La última vez que había hablado con su hermana fue el día de la muerte de su padre y, como siempre, lo hizo a través del plexiglás. Mia nunca solicitaba un encuentro especial con su hermana. Sería contraproducente que las demás reclusas supiesen que la hermana de Kelsey Mitchell era policía.
Kelsey tenía que enterarse de lo que Mia había averiguado. Tal vez así encontraría finalmente la paz.
– Puedo ir a decírselo -propuso Dana.
– No, es mi responsabilidad. De todas maneras, te lo agradezco. Todavía tengo que asimilarlo. Hoy me han asignado un nuevo caso.
– ¿Con quién?
Mia observó atentamente la botella.
– Con Reed Solliday. Se trata de un incendio provocado.
Dana enarcó las cejas pues conocía al dedillo las actitudes de su amiga.
– Sigue.
– Parece agradable. No está casado y tiene una hija de catorce años. Se mueve como un bailarín.
– Nunca he comprendido por qué eso te excita tanto.
Mia rio muy a su pesar.
– Yo tampoco. Lo bueno es que está fuera de mi alcance.
– Acabas de decir que no está casado.
La detective se puso seria.
– También he dicho que es agradable.
Dana soltó una expresión de contrariedad.
– ¡Mia, no dejas de desconcertarme!
– No es lo que pretendo.
Dana suspiró.
– Ya lo sé. Dime… ¿Qué vas a hacer con la caja?
– No tengo ni la más remota idea. -Torció la boca-. Guardaré las placas de identificación.
Dana bajó la mirada hasta el pecho de su amiga y preguntó:
– En ese caso, ¿por qué las llevas puestas?
Mia acarició la cadena que rodeaba su cuello.
– Porque la vez que las guardé en la caja no pude dormir. No sé muy bien qué me pasó, fue una especie de ataque de pánico, así que me levanté y volví a ponérmelas. -Arrugó el entrecejo-. Sucedió la noche antes de que disparasen a Abe.
– Mia, a ti también te dispararon.
– Pues mira cómo estoy. -Abrió los brazos con expresión irónica-. He quedado como nueva.
– Me cuesta entender que una mujer tan inteligente sea tan supersticiosa.
Mia se encogió de hombros.
– Prefiero ser supersticiosa y seguir viva que ser lógica y acabar muerta.
– Si se tratara de una pata de conejo, diría que no pasa nada, que no es grave, pero son las placas de Bobby y, a menos que te las quites, sigues conectada con él. -Dana lanzó un suspiro de impotencia, se incorporó y se puso el abrigo-. Si no me voy, Ethan se preocupará. Ven mañana a casa. Te prepararé una cena especial. Los niños te han traído un regalo.
– Por favor, dime que no se trata de otro pez de colores -suplicó Mia y su amiga sonrió.
– Pues no, no es un pez de colores. -Dana la abrazó con fuerza-. Descansa.
Lunes, 27 de noviembre, 23:35 horas
Penny Hill exhaló un suspiro de alivio. La puerta del garaje estaba cerrada varios centímetros más que de costumbre. «No debería haber tomado ponche. Bueno, al fin y al cabo, era mi fiesta de despedida. ¡Por fin me jubilo! Tendría que haber llamado a un taxi». Por suerte no había chocado con otro coche ni la policía la había parado por conducir bajo los efectos del alcohol. Pensó que, de haberle ocurrido, habría quedado muy bonito en su expediente.
Ahora su expediente estaba oficialmente cerrado. Tras trabajar veinticinco años en Servicios Sociales, Penny Hill había decidido dejarlo. Muchas familias se habían cruzado en su camino. Había tenido muchos éxitos, otros tantos pesares y un momento de vergüenza. Claro que había llovido mucho desde entonces y no podía hacer nada para cambiar las cosas.
Era libre. Tironeó del maletín y a duras penas se mantuvo en pie. Pesaba más que nunca. Penny había vaciado el escritorio y llenado el maletín. Había bebido demasiado ponche, por lo que esa noche no estaba en condiciones de acarrearlo. «Ya lo entraré mañana». En ese momento solo necesitaba un buen antiácido y la cama. Agotada, abrió la puerta de su casa.
