Se quitó la bolsa de plástico, la dobló y la metió en la bolsa sin usar; guardó las herramientas en la mochila, se la colgó del hombro y encendió las mechas desde la seguridad relativa del lavadero. «Diez… nueve…» Corrió a la puerta de entrada y la cerró con decisión… «ocho…». Montó en el coche de Penny Hill y salió disparado sin dejar de contar.
«Tres, dos… y…»
En el momento previsto la explosión sacudió el aire y los cristales salieron disparados de las ventanas de la casa de Hill. En esta ocasión había calculado con más precisión la longitud de las mechas. Había llegado al extremo de la calle cuando el primer vecino salió de su casa. Condujo con cuidado para no despertar sospechas. Siguió su camino y se detuvo bastante lejos en la calle desierta en la que había dejado el coche robado horas antes. Tapó el vehículo de Hill con las ramas de los árboles de hoja perenne. No lo encontrarían.
Cambió de coche y se cercioró de que había cogido la mochila. Se sentó tras el volante, se quitó el pasamontañas y arrancó. En ese momento, Penny Hill tenía que experimentar un dolor atroz. El individuo se dijo que más tarde saborearía esa satisfacción.
Martes, 28 de noviembre, 00:35 horas
– Tenías razón. Ha vuelto a actuar.
Reed se volvió. Mia Mitchell se encontraba tras él, con la mirada fija en el infierno que había sido la casa de Penny Hill. La detective no había tardado en llegar.
– Eso parece.
– ¿Qué ha pasado?
– Aproximadamente cinco minutos después de medianoche los vecinos oyeron la explosión inicial y avisaron. Las dotaciones ciento cincuenta y seis y ciento setenta y dos respondieron, respectivamente, a las cero y nueve y a las cero y quince. Se presentaron y el jefe no tardó en ver las semejanzas con el incendio del sábado. Larry Fletcher me avisó a las cero y quince. -Solliday llamó inmediatamente a Mitchell y se preparó para una irritada recepción en plena noche, pero la detective se había mostrado despierta y profesional. Reed paseó la mirada por la gente y bajó la voz para que solo ella lo oyese-. Los vecinos creen que la dueña de la casa, Penny Hill, estaba dentro. Dos hombres han entrado a buscarla.
El horror, la compasión, la pena y la resignación trastocaron la mirada de Mia.
– ¡Ay, mierda!
– Lo sé. La pareja de efectivos ha registrado el lado derecho de la casa, pero la mujer no estaba.
– ¿Han mirado en la cocina?
– Todavía no es posible acercarse. Han cortado el suministro de gas y acordonado la casa. Están trabajando. En la sala se ha producido un incendio de menores dimensiones.
– ¿En la papelera? -quiso saber Mia y Reed enarcó una ceja.
– Exactamente.
– He repasado los hechos. La papelera fue el elemento peculiar en casa de los Dougherty.
– Estamos de acuerdo. El catalizador sólido era complejo, la gasolina fue una especie de ocurrencia tardía y la papelera resultó casi…
– Casi pueril -concluyó la detective-. Lo comenté con Abe y también le llamó la atención.
Abe, su compañero, seguía postrado en la cama del hospital.
– ¿Cómo está? -se interesó el teniente.
Mia asintió con entusiasmo.
– Está bien.
Solliday llegó a la conclusión de que, en ese caso, ella también lo estaba, por lo que se alegró.
– Qué suerte.
– ¿Has hablado con los vecinos?
– Sí. Nadie ha visto nada, pero lo cierto es que todos estaban durmiendo o viendo la televisión en sus casas. De repente han oído una sonora explosión. Un vecino ha oído un chirrido de neumáticos poco antes de la explosión y se encuentra bastante afectado. -Reed señaló a un individuo con expresión de horror y conmoción, que se hallaba delante de los congregados-. Se llama Daniel Wright. En la calzada de acceso hay marcas de neumáticos y el coche de la señora Hill ha desaparecido.
– Solicitaré una orden de búsqueda.
