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Mitchell sonrió inesperadamente y Solliday se animó, porque desapareció el mal humor provocado por el psicólogo.

– Solliday, no está mal. Has incorporado un puñado de palabras poéticas. No está nada mal. De camino a casa de los Dougherty pararemos en una tienda de comida preparada. Estoy famélica.

Martes, 28 de noviembre, 8:45 horas

Parpadeó al ver la primera página del periódico. ¡Caray, qué rápido se movían los periodistas! Supuso que el artículo no aparecería hasta el día siguiente, pero allí estaba, en la primera plana del Bulletin: Sigue libre el pirómano/asesino en serie.

«No soy todo eso», pensó, y sonrió divertido.

Desde el primer momento mencionaron a Penny Hill. No emplearon esa tontería de «no comunicaremos el nombre de la víctima hasta que la familia sea notificada». Siguió leyendo y frunció el entrecejo. Alguien lo había visto alejarse en coche. Bueno, por mucho que lo hubiesen visto no podrían identificarlo porque llevaba el pasamontañas. Le daba lo mismo que hubieran anotado la matrícula, ya que era la del coche perteneciente a Penny Hill.

«La víctima es Penny Hill, de cuarenta y siete años». Humm… Estaba bastante bien para tener esa edad. Mejor dicho, lo había estado. El pirómano volvió a reír entre dientes. Ahora la señora Hill parecía una castaña requemada.

Mejor dicho, imaginaba que tenía ese aspecto. Lo que realmente deseaba era ver el cadáver, la casa, la destrucción que había causado, pero no era prudente mientras las autoridades investigaran el caso. ¿Quién lo perseguía? Hojeó el artículo. Lo buscaba el teniente Reed Solliday, de la OFI. Un teniente… le habían encomendado a un superior que lo buscase, no se andaban con chiquitas. «Qué bien», pensó. El tal Solliday había recibido condecoraciones y tenía experiencia. Sería un adversario digno, lo que significaba que le tocaba mantener limpia su zona de trabajo. No dejaría nada que resultase de utilidad para el buen teniente y su compañero. Adelante, ¿quién era su compañero?

Se le escapó una sonrisa. Vaya, ni más ni menos que una mujer, la detective Mia Mitchell. ¿De verdad que habían escogido a una mujer para intentar encontrarlo?

«No me pillarán ni en un millón de años». El exceso de confianza no sería su perdición. Planificaría y actuaría como si lo persiguieran dos hombres cualificados, pero dormiría a pierna suelta.

Recortó el artículo del periódico y le echó un último vistazo. Mencionaban a Caitlin. En la primera lectura se le había escapado por lo ansioso que estaba de ver en letras de molde el nombre de Penny Hill. «La víctima del primer incendio es Caitlin Burnette, de diecinueve años, hija del sargento Roger Burnette, que desde hace veinte años trabaja en el Departamento de Policía de Chicago…» Su corazón estuvo a punto de pararse.

«¡Joder!» Había matado a la hija de un policía. «¿Qué demonios hacía en esa casa? ¡Joder!» Furioso, introdujo el artículo en su libro, junto al del incendio en casa de los Dougherty, publicado en el Trib del día anterior, y el aparecido el viernes en la Gazette de Springdale acerca del incendio de Acción de Gracias. «¡Joder!» Ahora la policía lo perseguiría como a un perro. Con un movimiento colérico metió todas las cosas en su bolsa. ¡Maldita sea! La había cagado bien cagada.

Se dirigió a la puerta y se le aceleró el corazón a medida que el miedo lo dominaba. «Tengo que dejarlo».

Frenó en seco. «No». Ni podía ni quería dejarlo. Lo hacía por su futuro. «Recuerda, la ira tiene que esfumarse. No puedes dejarlo antes de terminar. De lo contrario, sería como… sería como no acabar el frasco de antibióticos. La próxima vez será peor, más intenso, más poderoso». La próxima vez podría perder la cabeza y dejarse atrapar. Ahora tenía el control pleno de la situación. La víspera no había perdido la cabeza ni la perdería. Era consciente de cada uno de sus actos. Pensaba y trabajaba cada vez de forma más inteligente.

