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Spinnelli tomó asiento.

– Miles, ¿puedes hacer un perfil del asesino o, como mínimo, ofrecer un punto de partida?

Westphalen lanzó una mirada cautelosa a Reed y replicó:

– Probablemente el teniente Solliday entiende mejor que yo a los pirómanos.

Interesado por lo que el loquero pudiera decir, Reed le indicó que continuase y musitó:

– Prosiga.

Westphalen se quitó las gafas y limpió los cristales con el pañuelo.

– Veamos, aproximadamente el veinticinco por ciento de los incendiarios son menores de catorce años y prenden fuegos por divertirse o debido a la compulsión. No creo que estemos ante un caso de esas características. Otro veinticinco por ciento tiene entre quince y dieciocho años. -Se encogió de hombros-. Prefiero pensar que no es obra de un adolescente, pero todos sabemos de lo que son capaces. Los pirómanos casi nunca superan los treinta años. En el caso de que sean mayores, se trata de personas que lo hacen estrictamente para obtener beneficios, como ya ha dicho el teniente. Los incendiarios adultos que no lo hacen a cambio de beneficios casi siempre buscan venganza. La inmensa mayoría son blancos y casi todos hombres. Me atrevería a afirmar que este pirómano tiene antecedentes.

– No hay huellas -reconoció Unger-. Por ahora no hemos encontrado ni una sola huella, de modo que no tenemos datos que nos conduzcan a su identificación o a sus antecedentes.

Westphalen frunció el ceño.

– Estoy seguro de que, en cuanto deje algo, podréis vincularlo con alguien que se encuentre en algún punto del sistema. Que lo hayan visto alejarse en coche de la casa de la señora Hill segundos antes de la explosión demuestra que calculó mal la hora o que lo planificó bien y necesita un alto nivel de riesgo.

– Es un buscador de sensaciones fuertes -apostilló Mitchell.

Westphalen asintió.

– Tal vez. Por regla general, los pirómanos han vivido una infancia inestable, con padres ausentes y trastornos emocionales por parte de las madres.

Solliday apretó los dientes. Volvíamos a las andadas. Ya sabía que era imposible que un psicólogo no responsabilizase de todos los males a la educación. Las miradas del teniente y el psicólogo se cruzaron y Reed notó que el loquero captaba su irritación.

Por su parte, el hombre mayor reanudó tranquilamente su discurso:

– En muchos casos el incendio provocado sirve de trampolín a delitos sexuales. He atendido a diversos depredadores sexuales que, en sus comienzos, provocaron incendios como modo de gratificación sexual. Llega un momento en el que el fuego no es suficiente y pasan a violar.

– Por lo tanto, no te sorprende que este tío viole y queme -apuntó Mitchell.

Westphalen volvió a ponerse las gafas.

– Pues no, no me sorprende. Lo que me llama la atención es que no se quedara a ver arder la casa. Planifica un incendio descomunal y no se queda a contemplar el espectáculo.

– Yo había pensado lo mismo -reconoció Reed y arrinconó su irritación-. Anoche observé a los congregados. En ambos episodios no vi a nadie que no viviera en el barrio y anoche tampoco detecté la presencia de alguien que hubiera estado en el incendio de los Dougherty.

– ¿Cuál es el próximo paso? -inquirió Spinnelli.

– Analizaré las muestras que anoche tomamos en casa de Hill -respondió Unger-. No creo que encontremos mucho en la cocina, aunque abarcamos la parte delantera de la casa, que sufrió menos daños. Hoy mismo volveré con un equipo para comprobar la situación a la luz del día. Si dejó un pelo y no se quemó, lo encontraremos. Reed, ¿puedo contar con Ben Trammell? Ayer fue de gran ayuda.

– Por supuesto.

– Nosotros hablaremos con los Dougherty -anunció Mitchell y miró a Reed-. También me gustaría volver a casa de Penny Hill.

– Tendríamos que realizar otra visita a la universidad. Debemos averiguar si alguien más sabía dónde estaba Caitlin o si en el campus había alguien que no tenía que estar allí.

