– Explicadme lo que habéis visto.
– Al principio, nada -reconoció Hunter-. El humo era muy espeso y negro. El rocío no ha tardado en vaporizarse y caer sobre nosotros. Nos hemos movido, hemos registrado los dormitorios y en las camas no hemos encontrado a nadie. Al final nos hemos aproximado a la cocina. -El joven cerró los ojos y tragó saliva de forma compulsiva-. Mia, he estado a punto de tropezar con ella. Estaba…
– Tranquilo. El espectáculo siempre resulta desagradable. ¿Cómo estaba?
Hunter respiró hondo y repuso:
– En posición fetal.
Mahoney se quitó el casco y se secó el sudor de la frente antes de comentar:
– Reed, las llamas han sido bastante altas. Lo carbonizado llega a la altura de los ojos, como en el último caso. También han apartado el horno de la pared.
– ¿Puedes decirme algo de la papelera de la sala? -inquirió el teniente.
– Solo era una papelera metálica llena de hojas de periódico -respondió Mahoney.
– La muchacha que encontramos el sábado murió antes del incendio -intervino Larry-. Probablemente a esta mujer le ocurrió lo mismo.
Mahoney dejó escapar un silbido.
– Gracias por la información. Ayuda saber que ha sido así. ¿Habéis terminado?
Reed miró a Mia y le preguntó:
– ¿Has terminado?
– Sí. David… saluda a tu madre de mi parte -apostilló la detective, pero la sustitución del nombre fue más que evidente.
Hunter sonrió.
– Se lo diré. Ven a vernos.
Mahoney y Hunter se alejaron y Reed relajó los músculos de la mandíbula.
– De momento no puedes entrar -le advirtió a su compañera, molesto con el tono tajante que había empleado-. Las botas que llevas no te protegen del calor.
El teniente se encaminó al todoterreno y Mitchell lo siguió.
– ¿Cuándo entrarán Jack y su equipo?
– Dentro de una hora. Ben y Foster lo harán antes, aunque ya puedes avisar a Unger.
Reed se apoyó en el parachoques para cambiarse el calzado. Mia terminó de hablar por teléfono, se guardó el móvil en el bolsillo, puso los brazos en jarras y se dedicó a contemplarlo. Esa observación, sumada al aire frío y a la cólera que sentía, volvió todavía más torpe al teniente cuando llegó el momento de ajustar el cierre de las botas. Al final Mitchell le golpeó ligeramente los dedos y se encargó de la tarea.
– ¿Siempre eres tan terco a la hora de pedir ayuda? -preguntó Mia.
– ¿Siempre eres tan sensible a los sentimientos de los demás? -espetó Solliday.
Mia levantó de inmediato la cabeza, con los ojos entrecerrados y mirada gélida.
– No. Precisamente por eso la gente prefiere tratar con Abe. Puesto que Abe no está aquí, no te queda más remedio que tratar conmigo. -Mia dejó caer los brazos a los lados del cuerpo y dio varios pasos hacia atrás-. Vamos, Caracol, ya está. Haz el favor de examinar a nuestra víctima, ya que no dispongo del calzado adecuado.
El sarcasmo de la detective lo desarmó.
– Escucha, yo… -Reed se preguntó qué le pasaba. «Solliday, ¿qué haces?»-. Gracias. -Cogió su equipo y echó a andar hacia la casa-. Intenta que alguien mantenga alejada a la gente. Ah, llama al forense.
– Enseguida.
Mia lo vio entrar en casa de Hill, con la linterna en una mano y la caja de chismes en la otra. «Buenos andares -pensó. Otra vez había intervenido sin proponérselo-. Mia, pon manos a la obra».
Llevó al señor Wright a un aparte.
– Soy la detective Mitchell. ¿Conocía a la señora Hill?
El vecino hundió los hombros.
– ¿Está muerta? ¿Penny ha muerto?
– Desgraciadamente, así es. Lo lamento. ¿Puede describir con exactitud lo que vio?
El señor Wright asintió.
– Dormía cuando un chirrido me despertó. Corrí a la ventana y vi el coche de Penny calle abajo. Un segundo después… un segundo más tarde en su casa se produjo una explosión.
