– ¿Y por los padres a los que les quitó los hijos? -preguntó Mitchell, siguiendo la cadena de pensamiento de Westphalen-. Probablemente no la describirían como «muy querida». Miles, ya lo había pensado.
– La hija de un policía y una trabajadora social -musitó Spinnelli-. ¿Existe alguna relación entre ambas?
Mia negó con la cabeza.
– Burnette no la conoce. Necesitamos una orden judicial para solicitar los expedientes de Hill y cotejar los casos de ambos. Por otro lado, los incendios propiamente dichos fueron semejantes en muchos aspectos.
Spinnelli enarcó las cejas.
– Reed, te escucho.
Todas las miradas recayeron en él.
– Ambos incendios se iniciaron en la cocina. Ambos emplearon gas natural como combustible principal. En ambos casos hubo una tira de catalizador sólido en la pared como extensión química de la mecha. El laboratorio ha presentado el análisis del catalizador sólido empleado en casa de los Dougherty. Se trata de nitrato amónico mezclado con queroseno y con goma de guar. Es altamente inflamable. Al cabo del día tendré el análisis sobre la mezcla utilizada en casa de Hill, aunque supongo que será la misma.
Spinnelli se atusó el bigote.
– ¿Hemos topado con un incendiario profesional?
– En un sentido estricto, no. Habitualmente los incendios para obtener beneficios son obra de dueños de propiedades que quieren cobrar el seguro o de pirómanos que prestan… que prestan un servicio. No da la impresión de que lo hayan hecho por dinero. Se trata de una cuestión personal. Lo que quiero decir es que el autor no solo prendió fuego, sino que voló las casas. Todavía no hemos averiguado cómo conoció a las víctimas, pero el empleo de la explosión dice a gritos: «Miradme, fijaos en lo que soy capaz de hacer».
– Y también «Miradlas, fijaos cómo murieron» -masculló Mitchell-. Es como una flecha de neón intermitente. -Se dirigió a Westphalen-: ¿Tal vez una llamada de auxilio?
Westphalen enarcó las cejas canas y enmarañadas.
– Más bien parece un grito de cólera.
Reed se sorprendió. Esperaba que el loquero se lanzase a soltar el mantra de «la llamada de auxilio». Era otra de las cosas que odiaba de los psicólogos. Nadie tenía la culpa de nada. Si alguien cometía un crimen, solo lanzaba una llamada de auxilio. ¡Vaya chorrada! Los criminales delinquían porque obtenían algo a cambio… y no se hable más. Si necesitaban ayuda, podían pedirla amablemente en lugar de correr el riesgo de volar un maldito barrio.
Spinnelli se apartó de la mesa y caminó hasta la pizarra.
– Bien, ¿qué tenemos? -preguntó; se puso a escribir y creó dos columnas con los epígrafes Dougherty/Burnette y Hill-. ¿Hora del delito?
– Ambos se produjeron hacia la medianoche -respondió Reed-. En los dos casos se trata de estructuras residenciales en barrios de clase media. En ambos emplearon dispositivos incendiarios con mecha.
– No te olvides de la papelera -aportó Mitchell.
– En ambos tuvo lugar otro incendio que se originó en una papelera con hojas de periódico y un cigarrillo sin filtro -explicó Reed-. Al no tener filtro, el cigarrillo arde hasta el final y enciende el papel de periódico. Se trata de un dispositivo de retardo muy sencillo y eficaz.
Spinnelli tomó nota, se volvió y comentó:
– Eso suena a un acto de novato.
– Significa algo -aseguró Mitchell en tono bajo-. Es… es simbólico.
– Probablemente tienes razón. ¿Qué más? -quiso saber Spinnelli-. Sam, te escucho.
– Ambos cuerpos quedaron carbonizados, lo que imposibilita el reconocimiento visual -contestó Barrington-. Como ya he dicho, el grado de daños parece mucho mayor en la segunda víctima.
– En la señora Hill -murmuró Mitchell-. Se llama Penny Hill.
La expresión de la detective estrujó el corazón de Reed, pero Barrington se limitó a enarcar las cejas rubias.
– El asesino usó otra sustancia con la segunda víctima, empleó algo que no ardió tan rápido.