No podía dejarlo, no lo dejaría hasta terminar. Tenía que actuar rápido para que no lo pillasen. Tenía que ser perfecto. De momento, tenía que dirigirse a un lugar y llegar a tiempo.

Martes, 28 de noviembre, 9:05 horas

Mia doblaba el envoltorio del bocadillo del desayuno cuando se detuvieron ante lo que había sido la casa de los Dougherty. Una pareja de edad madura permanecía de pie en la acera y, conmocionada, contemplaba la estructura ennegrecida.

– Diría que son los Dougherty -comentó Mia en tono bajo.

– Diría que tienes razón. -Solliday soltó un suspiro-. Acabemos con esto de una vez.

El señor Dougherty se volvió cuando se acercaron y preguntó:

– ¿Es usted el teniente Solliday?

– El mismo. -Estrechó la mano del hombre y, a continuación, la de su esposa-. Les presento a la detective Mitchell.

La pareja cruzó una mirada de preocupación y el señor Dougherty añadió:

– No entiendo nada.

– Soy de Homicidios -explicó Mia-. Caitlin Burnette murió asesinada antes de que en su casa se iniciase el incendio.

La señora Dougherty dejó escapar un grito ahogado y se tapó la boca con la mano.

– ¡Santo cielo!

La expresión de horror demudó la cara del marido, que le rodeó los hombros con un brazo.

– ¿Lo saben sus padres?

Mia asintió.

– Sí. Ayer les dimos la noticia.

– Sabemos que no es un buen momento, pero tenemos que hacerles algunas preguntas -intervino Solliday.

– Espere un momento. -Dougherty sacudió la cabeza, como si quisiera aclarar sus pensamientos-. Detective, acaba de decir que el incendio se inició. ¿Estamos hablando de un incendio provocado?

Solliday movió afirmativamente la cabeza.

– Hallamos dispositivos incendiarios en la cocina y en su dormitorio.

El señor Dougherty carraspeó.

– Sé que lo que voy a decir parece insensible y quiero que tengan la certeza de que haremos cuanto esté en nuestra mano para ayudar, pero me gustaría saber qué hacemos ahora. ¿Podemos ponernos en contacto con nuestra compañía de seguros? No tenemos dónde vivir.

A su lado, la señora Dougherty tragó saliva de forma compulsiva y preguntó:

– ¿Queda algo?

– No mucho -replicó Solliday-. Pónganse en contacto con la compañía de seguros y prepárense, ya que se llevará a cabo una investigación.

Le tocó al señor Dougherty tragar saliva.

– ¿Nos consideran sospechosos?

– Excluiremos esa posibilidad lo antes posible -replicó Mia con gran serenidad.

El señor Dougherty asintió e inquirió:

– ¿Cuándo podremos entrar y ver si salvamos algo?

– Las fotos de nuestra boda… -A la señora Dougherty se le quebró la voz y se le llenaron los ojos de lágrimas-. Lo siento mucho. Ya sé que Caitlin… pero, Joe… Todo ha desaparecido.

Dougherty apoyó la mejilla en la coronilla de su esposa.

– Donna, lo superaremos. Lo haremos de la misma forma que superamos todo lo demás. -El señor Dougherty hizo frente a la mirada de Solliday-. Supongo que ustedes o la compañía de seguros investigarán nuestra situación económica.

– Es lo que suele hacerse -confirmó Solliday-. Señor, si tiene algo que decirnos, este es el mejor momento.

– Hace cinco años nos demandó un cliente que se cayó en nuestra ferretería. -Dougherty apretó los labios-. El jurado falló a favor del demandante. Lo perdimos todo.

– Hemos tardado cinco años en salir del pozo -intervino desalentada la señora Dougherty.

– Hace dos años mi padre se retiró y nos vendió su casa por un precio módico. -Contempló las ruinas con amargura-. Habíamos empezado de nuevo. Estas han sido nuestras primeras vacaciones en varios años. Y ahora ocurre una desgracia. El seguro de la casa era el mínimo, lo justo para firmar la póliza. No hay incentivos económicos que justifiquen que queríamos quemar nuestra casa.

– Señor Dougherty, ¿dónde trabaja? -quiso saber Solliday.