– Señor Wright, ¿vio quién iba al volante?
Apenado, el vecino negó con la cabeza.
– Estaba oscuro y sucedió muy rápido… Lo siento, no lo vi.
Mia también lo lamentó.
– ¿La señora Hill solía aparcar el coche en la calzada de acceso a la casa?
– En los últimos tiempos sí. Su hija tuvo que dejar la casa en la que vivía y mudarse a un apartamento, por lo que Penny guardó sus pertenencias en el garaje.
– ¿Conoce a la hija de la señora Hill?
– Hace un mes hablé un par de veces con Margaret. Vivía en Milwaukee, pero ahora no sé dónde está. Penny tiene un hijo en Cincinnati. Se llama Mark.
– ¿Sabe dónde trabaja la señora Hill?
– Es trabajadora social.
Se encendieron las luces de alarma porque los trabajadores sociales solían ser blanco de las venganzas.
– Gracias -concluyó Mia y depositó una tarjeta en la mano helada del señor Wright-. Si se acuerda de algo, haga el favor de llamarme.
Mitchell interrogó a los congregados pero, al parecer, solo el señor Wright había visto algo que mereciese la pena. Se acercó a la parte trasera del camión de bomberos mientras enrollaban la manguera. David Hunter estaba apoyado en el camión, con los ojos cerrados y el rostro tenso.
– David, ¿cómo estás? -musitó la detective.
El bombero en prácticas se volvió cansinamente y la miró.
– ¿Cómo aguantas? -quiso saber el joven.
– Aprenderás a soportarlo. Tiempo al tiempo. La mayoría de los días, no serán como este. Por fortuna, la mayoría de los míos tampoco lo son. -Mia apoyó el hombro sano en el lateral del camión y al observar a David se percató de que era varios centímetros más alto que Solliday, aunque no tan corpulento. El joven estaba recién afeitado, por lo que no tenía ese aspecto demoníaco que al teniente le sentaba tan bien-. ¿Vendiste el taller al ingresar en los bomberos?
– No, contraté a un encargado. Los días que libro voy y reparo motores. Hago lo que necesito hacer. -Levantó una ceja-. ¿Tu Alfa Romeo precisa una puesta a punto?
– No, todavía va bien desde la última. Veo que estás ocupado.
David la miró directamente a los ojos.
– Era lo más aconsejable.
David Hunter había sufrido un ataque agudo de corazón partido. Hacía mucho que estaba colado por Dana, pero la amiga de Mia no llegó a enterarse. Al cabo de un tiempo, Dana se enamoró de un hombre y cuantos la vieron junto a Ethan Buchanan llegaron a la conclusión de que cada uno era perfecto para el otro. Mia se alegró más que nadie por su amiga, pero ver la descarnada mirada de dolor de David siempre le sentó como una patada-. David, nadie lo sabe y, si de mí depende, nadie se enterará.
La sonrisa del muchacho fue irónica.
– Seguro que lo que dices es reconfortante -replicó y se alejó del camión-. Dime, Mia, ¿qué está ocurriendo realmente?
– Todavía no lo sabemos. Oye, ¿has visto otro incendio como este?
– No, pero solo llevo tres meses en el cuerpo. Pregúntale a Mahoney.
– Se lo preguntaré. ¿Qué me dices de las papeleras incendiadas? ¿Cuántas has visto?
– Tengo que pensarlo. Como mínimo, un puñado, si bien en su mayoría son obra de críos pequeños, sobre todo de escuela primaria. -Miró en dirección a la casa-. Este incendio no lo causó un niño.
Mia frunció el ceño.
– Casi todos los pirómanos son menores de veinte años, ¿correcto?
– Así es, aunque creo que será mejor que le pidas esa clase de información a tu amigo Solliday.
«No es mi amigo». Mitchell no esperaba el aguijonazo que la idea le provocó. «Solo es un compañero provisional».
– Se la pediré. Tengo que hablar con Mahoney antes de que os vayáis.
Martes, 28 de noviembre, 01:35 horas