Fue violentamente arrastrada hacia el interior. Se golpeó la cabeza con la pilastra de la escalera al tiempo que la puerta se cerraba; unas manos fuertes la pusieron de pie. Chocó con un cuerpo musculoso. Intentó gritar, pero una mano fría y enguantada le tapó la boca y notó el filo de una navaja en el cuello. Dejó de forcejear y albergó un hálito de esperanza cuando el perro de su hija entró dando saltos. «Por favor, Milo, te ruego que, para variar, no seas cariñoso».
El perro se dedicó a menear la cola y el individuo que Penny tenía detrás se relajó y la obligó a dirigirse a la cocina.
– Abre la puerta y deja salir al perro -ordenó. Penny Hill obedeció. Contento, Milo se dedicó a saltar por el patio sin cercar-. Ahora cierra la puerta tal como estaba antes. -El individuo dejó de taparle la boca, la obligó a arrodillarse y la tumbó boca abajo. Penny protestó cuando la cogió del pelo y le apoyó firmemente la cabeza en el linóleo-. Si gritas, te cortaré la lengua.
Pese a la advertencia, Penny se llenó de aire los pulmones para chillar. El individuo rio ligeramente y, con la rodilla apoyada en la nuca de Penny, volvió a apretarle la cara contra el suelo. Le metió algo en la boca: un trapo. Penny intentó escupirlo y estuvo a punto de atragantarse. «No vomites. Si vomitas morirás. Pase lo que pase, morirás. ¡Santo cielo, voy a morir!».
Un gemido de terror escapó de los labios de Penny y el individuo rio.
El individuo guardó en la mochila la bolsa de plástico con cremallera en la que había metido el condón usado. Con Caitlin había tenido suerte, pero esta vez no podía fiarse de la fortuna. Si por casualidad no conseguía incinerar totalmente a Penny Hill, al menos se cercioraría de no dejar ADN. La mujer estaba tumbada en el suelo, en posición fetal, y sufría. Todavía no sufría lo suficiente, pero ya llegaría. El individuo haría unas pocas cosas más y se pondría en camino.
Había encontrado el maletín de Penny en el asiento trasero del coche, que estaba en la calzada de acceso con el motor encendido. El maletín había sido un descubrimiento inesperado, ya que no sabía qué información encontraría en su interior.
Se dijo que una cosa por vez. Untó el torso de la mujer con el mismo nitrato en gel con el que había llenado el huevo de plástico, extendió la mecha hasta salir de la habitación y la situó junto a la que conducía al huevo. Esta vez iba preparado. Lo ocurrido con Caitlin Burnette había sido imprevisto y no había pensado con frialdad, por lo que la roció con gasolina en lugar de utilizar el gel del segundo huevo. La gasolina ardía demasiado rápido y quería que la señorita Hill se quemara hasta la médula. En el caso de que no sucediera, prefería que no sobreviviese para contarlo.
Se acercó nuevamente a la mochila y sacó las dos bolsas de basura que había llevado. Se puso una de las bolsas como chaleco y sacó los brazos por los lados. Cogió la llave inglesa y quitó la válvula de la tubería de gas situada detrás del horno. En cuestión de minutos la mitad superior de la estancia se llenaría de gas.
Estaba acuclillado junto a Penny Hill con la navaja en la mano cuando se dio cuenta de que se había olvidado de lo más importante. Corrió rápidamente al otro extremo de la casa, hizo una pelota con varias hojas de papel de periódico y lo introdujo en la papelera. Sacó del bolsillo un cigarrillo sin filtro, lo encendió con gran esmero y lo colocó de pie, de tal modo que la punta encendida quedase encima del papel. En pocos minutos el cigarrillo se quemaría hasta el final.
Regresó junto a la señorita Hill. Corrió a la cocina y la agarró del brazo. La mujer abrió lentamente los ojos.
– Por Shane -afirmó el individuo-. Seguro que te acuerdas de Shane. Lo colocaste con su hermano en un hogar de acogida dejado de la mano de Dios y situado en medio de la jodida nada. -Penny Hill parpadeó sorprendida al recordar-. Durante un año y medio ni se te ocurrió visitarlos. En esa casa lo sodomizaron. Supongo que ahora entiendes por qué te he hecho lo que te he hecho. -Con gran rapidez, le rebanó el brazo por encima del codo y la sangre húmeda y caliente salpicó la bolsa de plástico con la que se cubría-. Morirás, pero antes arderás. -Se aproximó hasta que quedaron cara a cara-. Zorra, cuenta hasta diez y vete al infierno.