– Y después iremos al salón recreativo para comprobar la coartada de Joel Rebinowitz. Anoche pasé tras dejar la casa de Penny Hill, pero estaba cerrado. Abrirán a mediodía. -Mitchell miró a Spinnelli-. Necesitamos una orden judicial para solicitar los archivos de Penny y quiero los expedientes de los casos de Burnette. ¿Le pedirás a Stacy que los traiga?

Spinnelli tomó nota en su libreta.

– Me ocuparé personalmente de la orden judicial. ¿Qué período quieres que abarque Stacy?

Mia miró a Westphalen y preguntó:

– Miles, ¿qué te parece? ¿Bastará con un año?

El hombre mayor se encogió de hombros.

– Me parece bien para empezar. Mia, francamente no lo sé.

– Yo tampoco -reconoció la detective con gran seriedad-. Durante el regreso podemos pasar por Servicios Sociales y acceder a los expedientes de Hill. Luego los cotejaremos hasta que surja una coincidencia.

– Reed, ¿disponéis de una base de datos en la que buscar incendios de las mismas características? -preguntó Spinnelli.

– Sí. El domingo por la mañana y hoy, antes de venir, he consultado la base de datos del BATS, es decir, el sistema de rastreo de incendios provocados por bombas que mantiene el cuerpo de bomberos -aclaró ante la mirada de desconcierto de Mitchell-. Obtuve muchos resultados sobre catalizadores sólidos, aunque la mayoría hace referencia a sus propiedades comerciales. Cuando añadí los asesinatos no hubo resultados. Consulté los incendios de papeleras y me topé con miles de resultados. He solicitado que el sistema se revise automáticamente varias veces al día por si nuestro hombre hace algo parecido en otra parte. Ya veremos.

Spinnelli adoptó una expresión de contrariedad.

– Está claro que, en este momento, lo mejor que podemos hacer es encontrar un vínculo entre los casos. Mia, ponme al tanto de la situación antes de irte a casa. Buena suerte.

Spinnelli y Unger abandonaron la sala. Westphalen se quedó y jugueteó con su corbata sin propósito fijo.

– Usted no cree en la influencia de la vida hogareña en los delincuentes -comentó Westphalen, en tono todavía moderado.

Reed detestaba el tono «moderado» de los loqueros, que era como arañar la pizarra con las uñas.

– Me parece que es la panacea de la sociedad -replicó en tono ni remotamente tan moderado-. Doctor, todo el mundo tiene problemas. Cuando se baraja, algunas personas reciben peores cartas, lo que es una pena. Las buenas personas lo resuelven y se convierten en ciudadanos productivos. Las malas personas no lo superan. Es así de simple.

Mitchell lo contempló con gran curiosidad, pero siguió en silencio.

Westphalen se puso el abrigo y exclamó:

– ¡Cuánta convicción!

– Sí -contestó Reed con el convencimiento de que era una respuesta escueta, pero le importó un bledo.

Los loqueros empleaban estratagemas como esa para averiguar cosas que la mayoría de las personas equilibradas preferían mantener en privado.

– Un día hablaremos extensamente -concluyó Westphalen en un tono divertido, se volvió hacia Mitchell y esbozó una cálida sonrisa-. Mia, me alegro de que hayas vuelto. Este sitio no era el mismo sin ti. No permitas que te hieran otra vez, ¿de acuerdo?

La detective también sonrió y su afecto por el hombre mayor resultó patente.

– Miles, haré cuanto esté en mi mano. Saluda a tu esposa de mi parte. -En cuanto Westphalen se retiró, Mia levantó la cabeza. Reed supuso que le pediría cuentas sobre los motivos por los cuales se había mostrado tan seco con el psicólogo, pero no fue así, ya que la mujer se limitó a recoger las notas-. Solliday, ¿nos ponemos a trabajar? Cuanto antes hablemos con los Dougherty y examinemos la casa de Penny Hill, más rápido nos ocuparemos de los expedientes que son, con mucho, mi faceta preferida del trabajo. -La ironía del comentario demostró que era lo que menos le apetecía.

– Pensé que lo que preferías era amenazar a jóvenes beligerantes con raperos matones.