– Ya lo he hecho. -Solliday enarcó las cejas al ver que Mia adoptaba una expresión de sorpresa-. Espero que no te moleste.
La detective parpadeó sobresaltada y enseguida se serenó.
– Tranquilo, solo lo decía para cursarla. -Volvió a contemplar las llamas-. El incendio ya está controlado.
– En este caso todo ha sido más rápido porque la primera planta de la casa no se ha incendiado.
– En casa de los Dougherty, el autor quiso quemar la cama del dormitorio del primer piso -apuntó Mitchell-. Parece que aquí es distinto.
Solliday se había planteado lo mismo. Dos bomberos abandonaron la casa.
– Vamos -propuso Reed y caminó hacia el camión junto al cual Larry permanecía de pie con la radio en la mano-. ¿Qué dices?
La expresión de Larry fue severa.
– La mujer está en el interior. Según Mahoney, se parece a la última víctima. No pudimos adentrarnos lo suficiente para sacarla a tiempo. -Miró a Mitchell de arriba abajo-. Y usted, ¿quién es?
– Soy Mia Mitchell, de Homicidios. Supongo que es Larry Fletcher.
La expresión del capitán de bomberos pasó de severa a cautelosa.
– Ni más ni menos. ¿Por qué interviene Homicidios?
La detective miró a Reed con actitud acusadora.
– ¿No le has dicho nada?
Reed esbozó una mueca de contrariedad.
– Le dejé un mensaje en el que le pedía que me llamara.
– ¿Qué querías decirme? -inquirió Larry y Mitchell suspiró.
– La víctima del último incendio estaba muerta antes de que se iniciase el fuego. Es posible que a esta le haya sucedido lo mismo.
Larry mostró cara de preocupación.
– No debería sentirme aliviado, pero lo estoy.
– La naturaleza humana es así -comentó Mia-. No habría podido hacer nada.
– Se lo agradezco. Tal vez esta noche podamos conciliar el sueño. Supongo que queréis hablar con Mahoney y con el chico que está a prueba, que son los que entraron. ¡Eh! ¡Mahoney! ¡Hunter! -llamó a los efectivos-. ¡Venid aquí!
Mahoney y el último bombero en prácticas de la dotación avanzaron hacia ellos, con el equipo completo salvo la mascarilla para respirar, que colgaba de sus cuellos. Ambos estaban agotados y compungidos.
– Llegamos demasiado tarde -explicó Brian Mahoney, ronco a causa del humo-. La mujer está carbonizada, lo mismo que la última víctima.
El bombero en prácticas meneó la cabeza y exclamó con voz grave y horrorizada:
– ¡Dios mío!
Mitchell se adelantó, miró bajo el casco del que estaba en prácticas y preguntó:
– ¿David?
El muchacho se quitó el casco.
– ¡Mia! ¿Qué haces aquí?
– Debería preguntarte lo mismo. Sabía que te habías presentado al examen, pero supuse que aún esperabas destino.
– Hace tres meses que estoy en la dotación ciento setenta y dos. Puesto que estás en el escenario, debemos suponer que se trata de un homicidio y que los incendios se utilizaron para encubrirlos.
– Bien pensado. ¿Conoces a Solliday?
David Hunter se colocó el casco bajo el brazo. Dirigió a Reed la mirada tranquila de sus ojos grises y el teniente se sintió contrariado al estudiar su rostro porque, incluso sucio, el joven era un chico de calendario.
– No, soy David Hunter, el nuevo.
– Yo soy Reed Solliday, de la OFI. Deduzco que vosotros ya os conocéis.
Mitchell sonrió con ironía.
– Exactamente. En el pasado hemos compartido alguna que otra diversión.
La idea de que Mitchell se divirtiera con el novato guaperas despertó la irritación de Reed y el sentimiento fue tan intenso y brusco que se quedó sorprendido. «¡Caramba!» No era asunto suyo que Mitchell y Hunter fuesen amigos. Solo debía ocuparse del incendio.