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«Esta vez sí que ha ido mucho mejor -pensó y arrojó a un lado una palada de tierra-. Al fin y al cabo, machacando se aprende el oficio».

Tapó rápidamente el agujero que había cavado para enterrar lo que había cogido del escenario. El condón y las bolsas de basura ensangrentadas permanecerían allí hasta que regresara y se deshiciese correctamente de ellos. Tendría que haber parado a tirarlas durante el regreso, pero se había puesto paranoico y no había dejado de mirar por el retrovisor.

Tanta cautela había sido innecesaria. Nadie lo había seguido ni lo había visto. Había abandonado el coche de Penny Hill después de quitarle las matrículas y las placas con el número de bastidor. Alejó el coche de la vía solitaria para que tardasen varios días en encontrarlo. Sabía que no había dejado nada en su interior, pero la precaución nunca era suficiente, ya que bastaría un pelo para condenarlo.

Claro que antes tendrían que pillarlo, cosa que nunca ocurriría.

Había tenido cuidado, había sido habilidoso y se había mostrado implacable.

Sonrió al tiempo que apisonaba la tierra. La mujer había sufrido. Todavía oía los quejidos de Penny Hill. Lamentablemente, habían quedado amortiguados por la mordaza, que había sido un mal necesario. De todos modos, la mordaza no había ocultado la mirada vacía y vidriosa de la mujer cuando acabó con ella. Por añadidura, Penny Hill supo con exactitud a qué se debía, por lo cual la situación resultó más fascinante si cabe.

El individuo se detuvo bruscamente y apretó con fuerza el mango de la pala. «¡Joder!» Se había olvidado el maletín. El maletín de Penny Hill seguía en el asiento trasero del coche. Se obligó a recuperar la calma. No había ningún problema. En cuanto pudiese regresaría y recuperaría el maletín. Había escondido tan bien el coche que hasta entonces nadie lo tocaría.

Contempló el firmamento. Faltaban horas para el amanecer. Dormiría un rato antes de que su día comenzara oficialmente.

Con el alma en un puño, el niño miró por la ventana. El hombre volvía a estar allí. Otra vez enterraba algo. Debía contarlo, debía contarlo, pero estaba demasiado asustado. Se limitó a mirar mientras el hombre concluía la tarea y volvía a tapar su escondite. La imaginación del niño evocó toda clase de imágenes espantosas de lo que el hombre acababa de enterrar. Por otro lado, la realidad de lo que haría si él hablaba le pareció igualmente aterradora. El crío estaba convencido de que era así.

Capítulo 7

Martes, 28 de noviembre, 7:35 horas

Lo primero que Reed pensó al detenerse en la puerta del área de Homicidios con un par de botas de bombero en una mano y en la otra una caja de cartón con dos vasos de café fue que Mitchell parecía cansada. La detective estaba repantigada en su sillón, con las gastadas botas apoyadas en el escritorio y la atención centrada en el grueso expediente que apoyaba en sus muslos.

Mitchell levantó la mirada cuando el teniente dejó caer sobre su escritorio las pesadas botas. Las observó, lo contempló y esbozó una sonrisa.

– Todavía no es Navidad. Solliday, estoy emocionada.

Reed estiró la mano y vio que el agradecimiento sincero iluminaba el rostro de Mia.

– ¡Así se habla! -dijo Solliday. La detective dejó el expediente sobre el escritorio y cogió uno de los vasos de plástico-. Es café de verdad, no tiene nada que ver con el aguachirle que bebéis aquí.

– Puede ser, pero la concentración de cafeína de nuestro aguachirle nos mantiene despiertos durante días. -Mia lo miró con cautela y cogió la crema de leche-. ¿Quieres que te ponga o volvemos a insultarnos?

Reed rio entre dientes.

– El café me gusta solo -repuso y miró el expediente que la detective había dejado sobre el escritorio-. ¿Son los casos en los que Roger Burnette ha participado?