– Hay que comprobar la composición del nitrato -concluyó Reed-. Pediré al laboratorio que le envíe la fórmula por fax.
– Encantado. Detective, consígame la historia dental de la segunda víctima. En cuanto pueda llevaré a cabo la identificación en firme.
– De acuerdo -aceptó Mitchell en tono neutro-. Lo haré hoy mismo.
Barrington se puso en pie.
– Si no hay nada más, tengo mucho trabajo.
– Llámanos cuando sepas algo -solicitó Spinnelli.
El forense se fue. Durante unos segundos, Mitchell miró la puerta que Barrington acababa de cerrar y lentamente abrió el puño y estiró los dedos de la mano sobre el muslo. Tomó la palabra en tono bajo:
– Marc, el cuerpo de Caitlin Burnette fue incinerado con gasolina y el de Penny Hill con… con algo más caliente.
– Probablemente no fue con algo más caliente, sino con una sustancia que no arde tan rápido -puntualizó Reed.
Molesta, la detective se encogió de hombros.
– Lo que sea. Solo pretendo demostrar que hay diferencias. El asesino cambió, tal vez mejoró su modus operandi.
Spinnelli movió el bigote mientras pensaba.
– Parece un supuesto razonable. ¿Cuáles son esas diferencias?
– En la primera casa dejó dos dispositivos incendiarios -respondió Reed-: uno en la cocina y el otro en el dormitorio. En la segunda vivienda no dejó nada en el dormitorio.
Westphalen se mostró interesado y comentó:
– Tal vez tenía algo concreto contra los Dougherty. Al fin y al cabo, lo depositó en su cama.
– Quizá decidió que con un dispositivo había logrado la explosión que buscaba y que no tenía sentido colocar otro -planteó Reed-. Un error habitual de los pirómanos novatos consiste en poner demasiados dispositivos incendiarios. Suponen que uno es bueno y cinco todavía mejor. Si uno de esos cinco no se activa se convierte en una prueba. La simplificación podría formar parte de la curva de aprendizaje del autor. De todos modos, les preguntaremos a los Dougherty si tienen enemigos. -Dirigió una mirada a Mitchell-. Han llamado para pedirme que, a partir de las nueve, nos reunamos con ellos en su casa.
– Me parece bien -dijo Mia, pero frunció el ceño-. Miles, estaría de acuerdo en el caso de que los Dougherty fueran el blanco pero, si Caitlin fue la víctima, ¿por qué lo colocó en el dormitorio? Lo que quiero decir es que Caitlin estudiaba en el cuarto de huéspedes. ¿De qué le serviría quemar una cama que Caitlin jamás tocó?
– Es una buena pregunta -reconoció Westphalen-. Hay que hablar con los Dougherty.
– ¿Hay más diferencias? -quiso saber Spinnelli.
– Dejó el coche de Caitlin en el garaje y en cambio utilizó el de Penny Hill para escapar -repuso Reed.
– No da la sensación de que haya perfeccionado el método -comentó Westphalen.
Spinnelli siguió apuntando en la pizarra.
– Jack, te escucho.
– Encontramos salpicaduras de sangre en la moqueta que retiramos de casa de los Dougherty. Ben Trammell también halló lo que podría haber sido un botón metálico de los tejanos de la chica. Estaba en el vestíbulo, en una grieta contigua a la escalera. En el vestíbulo no hallamos restos de los tejanos, por lo que es posible que hayan ardido. En ese caso, encontraremos trazas en la ceniza.
– ¿Qué hay de la gasolina? -inquirió Mitchell.
– En la moqueta, ni una gota. Solo la hallamos en la cocina, alrededor de la zona en la que encontramos el cadáver.
– Por lo tanto, la violó, le disparó en el vestíbulo, la arrastró hasta la cocina y la roció con gasolina. -Mitchell apretó los dientes-. ¡Qué cabrón!
– ¿Se ha informado a la familia de Penny Hill? -preguntó Spinnelli.
– Todavía no -repuso Mia-. He llamado a todos los Mark Hill de Cincinnati, pero ninguno está emparentado con Penny. Dentro de media hora, el personal de recursos humanos de los Servicios Sociales empezará a trabajar. Pediré que me digan cómo contactar con sus familiares.