vació de aire los pulmones.

– Maldita sea, Dana, podría haberte herido.

La mejor amiga de la detective estaba sentada a la mesa de su pequeño comedor y había levantado los brazos.

– Te devolveré la mantequilla de cacahuete.

Mia cerró la puerta del apartamento y echó los cerrojos.

– ¡Ja, ja, ja! Una cómica muerta no le interesa a nadie. ¿Cuándo has llegado?

Dana y su marido habían llevado a sus hijos adoptivos a pasar Acción de Gracias en la costa oriental de Maryland con unos viejos amigos de Ethan.

– Ayer a medianoche. Esta mañana ha sido muy divertido levantar a los niños para que fuesen a la escuela. Los acompañamos al autobús y volvimos a la cama.

Mia sacó dos cervezas de la nevera.

– Y meterte en la cama con Ethan es tan desagradable… -se burló.

Dana sonrió.

– Sobreviviré. -Meneó la cabeza e hizo una mueca a la cerveza que su amiga le ofrecía-. Gracias, pero no. Combina mal con la mantequilla de cacahuete. -Dana esperó a que Mia se sentara-. No respondiste a mis llamadas telefónicas y estaba preocupada.

– Ponte a la cola. -Mitchell suspiró al ver la expresión irritada en los ojos castaños de Dana-. Lo lamento. Por favor, me siento como un disco rayado. Hoy no he hecho más que repetir que lo lamento.

Dana levantó una ceja.

– ¿Has terminado?

– Sí -contestó Mia con tono arisco e infantil, lo que en ese momento era más o menos adecuado.

– Bueno. Escucha, solo quería saber cómo estás y comprobar que no habías muerto. Una malhumorada muerta no le interesa a nadie. Mia, además de evitarme y, por lo que parece, esquivar prácticamente a todo el mundo, ¿qué has hecho las dos últimas semanas?

Mia bebió un generoso sorbo de la botella, se dirigió al armario de la cocina y sacó… sacó la caja. Se trataba de una sencilla caja de madera, sin adornos ni etiquetas. Parecía increíble que un objeto tan pequeño pudiese albergar tanto dolor. Depositó la caja delante de Dana.

– Aquí la tienes.

– ¿Por qué será que me siento como Pandora? -murmuró Dana y abrió la tapa-. ¡Vaya, Mia! -Levantó la mirada tras comprender lo ocurrido-. Al menos ahora lo sabes. Me refiero al niño.

– Encontré la caja en el armario de Bobby cuando retiré la ropa con la que enterrarlo. La abrí cuando volví a casa del cementerio porque quería guardar su placa.

Tras permanecer sobre la bandera que cubría el féretro, al llegar a la sepultura de Bobby Mitchell le entregaron formalmente la placa a la madre de Mia. Annabelle Mitchell estaba ojerosa y agotada, se volvió y depositó tanto la bandera como la placa en manos de su hija. Azorada, Mia las aceptó. Ahora la bandera tres veces plegada se encontraba junto a la tostadora. Probablemente tenía migas de galletas entre los dobleces y, salvo por la reticencia a ensuciar la bandera de su país, lo cierto es que le importaba muy poco.

La detective señaló la caja con la botella y apostilló:

– Me encontré con eso.

Dana retiró la foto de la caja.

– ¡Por favor, Mia! Es igual a ti cuando eras bebé.

La risa de Mia sonó hueca.

– Los genes de Bobby son dominantes. -Rodeó la mesa y, por encima del hombro de Dana, contempló la cara regordeta del crío que estaba sentado en una pequeña mecedora de madera, con un camión rojo en la mano. Se trataba del niño que Mia nunca había visto, aunque sabía su nombre, el día de su nacimiento y el de su muerte-. Seguro que se parece a mi foto de bebé. Esa es nuestra mecedora, quiero decir de Kelsey y mía. Bobby también nos hizo fotos en la mecedora.

– ¡Qué vulgar! -Dana habló con suavidad, pero tensó los labios-. Claro que ya lo sabíamos.

Solo Dana lo sabía; bueno, Dana, Kelsey… y tal vez su madre. Mia no estaba totalmente segura de que su madre lo supiese. Escrutó el rostro del chiquillo.

– Como yo, tiene los ojos azules y el pelo rubio de Bobby. Y también como ella, quienquiera que sea.

– Tal como suponía, has dedicado las dos últimas semanas a intentar encontrarla.

«Ella» era la desconocida que Mia había visto durante el entierro de su padre. Se trataba de una joven de pelo rubio y ojos azules y redondos… «como los míos». Durante un fugaz instante fue como mirarse en un espejo. Luego la mujer bajó la mirada y se mezcló con el montón de policías que presentaban sus últimos respetos. Después del entierro, Dana la buscó en medio del gentío, mientras Mia recibía el pésame de cada uno de los asistentes.

Aquello había sido el aspecto más difícil de esa farsa: asentir serenamente ante cada agente que le estrechaba la mano y con voz baja le aseguraba que su padre había sido un buen policía y un buen hombre. Por favor, ¿era posible que todos fuesen tan falsos?

Cuando el último policía se alejó y se quedó a solas con su madre, Mia buscó con la mirada a Dana, que negó con la cabeza. La mujer se había esfumado. Le bastó echar un vistazo al rostro de su madre para saber lo que quería averiguar: Annabelle Mitchell también la había visto. A diferencia de Mia, su madre no se sorprendió lo más mínimo. Como tantas veces en su vida, la progenitora de la detective cerró los ojos porque no estaba dispuesta a hablar de esa mujer ni del pequeño. La condenada lápida decía: Liam Charles Mitchell, amado hijo.

– Me alegro de que tú también la vieses porque, de lo contrario, ahora estaría tumbada en el diván del psiquiatra.

– Mia, no te la inventaste, estuvo presente.

Mia se terminó la cerveza.

– Así es. Lo sé. Estuvo presente entonces y también después.

Dana abrió desmesuradamente los ojos.

– ¿Regresó?

– Varias veces. No habla, se limita a mirarme. Nunca estoy lo bastante cerca como para cogerla. Dana, te aseguro que me vuelve loca. Por si eso fuera poco, sé que mi madre la conoce.

– Pero no quiere decírtelo.

– Exactamente. Es la Annabelle de siempre. De todos modos, logré que me hablase del crío. -Dejó la botella sobre la mesa y de repente notó el sabor amargo de la cerveza-. Debo decírselo a Kelsey, tiene que saberlo.