– No son los de nuestros archivos. Ayer los solicité, pero la administrativa todavía no los ha traído. Son las notas que el propio Burnette tomó. Esta mañana, cuando he llegado, me estaba esperando. Contienen los nombres, las direcciones y las fechas de todos aquellos a los que, a lo largo de los últimos años, les ha pisado los callos. Creo que le ha alegrado sentir que colaboraba.

– ¿Alguna pista?

Mia hizo una mueca.

– Todos los que figuran en las notas tenían deseos de venganza.

– De modo que has vuelto a tu hipótesis de que Caitlin se convirtió en instrumento de la venganza contra su padre.

Mia añadió crema de leche al café.

– No lo sé. Lo que sí sé es que Penny Hill era trabajadora social. Es probable que, con el paso de los años, se llevase a un montón de menores de muchos hogares. Desde cierta perspectiva, esa mujer desbarató unas cuantas vidas. Me parece interesante cruzar datos entre los casos de Roger Burnette y los de Penny Hill para comprobar si alguien odiaba a ambos.

– ¿Roger Burnette conoció a Penny Hill?

– No. Esperaba que así fuera, pero jamás había oído su nombre. -La detective apoyó los pies en el suelo-. Es la hora de la reunión matinal. Les he pedido a Jack y al forense que asistan. -Cogió el expediente y su café-. También he solicitado la asistencia de nuestro psicólogo. Se llama Miles Westphalen. Lo he puesto al día. He trabajado anteriormente con Miles y es muy competente.

Sin dar tiempo a Reed a responder, Mia se dirigió a un pasillo lateral y le hizo señas de que la siguiera. «¡Un loquero! ¡Qué alegría!», fue lo único que a Solliday se le ocurrió pensar.

Una mesa de dimensiones considerables ocupaba el centro de la sala de reuniones de Spinnelli, que estaba sentado en un extremo, flanqueado por Jack Unger de la CSU y por el forense Sam Barrington. Junto a Jack se encontraba un hombre mayor que, seguramente, era el loquero.

Spinnelli paseó la mirada por los rostros de los presentes e hizo una mueca.

– Vosotros dos, ¿habéis dormido?

– No mucho -repuso Mitchell y le sonrió cariñosamente al psicólogo-. Hola, Miles. Te agradezco que hayas venido. Te presento al teniente Reed Solliday, de la OFI. Reed, el doctor Miles Westphalen.

Reed estrechó la mano del hombre mayor y se mostró impasible. Detestaba a la mayoría de los loqueros, detestaba la forma en la que intentaban adivinarte el pensamiento, en la que convertían todo en una pregunta y, concretamente, en la que achacaban a la educación la propensión hacia el mal. Estaba seguro de que, antes de que terminase la reunión, Westphalen convertiría al pirómano en cuestión en un pobre desgraciado sin padre y con una madre maltratadora.

Ligeramente divertido, Westphalen se acomodó en su asiento.

– Encantado de conocerlo, teniente Solliday. Quédese tranquilo, no le adivinaré el pensamiento… al menos antes de la primera taza de café.

Reed apretó las mandíbulas al tiempo que Mitchell se sentaba junto a Westphalen.

– Miles, déjalo en paz -le regañó la detective-. La noche ha sido interminable. Por favor, Solliday, toma asiento. -Miró a Barrington y preguntó-: ¿Ha tenido ocasión de examinar a la víctima?

– Solo superficialmente -repuso Barrington mientras Reed se sentaba junto a Mitchell-. De todos modos, apuntaría a que en el cadáver encontraré algo más que gasolina. Las quemaduras son mucho más profundas. El fuego ardió más tiempo, al menos sobre la víctima.

– Hablemos de la víctima -intervino Spinnelli-. ¿Quién es?

– Penelope Hill, de cuarenta y siete años -repuso Mitchell-. Durante veinticinco años trabajó en Servicios Sociales. -Se sopló el flequillo, que salió volando-. Anoche celebraron la fiesta de su jubilación. Esta mañana he hablado con una de mis viejas amistades en Servicios Sociales. Hill era muy respetada y muy querida. En el periódico la mencionaron varias veces por los servicios prestados a la comunidad.

– «Muy querida» es una expresión relativa -terció Westphalen-. Tal vez fue muy querida por sus compañeros de trabajo.